Los protagonistas de esta historia son pacientes, obstinados, están acostumbrados a vivir bajo amenaza y aguardan a que se ponga el sol para salir de captura entre las plantaciones de soja. No hablamos en este caso de las arañas lobo, que casualmente comparten estas características y ya tendrán su momento estelar en el relato, sino de los biólogos que se han empecinado en investigar el rol benéfico de algunas especies de arañas en los cultivos uruguayos (y lo que ellas nos pueden enseñar sobre nuestra propia salud y la del medioambiente).

Meses atrás, un observador atento habría podido captar varios haces de luz en los cultivos de soja de San José, moviéndose a ras del suelo. No se trataba de ladrones ni de la “luz mala”. Eran investigadores armados con una linterna estilo minero y unos vasitos, usando la luz para captar los reflejos brillantes de los ojos de dos pequeñas especies de arañas y los vasitos para capturarlas.

En más de una noche larga, estos biólogos nocturnos recolectaron cientos de arañas de las especies Lycosa poliostoma y Hogna cf. bivitatta, una actividad que, por incómoda que pudiera resultarles a los arácnidos, fue hecha pensando en su beneficio futuro.

Estas dos especies también habían decidido salir de noche a los cultivos, pero no para observar el interesante espectáculo de un grupo de Homo sapiens arrastrándose durante horas por el suelo, sino para alimentarse. Para ellas, era hora de cazar. Tanto Lycosa como Hogna integran la familia de las arañas lobo, lo que significa que no son como sus parientes que tejen una tela y esperan pacientes a sus víctimas. Salen a capturarlas y son excelentes en eso, pese a su tamaño: dos centímetros aproximadamente la Lycosa, poco más de un centímetro la Hogna. Si hubiera que distinguirlas por algún comportamiento, para evitar escribir sus larguísimos nombres en latín, podríamos contar que la primera es una gran excavadora (hace galerías bajo el suelo para refugiarse durante el día) y la segunda es una gran corredora (es veloz y algunas suelen subirse de noche a las plantas, en cuyas hojas aguardan el momento de atacar).

El objetivo de los investigadores no era analizar sus capacidades atléticas, sino descubrir qué es lo que ocurre cuando estas arañas son alcanzadas por los insecticidas que están destinados a las plagas de los cultivos. Y en este punto es que la historia comienza a ponerse realmente interesante.

Fuego amigo

Los productores rurales y las arañas tienen enemigos en común y, si seguimos la máxima de “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, deberían tener una relación armoniosa. Esto, lamentablemente, no ocurre con frecuencia. Las arañas lobo se alimentan de lepidópteros y otros insectos fitófagos (que consumen plantas) muy perjudiciales para los cultivos de soja, convirtiéndose en “agentes de control biológico” para reducir la densidad de insectos perjudiciales. Son unos centinelas baratos y eficientes para los productores: trabajan sólo por la comida, mantienen bajo control a las plagas y no hacen ningún daño a las cosechas. Sin embargo, ¿qué ocurre con estas especies de fauna nativa cuando se aplican insecticidas pensados para acabar con los “malos de la película”, no con ellas?

Esa es la pregunta que se hizo la bióloga Mariángeles Lacava, y que disparó un trabajo que realizó junto con sus colegas Luis Fernando García-Hernández, Enrique Castiglioni, Marco Benamú, Marcela Inés Schneider y Carmen Viera. Por eso se arrastraban por los campos de San José en busca de candidatas para un experimento.

Con el gran incremento del cultivo de soja en Uruguay en los últimos años, se produjo el consiguiente aumento en la importación de fertilizantes, pesticidas e insecticidas. En este caso, Lacava y sus colegas estaban interesados en estos últimos, en especial en dos de ellos, por su uso extendido en las plantaciones y por ser de características muy distintas.

El primero es Intrepid, un insecticida selectivo que es considerado “amigable” con el medioambiente, dentro de una nueva generación de productos que se promocionan como parte de una “línea verde”. Su principio activo es la metoxifenocida, que genera la muda temprana de las ninfas de los lepidópteros al imitar a la hormona que la provoca.

El segundo es Geonex, un insecticida de amplio espectro que es mucho más agresivo. Está hecho a base de dos moléculas (tiametoxan y lambdacialotrina) que actúan directamente sobre el sistema nervioso e inducen una sinapsis descontrolada que produce la muerte. Ambos productos pueden usarse en etapas distintas del cultivo y para atacar plagas diferentes.

“Queríamos contrastar el efecto que ambos tienen en los enemigos naturales de las plagas (en este caso, las arañas), ya que por lo general no se hacen estudios sobre cómo las afecta”, explica Lacava sobre la elección.

Las arañas recolectadas, que fueron mantenidas en condiciones de laboratorio hasta llegar a la adultez, fueron divididas en varios grupos y sometidas a distintas concentraciones de los dos insecticidas, siempre con su correspondiente “grupo de control” (las afortunadas que no fueron expuestas a insecticidas sino a sustancias inocuas, para contrastar los resultados).

La idea, explica Lacava, era ver a partir de qué concentración cada insecticida comenzaba a producir tanto efectos letales como subletales. Los primeros, evidentemente, son de impacto directo. Los segundos, si bien no causan mortalidad inmediata, son también importantes porque pueden hacer que el individuo se deteriore o muera a mediano o largo plazo (por ejemplo, si se afecta su capacidad para cazar o su apetito).

Lo primero que descubrieron fue bastante revelador, según cuenta García-Hernández. Tuvieron que diluir las dosis y usar una cantidad menor (al menos en el insecticida de amplio espectro) que la aplicada por los productores en el campo, porque de otro modo no quedaban arañas en condiciones para hacer el trabajo.

Política de tierra arrasada

Los resultados de sus experimentos demostraron que el insecticida de amplio espectro causaba mortalidad en las arañas incluso cuando eran sometidas a una baja concentración, pese a que las arañas no son su objetivo (por algo se le dice insecticida y no “aracnicida”). Sin embargo, esta mortalidad no ocurría con las mismas concentraciones del insecticida selectivo (Intrepid), que era mucho más benigno.

Con 20% de concentración del insecticida de amplio espectro (Geonex), por ejemplo, el efecto fue devastador: no sobrevivió prácticamente ningún ejemplar de los grupos de estudio de ambas especies, mientras que la misma concentración en el selectivo produjo una bajísima mortandad. Y el problema no era sólo la letalidad. Las arañas sobrevivientes a las dosis bajas de Geonex mostraron también mucha menos predisposición a aceptar presas, lo que, como vimos, compromete su supervivencia a largo plazo.

Para terminar de pintar un panorama complicado, el estudio halló además que en ambas especies los machos se veían más afectados por este insecticida que las hembras, algo que podría deberse a su tamaño menor. El dato es significativo, porque si las hembras sobreviven en buen número pero no encuentran pareja para reproducirse, el mantenimiento de las poblaciones puede verse comprometido. Las hembras más resistentes, para sorpresa de los investigadores, fueron las de la especie más pequeña (la “corredora” Hogna), que tuvieron una mejor tasa de supervivencia ante la aplicación de una concentración de 10%. La explicación podría estar en sus genes, como sucede en otras arañas lobo, pero asegurarlo requiere una investigación más profunda.

En resumen, los resultados del estudio demostraron que el insecticida de amplio espectro, usado comúnmente en nuestros cultivos, afecta la supervivencia y alimentación de dos especies nativas que son justamente beneficiosas para esos cultivos, mientras que el producto selectivo es relativamente inocuo (aunque, spoiler alert, nuevos estudios todavía en desarrollo revelan que tampoco es tan inocente). Dicho de otro modo, en la guerra contra las plagas algunos productores están derribando al aliado que podría darles una mano. O una pata, en todo caso.

En el trabajo, los investigadores concluyen que el uso de Geonex debe ser limitado y aplicado solamente en casos específicos. O, como dice Lacava, “si hay que elegir entre qué aplicar, aplicá metoxifenocida”, un producto que potencia y parece ser compatible con el trabajo que hacen los enemigos naturales de las plagas. Sinergia, dirían los emprendedores.

Tejer redes entre especies

Antes de aplicar el insecticida de amplio espectro, entonces, hay que tomar conciencia de que afecta a especies benéficas que mantienen en gran medida el control de las plagas, lo que es equivalente a darse un tiro del producto en el propio pie.

¿Por qué, si sabemos de estos beneficios, usamos productos que las perjudican? En Uruguay, aunque no esté muy extendido, el control biológico no es desconocido, como demuestra el uso de hongos y microorganismos o la incipiente exploración de la utilización de avispas. Cada vez más productores se abren a esta tendencia, pero no es la norma.

Lycosa poliostoma hembra.
Foto: Luis Fernando García-Hernández

Lycosa poliostoma hembra. Foto: Luis Fernando García-Hernández

La percepción que tiene el biólogo Luis García-Hernández es que todavía reina cierto escepticismo y persisten algunos mitos, como que el control biológico implica un costo mayor. “Muchas veces no se ve el efecto inmediato que provoca, a diferencia de la aplicación de un insecticida con el que rápidamente aparecen los bichos muertos. Esto otro es gradual”, aclara. Algunos productores han llegado a preguntarle “¿por qué debería importarme qué come una araña?”. Trabajos como este, que continúan investigaciones previas que midieron los efectos del glifosato y otros productos, así como el rol de las arañas como agentes de control biológico en cultivos, apuntan a contestar esa pregunta. Para hacerlo, es fundamental el trabajo interdisciplinario y el rol de la Universidad de la República en el interior del país; no en vano los autores de esta investigación integran distintas instituciones, como el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), el Centro Universitario Regional del Este (CURE), el Centro Universitario Regional Noreste (Cenur) y la Facultad de Ciencias.

Lacava agrega que en algunos casos se aplica el producto más dañino simplemente por un tema de costos o de practicidad. Abunda el “echar por las dudas”, pero no todo es responsabilidad de quien quiere resolver rápido el asunto. Falta también investigación sobre nuestra fauna nativa que permita asesorar mejor sobre qué insecticida conviene usar, cuándo y de qué forma. Muchas veces, aclara la investigadora, se aplica un combo de productos sin saber qué consecuencias tendrá o creyendo que serán otras. Y lo que genera es una gran mortalidad de enemigos naturales y un descontrol de las redes tróficas que termina convirtiéndose en un círculo vicioso: el dueño de los cultivos se ve obligado a usar cada vez más estos mecanismos cuando, “de hecho, hay publicaciones que demuestran que esto a la larga es más costoso”, dice Lacava.

Quizá incide la mirada del cultivo como una creación artificial del hombre y no como un ecosistema. Se desconoce qué poblaciones habitan allí (aunque muchos de los insecticidas recomiendan que haya un relevamiento de plagas antes de usarlos) y en ocasiones no hay criterios claros de aplicación o se hace indiscriminadamente, cuenta García-Hernández.

Grandes poderes, grandes responsabilidades

Ya vimos que hay al menos un par de motivos para prestar atención a lo que sucede con arañas minúsculas como estas. Uno es la responsabilidad ante la afectación –muchas veces sin necesidad– de especies nativas. Otro es la pura conveniencia económica de preservar animales que pueden resultarnos útiles. Pero hay un tercero especialmente relevante, que es evitar la aplicación innecesaria de productos que pueden terminar afectando el medioambiente y nuestra salud. Invirtiendo el adagio de Las Vegas, lo que pasa en la soja no se queda en la soja.

Derramar este tipo de productos sobre los ecosistemas termina repercutiendo a la larga en nosotros, una cadena en la que las arañas quizá sean sólo un primer llamado de atención. Lacava recuerda el ejemplo del endosulfán, un insecticida que se prohibió en Uruguay pero cuya molécula es tan estable que siguió generando problemas durante muchos años, afectando a las verduras e incluso a los peces que luego terminaban en nuestras mesas. Sobran otros ejemplos de efectos indeseables similares, como el escurrimiento de fertilizantes y su papel en la formación de cianobacterias.

El tema quizá empiece por un perjuicio personal (como la pérdida de la fauna benéfica del suelo), pero puede terminar descalabrando la red trófica, el agua, la fauna que habita en ella y acumular una serie de efectos colaterales que ayuden a generar un desequilibrio ecológico, advierte García-Hernández.

Los investigadores no son tan inocentes como para creer que sólo con una cuadrilla de arañas ecológicas, sin ayuda de la industria, se puede mantener a raya a todas las amenazas de las cosechas. Por algo existe el concepto de manejo integrado de plagas, que combina los enemigos naturales con un uso racional de los insecticidas, pero es necesario investigar más para saber qué se debe combinar, cómo y qué consecuencias puede tener a corto y a largo plazo. Al menos es bueno saber si uno está ahogando a quien lo ayuda a cruzar el río.

Artículo: “Effect of selective and non-selective insecticides on survival and feeding behavior of the spiders Hogna cf. bivittata and Lycosa poliostoma (Araneae: Lycosidae)”.
Publicación: Journal of Arachnology (2021).
Autores: Mariángeles Lacava, Luis Fernando García-Hernández, Enrique Castiglioni, Marco Benamú, Marcela Inés Schneider, Carmen Viera.