Cuando la tripulación de Juan Díaz de Solís emprendió el regreso a España a finales de 1515, impactada por la muerte violenta del navegante y del pequeño grupo que descendió con él en costas hoy uruguayas, decidió proveerse de alimentos para el viaje y de pieles para vender en destino. Como Hernandarias aún no había introducido el ganado en estos lares, la mejor opción que encontraron fue matar a los lobos y leones marinos que descansaban en islas cercanas.

Aunque algunos historiadores discuten aún el lugar exacto, descendieron supuestamente en la Isla de Lobos y mataron a 66 animales, llevándose la carne y las pieles. La isla –si es que la identificación geográfica es correcta– había sido “descubierta” por el propio Solís en el viaje de ida, antes de introducirse en el Río de la Plata.

Los lobos probablemente no estaban preparados para una matanza tan organizada, pero los europeos no eran en realidad los primeros seres humanos en sacar partido de su carne. En sitios arqueológicos de varios puntos de la costa uruguaya –e incluso algunos tierra adentro– se han encontrado restos óseos de lobos marinos, algunos de al menos 4.400 años de antigüedad, prueba de que también fueron un recurso para las poblaciones nativas.

No fue hasta el establecimiento de los europeos en estas tierras, sin embargo, que la explotación de estos animales comenzó a institucionalizarse y alcanzó una intensidad que los puso en riesgo. Los lobos llegaron a iluminar la ciudad de Maldonado, literalmente: con la cocción de su grasa se fabricó aceite para el sistema de iluminación en el departamento en el siglo XVIII. La faena de lobos llegó además a ser muy fructífera. Gracias a trabajos de Raúl Vaz Ferreira y Alberto Ponce de León, sabemos que sólo entre 1873 y 1900 fueron sacrificados cerca de 454.500 lobos y leones marinos.

Para mediados del siglo XX, esta explotación descontrolada había tenido las consecuencias esperables, con una zafra muy disminuida por un motivo muy simple: quedaban pocos leones y lobos marinos por cazar. Desde 1948, tras sugerencias del propio Vaz Ferreira luego de sus visitas a las islas Pribilof de Alaska, el gobierno uruguayo dejó de sacrificar hembras y moderó la cantidad anual faenada.

La explotación comercial continuó durante décadas pese a la escasa información que había sobre las poblaciones de estas especies en Uruguay. Fueron sacrificados 273.738 ejemplares de lobo marino y 47.360 de leones marinos desde 1950 a 1991, año en que se suprimió la Industria Lobera y Pesquera del Estado (ILPE). Se abandonó entonces el sacrificio de los animales, aduciendo razones comerciales y la influencia de la opinión pública.

Actualmente, el Estado sólo captura lobos marinos para vender a acuarios (entre 120 y 150 por año), una práctica que desde 2018 cuenta también con la participación de trabajadores de las empresas compradoras.

Pese a una explotación tan sostenida y las facilidades que hay en Uruguay para observar lobos y leones marinos, es curioso que durante un buen tiempo no hubiera un mayor volumen de investigaciones comportamentales sobre estos animales, más allá de los trabajos hechos por Vaz Ferreira y Ponce de León. Desconocíamos muchos aspectos de su conducta, algo que comenzó a subsanarse en las últimas décadas con la presencia frecuente de científicas y científicos en la Isla de Lobos. Un reciente trabajo, sin embargo, nos abre nuevas puertas al darnos pistas de lo que hacen tanto machos como hembras cuando no están en tierra.

¿Lobo está?

Para conocer mejor a nuestros lobos marinos lo más apropiado es una buena presentación, especialmente cuando hay tantas confusiones de parentela entre los pinnípedos, como se llama a la superfamilia de mamíferos carnívoros que incluye a los otáridos (lobos, leones y osos marinos), fócidos (focas y elefantes marinos) y odobénidos (las morsas). Es una familia especialmente complicada, porque los nombres de osos, leones y lobos se aplican a veces indistintamente a las mismas especies.

Vamos a enfocarnos (chiste no intencional) sólo en los otáridos, aunque no está de más recordar que una forma sencilla de distinguirlos de las focas es que tienen orejas propiamente dichas (pabellones auditivos y no simples agujeros) y aletas más desarrolladas, lo que les permite caminar en tierra con algo de torpeza encantadora, en vez de deslizarse o reptar, como hacen las focas.

Las especies de otáridos más presentes en Uruguay son el lobo marino de un pelo y el lobo de dos pelos o lobo fino, como se les llama comúnmente. El lobo de un pelo es en realidad un león marino, que es de mayor tamaño que el lobo marino y cuyos machos poseen una melena o peluca característica. El lobo fino, protagonista de esta historia, es reconocible por sus dos tipos o capas de pelo, de distinto color: una exterior, más áspera, y otra más suave.

Para complicar más la confusión de los nombres, que apelan a comparaciones con animales terrestres, el género es Arctocephalus, que viene de la expresión “cabeza de oso”. La especie que abunda en Uruguay es Arctocephalus australis, que según el último censo cuenta con unos 130.000 ejemplares en nuestras costas, aunque la cifra no tiene la precisión de un censo del Instituto Nacional de Estadística. Su pariente el león marino (o lobo de un pelo) no está tan extendido en Uruguay: durante años su población se vio resentida por la captura y actualmente cuenta con cerca de 10.000 individuos.

Para conocer bien a los lobos marinos no hay nada mejor que transcurrir largas temporadas con ellos, que fue exactamente lo que hizo la bióloga Valentina Franco-Trecu, quien supo pasar 11 veranos seguidos en la isla de Lobos estudiando su comportamiento. “Era como estar en medio de un documental. Estás a tres horas de tu casa, en medio de una población salvaje, viendo la naturaleza en su máximo esplendor, con los animales comportándose como si no existieras. No tenés que andar con plata, llaves o esperar un ómnibus. Me maravilló estar ahí con ellos y ver la diversidad de comportamientos que hay incluso entre distintas poblaciones de las mismas especies”, cuenta hoy bajo el sol, pero no en la Isla de Lobos sino en la Facultad de Ciencias.

Valentina Franco-Trecu

Valentina Franco-Trecu

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Danza con lobos

El lugar de trabajo de Franco-Trecu, en el Departamento de Ecología y Evolución del piso 6 de la Facultad de Ciencias, dice poco sobre su pasión por los lobos marinos. Es una oficina convencional, con una computadora, algunos frascos y unos pocos objetos personales, como las llaves o boletos de ómnibus que no son necesarios en la Isla de Lobos pero sí para llegar a la Facultad. Quizá por eso prefiere hablar al aire libre, aunque tiene clarísimo que el trabajo científico no sólo implica la observación de campo. Eso queda demostrado en un reciente artículo del que es coautora, que se basa en el trabajo de laboratorio para contarnos algunos nuevos datos de la vida secreta de los lobos marinos.

Cuando la investigadora comenzó a estudiar a estos animales, en especial a las hembras, se percató de que era tan importante saber lo que hacían sobre tierra como en el agua. Pasan allí la mitad del tiempo y es el momento en que consiguen el alimento que necesitan para ellas y para producir leche para sus crías, que las esperan en ayuno.

Saber y entender qué comen estos animales es importante por varios motivos. Primero, porque “el éxito individual y por tanto poblacional va a depender del suceso que tengan para acceder a recursos y su disponibilidad”. “La energía que un individuo tiene para su reproducción depende de lo que ingiera y eso se traduce a nivel poblacional”, agrega. Para ser claros, lo que comen los individuos puede determinar cuán bien le va a la población.

Además, no es un tema que implique sólo a los lobos marinos. Es importante para reconstruir la red trófica en el mar, para saber quién se come a quién y cómo, y en qué sitios se conectan los animales. Y si algo aprendimos a la fuerza en materia de conservación, es que quitar o modificar una pieza de esa red puede tener consecuencias importantes para todos los que la integran.

Franco-Trecu agrega que también es importante saber de qué se alimentan porque estas especies consumen recursos similares y comparten áreas geográficas con las pesquerías. Es un conocimiento que puede ser útil para tomar medidas que ayuden a su conservación. “La interacción con la pesquería es uno de los problemas más importantes de los mamíferos marinos, aunque en Uruguay es un problema más trascendente para los leones marinos, que consumen en el ambiente costero”, señala la bióloga.

Pero no sólo es útil saber de qué se alimenta esta especie en general. Como machos y hembras tienen diferencias notorias de tamaño y de comportamiento (las hembras están limitadas por el amamantamiento de sus crías), los autores del trabajo estaban interesados en evaluar cuál es la dieta de cada sexo y cómo varía según la época del año. Por ejemplo, si los machos tienen un tamaño que les permite bucear a más profundidad, una mordida de mayor amplitud y no están atados por las restricciones de los cuidados parentales, es esperable que accedan a otras presas y se diferencien de las hembras, especialmente en las épocas del año en que las crías requieren más cuidados.

Claro que para descubrirlo, Franco-Trecu y sus colegas no podían hacer un seguimiento submarino de los lobos por todos los mares del sur, anotando su dieta como si fueran sus nutricionistas personales. O ir recolectando sus excrementos en el agua para analizarlos luego. Por eso debieron revelar los secretos que esconden sus bigotes.

Lobos en su isla.

Lobos en su isla.

Foto: Valentina Franco-Trecu 2

Bigote pa’rriba

“Eso de que somos los que comemos es verdad”, explica Franco-Trecu. Los animales sintetizamos nuestros tejidos con base en lo que consumimos. Por eso, si sabemos qué pistas buscar y cómo interpretarlas, podemos acceder a un historial escondido en nuestros cuerpos.

Dos pistas fundamentales que dejan los alimentos en los cuerpos son los isótopos estables de carbono y nitrógeno, que dan información sobre el lugar que ocupa un animal determinado en la red alimenticia (el isótopo de nitrógeno, muy presente en las proteínas, se incrementa a medida que va subiendo en la red trófica, por ejemplo) y también los hábitats en los que se alimenta. En este último caso, el isótopo de carbono permite identificar el origen de la productividad primaria de la red alimenticia, como las macroalgas de las que se alimentan los peces de la región costera o el fitoplancton que consumen los peces de ambientes pelágicos (mar adentro), una diferencia de base que se ve reflejada a lo largo de toda la red alimenticia (o trófica, como prefieren llamarle los biólogos).

“Teniendo los datos isotópicos de los predadores y presas, hoy hay paquetes estadísticos que nos permiten reconstruir la composición de la dieta y la importancia de cada una de las presas en la alimentación”, cuenta la investigadora.

Pero nuestro cuerpo no sólo delata lo que comimos sino también cuándo. Dependiendo del tejido y su tasa de recambio, podemos deducir por el análisis de los isótopos estables la dieta según el período. El problema es que si uno quiere hacer un análisis muy a largo plazo (en este caso, por ejemplo, la dieta en verano, otoño, invierno y primavera en varios años) necesita un tejido que permanezca un largo tiempo y que sea de crecimiento lento y continuo. Aquí es donde entran en escena los bigotes o vibrisas de los lobos marinos, una memoria alimenticia que guarda información de un período de hasta cuatro años.

Para saber interpretar lo que nos dicen los bigotes, hay que conocer primero a qué ritmo crecen en los ejemplares que viven en la naturaleza. Para ello, Franco-Trecu inyectó glicina a diez hembras de lobo marino, de modo de dejar una “marca” que fuera “visible” en los bigotes. Luego confió en ubicarlas un año después para quitarles con gentileza un bigote y hacer las mediciones correspondientes. Lo logró con dos de ellas, quizá no la cifra que esperaba pero sí suficiente para como para sacar conclusiones de la tasa de crecimiento de sus bigotes.

Foto del artículo 'Somos lo que comemos: lo que la dieta de los lobos marinos revela sobre los machos y hembras de esta especie'

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La parte ardua del trabajo, sin embargo, recién estaba empezando. Los investigadores analizaron los bigotes de 13 machos y ocho hembras del sur de Brasil, y de 12 machos y 16 hembras de las costas uruguayas. Excepto en el caso de las hembras uruguayas, que estaban vivas, los bigotes fueron quitados a especímenes recientemente muertos.

Hay que aclarar que, al igual que los animales estudiados, los investigadores que llevaron a cabo este trabajo también se dividen en machos y hembras del Uruguay y de Brasil: provienen de instituciones distintas de ambos países. El trabajo surgió de una colaboración que Franco-Trecu (Facultad de Ciencias) y Pablo Inchausti, del Centro Universitario Regional Este (CURE), hicieron con Eduardo Secchi y Silvina Botta, del Instituto de Oceanografía de la Universidad Federal de Río Grande do Sul, que a su vez dirigían la tesis de maestría del estudiante brasileño Renan Lima. A ellos se les sumó Thayara Carrasco, del Instituto de Biociencias de la Universidad Estadual Paulista, que colaboró con Lima en algunos análisis. Como podrá apreciar el lector, a veces las familias que forman los investigadores son tan complicadas como las de los pinnípedos.

Conociendo ya la tasa de crecimiento de los bigotes en estado salvaje, los investigadores los cortaron minuciosamente en partecitas de tres milímetros para analizar el valor de los isótopos de nitrógeno y carbono de cada fragmento. Los bigotes funcionaron, entonces, a modo de máquina del tiempo: la base correspondía al momento en que se los cortó, y a medida que se avanzaba a la punta del bigote, la información retrocedía en el tiempo. En total, analizaron 909 fragmentos de bigotes de 25 machos y 24 hembras.

Con esos datos, contrastados también con el análisis de fecas y el muestreo de las presas usuales de los lobos, pudieron reconstruir la composición de la dieta según las estaciones y evaluar si hay diferencias en el año entre los machos y las hembras.

La tregua de los sexos

Los investigadores encontraron una diferencia marcada en la alimentación de ambos sexos, algo acorde con sus expectativas. Machos y hembras se solapan muy poco en sus dietas, lo que indica que reparten la disponibilidad de recursos y evitan la potencial competencia intraespecífica.

Mientras la anchoíta y el calamar se revelaron como las principales fuentes de alimentación para las hembras, fueron secundarias para los machos. El mayor recurso para estos últimos fue el pez sable (un tercio de la dieta), que a su vez fue secundario para las hembras.

Los resultados del estudio sugieren que las hembras concentran sus esfuerzos alimenticios al sur de las colonias, en aguas influenciadas por la corriente antártica en las que abunda la anchoíta. Los machos, mientras tanto, incluyeron en su dieta un porcentaje levemente mayor de peces de aguas profundas, lo que era esperable teniendo en cuenta que su mayor reserva de oxígeno les permite, teóricamente, bucear a más profundidad.

Lo que no estaba dentro de las suposiciones fue la escasa variación según las estaciones. En particular los machos demostraron ser muy consistentes en su dieta a lo largo del año, algo inesperado teniendo en cuenta que a menudo viajan 1.000 kilómetros entre distintas zonas de “pesca”. Esto puede deberse a que se alimentan en hábitats similares pese a las distancias o a que hay una gran fidelidad por algunos lugares. Las hembras sí mostraron algunas variaciones pequeñas en sus hábitos alimenticios de acuerdo a la estación.

Pero los resultados también permitieron analizar la especialización individual; es decir, tener en cuenta cómo difieren en su dieta los individuos del grupo. “Observamos que hay una especialización de la dieta, lo que es relevante desde distintos puntos de vista. En ambientes estables, puede ser un mecanismo para disminuir la potencial competencia”, señala Franco-Trecu. En un ambiente inestable, sin embargo, que algunos individuos se especialicen en unas pocas presas puede ser un mal negocio si esos recursos sufren una disminución súbita.

Además, comprobaron que la especialización individual, si bien está muy presente en ambos sexos, es mayor en los machos. “Eso también es esperable, ya que tienen más libertad para moverse. Cuando se dispersan se alimentan en muchos lugares y eso permite un abanico mucho más grande de recursos”, apunta la investigadora. Las hembras mostraron una mayor especialización individual (es decir, ejemplares consumiendo recursos distintos) en el verano. En esta época las crías son pequeñas y las madres hacen viajes más cortos, lo que probablemente las obliga a diversificar los recursos para evitar la competencia.

Por último, en un mar con recursos cada vez más explotados, el análisis de la dieta reveló que hay algunas especies que interesan tanto a los lobos marinos como a las pesquerías. Por ejemplo, la merluza y la pescadilla de calada. Otras presas “populares”, como el calamar y la anchoíta, no tienen explotación comercial en Uruguay, pero Franco-Trecu advierte que su disponibilidad en nuestras aguas también depende de lo que hagan con ellas los países cercanos. Los animales no suelen preocuparse demasiado por los mapas políticos ni se quedan voluntariamente a hacer patria en sus aguas de nacimiento.

En resumen, los investigadores e investigadoras convirtieron los bigotes de los lobos marinos en espías que nos revelan qué comen y cuándo lo hacen. Descubrimos que incluso cuando comparten la misma alimentación, machos y hembras logran dividir los recursos al usar proporciones diferentes de las presas y distintos hábitats alimenticios. Para los seres humanos, como suele ocurrir en todas las historias protagonizadas por animales, queda sólo aprender la moraleja en esta era de sobreexplotación de recursos marinos.

Artículo: “Segregation of diets by sex and individual in South American fur seals”
Publicación: Aquatic Ecology (setiembre 2021)
Autores: Renan de Lima, Valentina Franco-Trecu, Thayara Carrasco, Pablo Inchausti, Eduardo Secchi, Silvina Botta.