Desde la década de 1970, investigadores de distintas partes del globo vienen reportando y alertando acerca del calentamiento global. Con idas y venidas, con debates y contraposición de evidencia, hoy el cambio climático ‒un nombre que abarca más fenómenos que el aumento de la temperatura, pero que también resultó menos alarmante, ya que muchas personas, como bien sabemos aquí por hechos recientes, perciben el cambio como algo positivo per se‒ es un fenómeno aceptado y conocido. Claro que siempre habrá negacionistas, intereses en juego y Donalds Trumps, pero aun así nadie niega con seriedad que la actividad humana está alterando la temperatura del planeta y, de esa forma, afectando otra gran cantidad de variables: climáticas, sociales, económicas, ambientales.
Sin que los humanos hayamos resuelto el problema del calentamiento global o, al menos, nos hayamos puesto de acuerdo sobre qué hacer para evitar sus peores consecuencias, investigadores de distintas partes del globo comenzaron a reportar y alertar sobre otro problema del planeta igual de sombrío para nuestra existencia futura: especies animales y vegetales ‒y también de otros microorganismos que no tienen tanta prensa‒ se están extinguiendo a un ritmo mucho mayor que el que cabría esperar naturalmente. Así como en su momento se discutió si el calentamiento global era producto de la actividad humana o si se trataban sólo de oscilaciones climáticas que se dan naturalmente, la tasa acelerada de desaparición de especies también pasó por esas discusiones.
A diferencia de las cinco extinciones masivas de formas de vida de la Tierra, la última de ellas causada por el impacto de un meteorito que arrasó con gran parte de los dinosaurios hace unos 65 millones de años, allanando el camino para la proliferación de los mamíferos, hoy hay un consenso bastante claro de que esta extinción masiva de formas de vida es causada por los seres humanos. La pérdida y modificación de hábitat por el avance de emprendimientos productivos y la expansión de las ciudades, la suplantación de especies por pocas variedades de plantas y animales ‒trigo, soja, eucaliptus, vacas, ovejas, perros o gatos, sólo por decir algunas que vemos a diario‒, la contaminación, la proliferación de especies exóticas invasoras y el propio cambio climático son algunas de las causas de lo que varios autores denominan la sexta extinción masiva. Pongamos un ejemplo: el Informe Planeta Vivo, de la fundación WWF, estimó en 2018 que en América del Sur y Centroamérica, entre 1970 y 2014, hubo una disminución de la abundancia de vertebrados de 89%. Y señala: “Mientras que el cambio climático es una amenaza cada vez mayor, los principales motores de la disminución de la biodiversidad siguen siendo la sobreexplotación de especies, la agricultura y la conversión del suelo”. El mensaje es claro. No hay que invocar un problema global que requiere de toda la humanidad obrando en conjunto: la pérdida de biodiversidad se gestiona localmente. Y hay algo que es claro: en un mundo finito, la existencia de una especie que siente que para su bienestar debe tener un crecimiento perpetuo y sostenido de la producción y el consumo está dejando sin lugar a gran parte de los animales, plantas, hongos, bacterias y arqueas con las que llevamos compartiendo el planeta en estos pocos miles de años en que comenzamos a caminar erguidos.
La ciencia cada vez tiene mejores herramientas para mostrar las consecuencias de lo que la humanidad ‒aunque alguna humanidad más que otra‒ le está haciendo al planeta. Y desde la sociedad cada vez hay más conciencia de estas problemáticas, así como la demanda de que se haga algo al respecto. Por eso hoy casi todos los actores hablan de desarrollo sostenible, de la protección del ambiente, de producción sustentable. Demos por buenas sus intenciones. El asunto es que si lo que todos queremos es frenar la pérdida de biodiversidad, si ansiamos un desarrollo sostenible y buscamos transitar el camino de producir afectando de la menor manera posible el ambiente, hay algo que precisamos: buenos datos sobre nuestra biodiversidad. ¿Cómo, sin buenos datos, podemos decir que determinado cultivo no tiene impacto sobre la fauna y flora de la zona? ¿Cómo, sin información de calidad que abarque secuencias temporales prolongadas, podemos afirmar que determinado emprendimiento productivo no implicará afectaciones relevantes sobre un ecosistema? Para tomar decisiones basadas en evidencia, lo primero es tener buena evidencia.
Es por eso que la publicación del artículo “Múltiples formas de hotspots de biodiversidad de tetrápodos y los desafíos de la escasez de datos de acceso abierto” en la prestigiosa revista Scientific Reports, del grupo Nature, debería encender las luces de alerta. Allí, la investigadora Florencia Grattarola, que acaba de culminar su doctorado en la Escuela de Ciencias de la Vida de la Universidad de Linconln, en Inglaterra, junto a 14 investigadores de, entre otras instituciones, las facultades de Ciencias y de Medicina, el Centro Universitario Regional Este, el Museo Nacional de Historia Natural, el Polo Educativo Tecnológico Arrayanes y el Parque Tecnológico del Latu, estudiaron la información disponible y accesible ‒es decir, digitalizada y de acceso abierto‒ sobre la diversidad en Uruguay de anfibios, reptiles, aves y mamíferos, grupo de vertebrados que se denomina “tetrápodos” por su diseño evolutivo común de tener cuatro miembros.
En el artículo, los investigadores, luego de analizar los 69.000 registros de 664 especies de estos animales, que encima son los más sencillos de ver e identificar, concluyen que “el muestreo de tetrápodos se ha concentrado históricamente sólo en unas pocas áreas” del país. La contracara de esto es la que genera preocupación: en el trabajo sostienen que en gran parte de nuestro territorio hay “áreas de ignorancia” respecto de la biodiversidad presente. Cuando uno está asimilando el golpe, vuelven a la carga: “Los niveles de incompletitud por área fueron considerablemente altos, con más de la mayor parte del territorio (más del 95,5%) identificada como submuestreada”.
Haciéndole preguntas a los datos
El artículo publicado es consecuencia de la línea de investigación que Grattarola venía trabajando para la tesis de doctorado que acaba de culminar en la Universidad de Lincoln. El abordaje del acceso a la información sobre biodiversidad la llevó a concretar, junto a otros investigadores, la existencia de Biodiversidata, un consorcio de datos abiertos sobre biodiversidad [https://ladiaria.com.uy/ciencia/articulo/2019/7/el-consorcio-de-datos-de-biodiversidad-de-uruguay-biodiversidata-publico-el-primer-set-de-datos-abiertos/], con el que publicaron el primer set de datos abiertos sobre reptiles, anfibios, aves y mamíferos. “La idea de mi tesis pasaba por acumular datos de biodiversidad, ya que hay una gran falta de datos disponibles. Este es el primer paper que les hace preguntas a los datos” dice Grattarola por Zoom. “Mi idea inicial con el doctorado era trabajar sobre ciertas preguntas, como saber dónde están los mayores hotspots de biodiversidad, donde están los puntos de mayor riqueza, dónde los de mayor cantidad de especies amenazadas y dónde los de mayor cantidad de especies raras, y ver si eso coincide espacialmente, si estaban dentro de áreas protegidas y otras cuestiones”, complementa.
En el trabajo publicado, Grattarola y sus colegas reseñan algo que es evidente: los animales no sólo no se quedan quietos, sino que encima parecen vivir sus vidas sin importarles demasiado nuestra intención de acumular información sobre ellos. “La distribución espacial desigual de la biodiversidad es una característica definitoria de la naturaleza”, sostienen, lo que “plantea desafíos apremiantes para la comprensión y conservación de los ecosistemas, dado que la distribución de las amenazas también es espacialmente asimétrica”. La implementación de medidas de conservación, ya sean locales o globales, se ha venido guiando por “la identificación de ‘puntos calientes’ de biodiversidad”, que en inglés se denominan hotspots y constituyen “áreas caracterizadas por una riqueza de especies excepcional o por un número inusualmente alto de especies endémicas y en peligro de extinción”.
La cuestión sería sencilla: dime dónde están tus puntos calientes y te diré dónde deberías concentrar tus esfuerzos de conservación. Pero el mundo disfruta de contraponer lo complejo a lo sencillo: “Diferentes regiones del mundo difieren drásticamente en la disponibilidad de datos a escala fina sobre la diversidad y distribución de especies, lo que limita el potencial para evaluar sus prioridades ambientales locales”, dicen los autores del artículo, que además señalan que es un gran desafío “reunir conjuntos de datos completos que cubran altas proporciones de la diversidad de regiones” o de distintos grupos de seres vivos.
A la hora de dejar en claro qué sucede en Uruguay ‒un artículo científico puede entenderse como la intención de contarles a otros investigadores del mundo lo que se ha encontrado en determinado ámbito‒, dicen que el país “se extiende por uno de los pastizales naturales más extensos del mundo, representa un área peculiar donde convergen múltiples ecorregiones tropicales y no tropicales, creando ecosistemas altamente heterogéneos”, pero señalan que aquí “la cuantificación sistemática de la biodiversidad sigue siendo en gran parte anecdótica”. También comunican que “la red de áreas protegidas de Uruguay abarca menos del 1,5% del territorio del país, porcentaje más bajo que el de cualquier otro país de América del Sur”.
Lejos de lamentarse por este panorama, los autores se remangaron y pusieron manos a la obra: con el objeto de “investigar las limitaciones planteadas por el acceso limitado a los datos de biodiversidad” tomaron “la base de datos más completa de vertebrados tetrápodos en Uruguay (que abarca 664 especies) reunida hasta la fecha” y se propusieron “identificar los puntos calientes de riqueza de especies, endemismo y especies amenazadas por primera vez”. Reconocen que ha habido intentos anteriores para ubicar estos puntos calientes, pero indican que “la cuantificación de múltiples formas de puntos críticos de biodiversidad sigue siendo fundamentalmente desatendida debido a las graves lagunas en los datos geográficos y la falta de bases de datos integrales de acceso abierto sobre la distribución de especies”. Las consecuencias de seguir por ese camino son obvias: “A pesar de sus atributos únicos de ecosistemas y biodiversidad, la disponibilidad de herramientas científicas para la gestión basada en la evidencia y la planificación a más largo plazo de los ambientes de Uruguay va a la zaga de la mayoría de los países del continente”. Es que hacerle preguntas a un dato incompleto es como preguntarle a alguien que sólo vivió en Bogotá dónde queda la parada más cercana del 148 Lezica.
Cuando los datos dan respuestas incómodas
Al analizar el conjunto de datos disponibles sobre anfibios, reptiles, aves y mamíferos, Grattarola y sus colegas comunican varios resultados.
Sobre la distribución espacial de la biodiversidad, afirman que “la riqueza de especies para todos los grupos de tetrápodos se agregó en la costa sur y sureste del país, con el mayor número de especies detectadas en los alrededores de Montevideo (ciudad capital) y otras ciudades costeras”. ¿Quééééé? Uno pensaría que la fauna silvestre de este país preferiría vivir en ambientes lo más naturales posibles y, dada nuestra displicencia con el resto de los seres vivos que nos rodean, lo más lejos que puedan de nosotros. Pero según el análisis de los datos, que se grafica en el artículo con uno de los mapas de riqueza de especies que aquí reproducimos, parecería que la fauna de Uruguay prefiere vivir cerca de las grandes ciudades y de las costas del Río de la Plata y el océano Atlántico. Pero hay más.
“También se detectaron grandes cantidades de especies en la frontera del centro y este con Brasil y en el lado noroeste del río Uruguay”. ¿Les gustan a nuestros animales los atardeceres en el litoral y el bagayo con Brasil, o acá está pasando otra cosa? “Si uno observa el mapa, Montevideo es un hotspot de biodiversidad. La mayor riqueza de especies del país, para casi todos los grupos, estaría allí”, comenta Florencia. “Pero no es así, ya ese primer mapa te da una idea de que hay algo que está mal”, agrega.
Grattarola explica que esa distribución equivocada de la riqueza de especies se debe a varios factores, “pero principalmente se explica por la forma en la que se realizan los muestreos y conteos de especies”. Uno la escucha con atención. “Cuantos más días vas a muestrear a un lugar, los animales se van repitiendo y más difícil se hace encontrar una especie rara o nueva para la zona. Se llega a un punto en el que se puede determinar la riqueza de especies del lugar. Pero sucede que en muchas partes del país, los muestreos nunca llegan a esa acumulación de datos en la que se alcanza una meseta de especies encontradas y que te permite decir, con cierto grado de certeza, que describiste la cantidad de especies que hay en el área”. Grattarola entonces pasa a una de las conclusiones más importantes y contundentes de la investigación que realizaron: “En el trabajo decimos que en 95% del país esa curva no se alcanzó, no se llegó a muestrear tanto como para saber cuál es la verdadera riqueza de esas zonas”. Esas son las “áreas de ignorancia” de las que hablamos anteriormente.
Al analizar por cada grupo de animales, los datos estudiados siguen incomodando. En el caso de los anfibios, encontraron datos esparcidos por 61% del territorio. “Sin embargo, sólo dos celdas de la cuadrícula pueden considerarse bien muestreadas, y cubren sólo 0,3% del área de Uruguay”. En otras palabras: 99,7% del territorio de nuestro país tiene datos deficientes sobre la diversidad de ranas, sapos y cecilias.
En el caso de los reptiles, los registros de especies abarcan 77,2% del territorio, pero, pese a ello, apenas una sola celda en la que dividieron al país estaba suficientemente muestreada. Con los mamíferos el asunto es peor: si bien hay datos de su presencia en 79,5% del país, no encontraron ni una sola grilla con muestreos suficientes que permitan tener valores confiables sobre la riqueza de carpinchos, zorros, comadrejas, cruceras, tucu-tucus, yaras, tortugas, mulitas, lagartos y demás integrantes de nuestra fauna.
Uruguay está prácticamente último en toda América en relación a la cantidad de datos abiertos de biodiversidad disponibles
Para las aves, el panorama es un poco distinto, pero incompleto de todas formas. Si bien son “el grupo con mayor esfuerzo de muestreo”, apenas 20 celdas de la cuadrícula se consideraron “bien muestreadas”, lo que representa 4,5% del territorio nacional. Por todo eso, afirman que “en promedio para todos los tetrápodos, 67,5% del área ha sido completamente desatendida” en cuanto a la obtención de datos de biodiversidad. Esas áreas desatendidas “se concentraron principalmente en las tierras bajas del centro del país”.
Ante este panorama, Grattarola hace una aclaración que es importante. “El paper parece que dice como que no sabemos nada, pero no es así. Hay décadas y décadas de investigación sobre nuestra fauna. Lo que sí decimos es que la información que disponemos no es suficiente para decir dónde están nuestros puntos de mayor biodiversidad. Y esos puntos son los que generalmente se utilizan para priorizar cuáles son las áreas para conservación”.
Problemas varios
“Nuestro estudio proporciona un caso empírico detallado que revela las graves consecuencias que puede tener la falta de bases de datos de biodiversidad de acceso abierto para la implementación de acciones efectivas de conservación dirigidas a la gestión de la biodiversidad de un país”, señala el artículo. Grattarola comenta: “Lo que tratamos de señalar desde Biodiversidata y con este paper en particular es que hay que encender una alarma. Estos son los datos que tenemos hoy y esta es la información con la que se toma decisiones. Tenemos que mejorar esa información, porque estamos tomando medidas con una información que es incompleta y que no está mostrando el panorama tal cual es”.
La investigadora señala además que esta información “es importante para la tomas de decisión, no sólo para la conservación, sino para muchas otras cuestiones”. Luego pone un ejemplo: “Durazno y la zona del centro del país tienen muy pocos datos, están en blanco. Si a Durazno le interesa tomar medidas de conservación o elegir sitios para desarrollar el ecoturismo, hoy no tiene información para marcar esas zonas. Lo mismo pasa con las escuelas. ¿Qué especies hay en el departamento de cada escuela? ¿Habrá alguna que es característica de la zona?”. Si la información está, puede tener múltiples usos.
Grattarola reconoce que “la mala distribución de la información es un problema que se da en casi todos los países. En todas partes hay lugares que están más muestreados que otros. Eso tiene que ver con diversos factores, que van desde el acceso, porque hay sitios a los que es más fácil llegar, a veces tiene que ver con las especies, porque hay muchas que son muy difíciles de ver y por tanto son menos muestreadas, etcétera. Hay distintos niveles para esta mala distribución de la información y uno tiene que evaluar esos sesgos”. Pero también señala que tenemos problemas propios: “Uruguay está prácticamente último en toda América en relación a la cantidad de datos abiertos de biodiversidad. Y la gran parte de los datos que hay para Uruguay son casi todos de aves. Tenemos muy poca diversidad de información disponible”.
Uno podría pensar que el problema es el dinero que se destina a este tipo de trabajos, y que los países más prósperos tienen mejor información sobre su biodiversidad. Pero no es tan sencillo. “Creo que aquí se ve lo que invierte Uruguay en este tipo de temas, porque todos los países de la región tienen problemas de inversión en ciencia, pero acá estamos muy abajo en cuanto a la información de nuestra biodiversidad” comenta Grattarola.
“En América, México, Colombia y Brasil deben ser los mejores ejemplos. Pero Uruguay, teniendo muchas oportunidades, está muy rezagado. Por ejemplo, los países africanos hoy están muy por delante de Uruguay, pero venían muy atrasados porque tienen problemas con la conectividad, para subir los datos y cargar información. Esos son problemas que en Uruguay no tenemos, no hay ninguna institución, ningún investigador, colección o museo en Uruguay que tenga problemas de acceso a internet”, amplía. “Lo que sí sucede en Uruguay es que no hay una política transversal de compartir información de datos abiertos de investigación. Por un lado no se destinan recursos ni hay incentivos para que eso suceda, y por otro lado tampoco hay, desde los propios investigadores, una actitud frente a eso”.
De hecho, en el trabajo se señala que “los conjuntos de datos estandarizados de acceso abierto sobre taxonomía, distribución, abundancia y patrones evolutivos de especies siguen sin estar disponibles en gran medida en Uruguay” y dan cuenta de que “las principales colecciones científicas (por ejemplo, la de la Universidad de la República y la del Museo Nacional de Historia Natural) son digitalmente inaccesibles y, por lo tanto, están en riesgo latente de perderse”. Por eso sostienen que “se deben realizar esfuerzos clave para apoyar a las instituciones de investigación, investigadores, tomadores de decisiones y otras partes interesadas, a digitalizar y almacenar datos de biodiversidad, y garantizar su disponibilidad para la planificación y gestión ambiental basada en evidencia”.
Uno se pregunta si, aun en caso de que estuviera disponible parte de la información que sí existe sobre biodiversidad pero que no se comparte, no está digitalizada ni es de acceso abierto, 95% del territorio seguiría con muestreos deficientes. La investigadora se muestra escéptica: “En aves, por ejemplo, hay una gran cantidad de registros y, sin embargo, no son suficientes. No sólo falta sistematizar los datos y que todas las colecciones y los registros de los investigadores formen parte de esa gran base de datos abierta, sino que también falta esfuerzo de muestreo en el territorio”.
Por eso es que en el artículo señalan que la investigación muestra “cómo el muestreo no sistemático (es decir, sin un enfoque estratégico estructurado para la cobertura simétrica de áreas) y el muestreo concentrado geográficamente en sólo unas pocas áreas (a expensas de la mayor parte de la superficie del país) han impedido la oportunidad de identificar áreas de potencial prioridad de conservación y manejo”.
Prioridades para trabajar
Está claro: hay que digitalizar y compartir más información. Pero también hay que tener datos de las zonas donde hay poca información. En ese sentido, el artículo no sólo es una foto del estado actual de los datos de biodiversidad, sino que también puede verse como una hoja de ruta que indica qué partes del país tienen datos insuficientes y, por lo tanto, deberían ser atendidas. “Gran parte del territorio uruguayo fue considerada en las categorías de prioridad de muestreo alta y muy alta” para el futuro, por lo que dicen que esperan que “la nueva evidencia presentada en nuestro estudio proporcionará una herramienta científica crítica para asignar de manera efectiva los recursos para la exploración y el monitoreo de la biodiversidad de Uruguay y, en última instancia, mejorar la eficiencia en el proceso de toma de decisiones basadas en la evidencia para la conservación”.
“Mi visión es que se piensa que ya está todo estudiado, como que ya sabemos todo, que determinada área es prioritaria para la conservación y tal otra no lo es”, reflexiona Grattarola. “Pero hay un montón de áreas que son como fantasmas de diversidad, porque en determinado momento se registraron algunas especies, pero seguramente si ahora vas ya no estén allí”, señala. “Por ejemplo, donde hoy está el área protegida de Esteros de Farrapos se había reportado la presencia del aguará guazú y otras especies emblemáticas. Pero desde la década de 1990 que no se registran aguarás en Farrapos. Entonces, en muchos lugares hay como una visión histórica; quizá hoy, como las bases de datos con las que se establecieron esas áreas prioritarias a conservar tienen 20 o 30 años, esa biodiversidad no sigue estando allí”.
La información es poder. Y en la era del big data, qué tan grandes, buenos y accesibles sea esos datos es relevante. “Hoy hay una gran incapacidad de monitorear y evaluar, con la información que hay, si las acciones de conservación que se están llevando a cabo son correctas. Con la información disponible ni siquiera estamos pudiendo decir cuáles son las áreas más ricas en biodiversidad del país. No hay un sistema de monitoreo, por lo que es difícil cuantificar. Eso limita enormemente la capacidad de tomar decisiones y de evaluar las acciones que se llevan a cabo”, dispara.
Con la información disponible no podemos decir cuáles son las áreas más ricas en biodiversidad del país
El trabajo evidencia que con la información actual es difícil cuantificar con seriedad nuestra biodiversidad. “Todas las metas a nivel global sobre sustentabilidad empiezan por poder medir eso”, indica Grattarola. El artículo que acaba de publicar con sus colegas es un gran aporte: una especie de “sólo sé que sé muy poco” que, además, indica por dónde empezar a trabajar. Pero Grattarola no se queda sólo con la etapa diagnóstica (y de trabajar para digitalizar y compartir la información que existe y aún no se disponibiliza). “Gané un fondo National Geographic que era sobre el uso de ciencia ciudadana para el descubrimiento de especies. En mi caso, el proyecto estaba más apuntado a la falta de datos sobre las especies. Parte de este fondo lo vamos a usar para crear el nodo de iNaturalist para Uruguay, y otra para hacer salidas al campo a muestrear estos puntos que detectamos que tienen falta de datos y en donde hay asociaciones o grupos de vecinos que se puedan sumar a generar registros” adelanta. Como ven, hay mucho por hacer, y no es complicado definir por dónde empezar: tenemos 95% del país esperando por información sobre nuestra fauna y flora.
Artículo: “Multiple forms of hotspots of tetrapod biodiversity and the challenges of open-access data scarcity”
Publicación: Scientifc Reports (diciembre 2020)
Autores: Florencia Grattarola, Juan Martínez-Lanfranco, Germán Botto, Daniel Naya, Raúl Maneyro, Patricia Mai, Daniel Hernández, Gabriel Laufer, Lucía Ziegler, Enrique González, Inés da Rosa, Noelia Gobel, Andrés González, Javier González, Ana Laura Rodales, Daniel Pincheira-Donoso
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