Pocas cosas escapaban al ojo atento de Charles Darwin. En 1833, cuando viajaba por el río Paraná, sintió curiosidad por un “pequeño loro verde de pecho gris” que prefería hacer sus nidos en árboles altos. “Los nidos se colocan tan juntos que forman una gran masa de palitos. Estos loros viven en grandes bandadas y producen grandes estragos en los cultivos de maíz. Me dijeron que cerca de Colonia mataron 2.500 en el curso de un solo año”, observaba.

En las notas zoológicas de sus diarios, donde agregaba datos de algunas de las especies vistas, volvería a referirse a ellos, esta vez asociándolos directamente a Uruguay. “Se alimentan en grandes bandadas en los pastizales de la Banda Oriental, donde no se ve un solo árbol”, comentaba extrañado, para recordar luego que debido al daño que causaban en el país se ofrecía una recompensa cada vez que se entregaba una docena de cabezas.

Darwin se refería a nuestra cotorra (Myiopsitta monachus), omnipresente en estos días y que ya prosperaba entonces gracias a la presencia humana. No siempre había sido así. Este psitácido habitaba originalmente montes naturales, donde se alimentaba de semillas y frutos silvestres, pero ya en tiempos de Darwin las plantaciones agrícolas le aseguraban alimento abundante durante todo el año. Otra modificación de ambiente realizada por el humano le daría luego una ayuda adicional, brindándole el combo perfecto para su explosión demográfica.

“El aumento de su población está asociado con los montes de abrigo de los eucaliptus, que le permitieron acceder a un sitio de nidificación muy seguro, muy alto. Si vas a la zona de algarrobales hoy podés ver los nidos naturales de cotorra, hechos a dos, tres o cinco metros de altura, donde quedan al alcance de muchos depredadores”, cuenta el biólogo Adrián Azpiroz.

Con comida abundante y un refugio a salvo, la cotorra monje o de pecho gris se volvió una presencia abundante y también indeseable en su tierra natal. Debido a los daños que ocasionaba en las plantaciones de maíz, trigo, girasol y frutales, el 8 de mayo de 1947 el gobierno nacional la declaró plaga de la agricultura, dando pie a toda una gama de tácticas de control y erradicación.

Ahí viene la plaga

“Lo de plaga es entre comillas, es nuestra percepción de la historia. Si a cualquier especie le ponés una disponibilidad de alimentos altísima, evidentemente va a tomar ventaja de eso”, aclara Azpiroz, que cita el ejemplo de las palomas, que no tuvieron la ayuda de los eucaliptus pero sí de los ámbitos urbanos. O el del garibaldino, que hasta los 70 era una especie rara pero que prosperó en forma impresionante gracias a las plantaciones de arroz.

Es claro que la cotorra afecta a los cultivos, aunque especialistas como el biólogo argentino Enrique Bucher han señalado que hay una “tendencia mundial” a exagerar los daños que produce y que, en el caso de los frutales, el perjuicio es limitado y de poco impacto comercial. Aun así, un trabajo realizado en 2014 en Paraná, Argentina, marcaba un daño de cerca de 4% en cosechas de girasol y de 1% en las de maíz. A ello se agrega que los nidos de la cotorra causan a veces desperfectos en las redes de media y alta tensión, otro motivo para su control. En resumen, fue el ser humano quien le aportó los elementos principales para su éxito y es el ser humano el que justamente intenta, ahora, combatirlo.

Los intentos por controlar las poblaciones de cotorras también vinieron con sus propios problemas, a tal punto que a veces el remedio fue peor que la enfermedad. Los métodos que se han usado varían e incluyen la quema de nidos, la caza, el uso de cebos tóxicos y el “método de la grasa”, que consiste en untar una mezcla de grasa y tóxicos en la boca de los nidos. Estas técnicas no son inofensivas. No lo son para las cotorras, obviamente, pero tampoco para el medioambiente. En Uruguay, por ejemplo, se usaron sustancias tóxicas como el Endrex y el Carbofurán, que luego fueron prohibidas justamente por los riesgos que implicaban para la salud humana.

Hubo también una forma de control alternativa que, aunque no tan importante en números, no impactaba en el ambiente ni implicaba la muerte de ejemplares: capturarlas y exportarlas. Pero lo que podía verse como una solución parcial aquí, sin embargo, se convirtió en un problema serio en otros lados.

No es profeta en ningún lado

Para Azpiroz, la mala fama de la cotorra es muy relativa. Seguro que la tiene entre los agricultores (y los que intentan dormir una siesta con algún nido cerca); sin embargo, está entre los loros más comercializados del mundo. “Para los que les gusta tener mascotas es súper popular”, señala.

Hay varios motivos para ello. Es una especie común, se vende a precios accesibles, y tiene cierta capacidad para aprender palabras. Es también carismática, inteligente, colorida y extremadamente social, como suele ocurrir con los psitácidos. Además, es especial. “Es el único loro en el mundo que no nidifica ni en cuevas ni en huecos de árboles, sino que hace su propio nido; evidentemente eso le ha dado una gran plasticidad evolutiva permitiendo su expansión en la región pampeana”, dice Azpiroz.

Cotorra (Myiopsitta monachus)

Cotorra (Myiopsitta monachus)

Foto: Leo Lagos

En otras familias de aves, como los furnáridos (entre cuyos integrantes ilustres están el hornero y el espinero) se ha visto que esta capacidad de generar sus propios “microambientes de nidificación” (o sea, sus nidos) les permitió colonizar ambientes abiertos donde otros grupos, más dependientes de los árboles para la reproducción, no pudieron prosperar. La cotorra, que comparte este know-how inmobiliario, también tomó partido de la habilidad y la llevó a niveles altísimos, literal y figuradamente.

Algunos de los atributos mencionados convirtieron a nuestra cotorra en un animal muy deseable en otros países. Aprovechando este interés, Uruguay, al igual que otras naciones de la región en las que esta especie es nativa (Argentina, Paraguay, Brasil y Bolivia), comenzó a exportarla en grandes números hace más de 70 años, aunque con mayor intensidad a partir de la década de los 80.

Estados Unidos, México, varias naciones de Europa e incluso Japón se convirtieron en destinos frecuentes de las aves capturadas en la región. Lo que ocurrió con ellas no sorprenderá a nadie que se interese en las especies exóticas y los daños que ocasionan a la biodiversidad: algunos ejemplares escaparon o fueron liberados ex profeso en casi todos los países a los que llegaron. En Estados Unidos, como si protagonizaran una película de fuga, a fines de los 70 algunas cotorras llegaron a escapar directamente en el aeropuerto JFK luego de que se rompieran las cajas en las que las transportaban.

La cotorra, con toda su habilidad para la supervivencia, prosperó en estos ambientes que le eran ajenos, causando daños a los cultivos y también a especies nativas de esos nuevos entornos. Nada que no hayamos visto en nuestro propio territorio con especies originarias de otros países.

Papita pal loro

Ya a finales de los años 60 Estados Unidos se había percatado de que tenía poblaciones silvestres de nuestra cotorra que se estaban convirtiendo en un problema, particularmente en los estados de Florida y Texas. En Europa, especialmente en España, la historia fue similar.

Uruguay hizo su aporte significativo a la expansión mundial de la especie. Probablemente más de lo que se pensaba, a juzgar por un trabajo publicado en 2015 en Molecular Ecology, que combinó el análisis genético de las poblaciones de cotorras con la información de las exportaciones. “Los datos de transporte parecen corroborar nuestra evaluación genética de que hay una sola fuente principal para la mayoría de las poblaciones invasoras y está ubicada probablemente en Uruguay”, señalaban los autores del trabajo.

Agregaban además que nuestro país había sido el principal exportador mundial de las Myiopsitta a partir de los años 80, desplazando a Paraguay de ese dudoso honor.

La pasada década, sin embargo, las grandes exportaciones uruguayas de cotorras habían llegado a su fin. Marcel Calvar, autoridad administrativa CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres) de Uruguay y asesor técnico del Ministerio de Ambiente, cuenta que Uruguay exportaba hasta 60.000 ejemplares anuales hasta 2014. A partir de entonces y hasta 2018, las exportaciones bajaron a unos 5.000 individuos al año y en la actualidad ya no se exporta ninguna. Hubo motivos de peso para ello.

A partir de los años 90 Estados Unidos dejó de importarlas debido a su condición de especie invasora. En 2005, con los brotes mundiales de gripe aviar, fue la Unión Europea la que prohibió la importación, dice Calvar. Entre 2005 y 2014 México fue el principal comprador para Uruguay, pero a partir de ese año, poniendo como excusa la gripe aviar (pese a que los exámenes a los ejemplares dieron negativo en Uruguay) también cerró las puertas al comercio de la cotorra.

Para entonces, sin embargo, la cotorra uruguaya había colonizado varios territorios y sus poblaciones, como las de tantos otros uruguayos que dejaron el país en el cambio de siglo, prosperaban principalmente en Estados Unidos y Europa. En estos lugares desarrollaron, sin embargo, algunas características propias, como demostró un reciente trabajo.

Con otro acento

Pese a la abundancia de la especie en nuestro país y su vasta extensión geográfica hoy en día, hay algunos aspectos de su comportamiento poco conocidos. Por ejemplo, sus vocalizaciones, que en la familia de los loros suelen estar asociadas a la imitación.

Un reciente trabajo realizado por investigadores de la Universidad Estatal de Nuevo México, Estados Unidos, analizó los registros vocales tanto de ejemplares que habitan Uruguay como los de los “invasores” que se instalaron al sur de Estados Unidos y aportó algunos datos interesantes sobre la forma en que la especie usa el aprendizaje vocal.

Para muchos animales, los registros vocales funcionan como una forma de reconocerse en grupos sociales amplios. De este modo, emiten señales acústicas distintivas que funcionan a modo de “firma individual”, como una cédula de identidad sonora.

Bajo la premisa de que mientras más individuos haya en una población, más distintivo debería ser ese sonido para evitar confusiones en las identidades, los investigadores se propusieron analizar el sonido que emiten estas cotorras tanto en Uruguay como en Estados Unidos. El motivo era muy simple. Al tratarse de una especie invasora, con poblaciones de muy distinto tamaño en su territorio nativo y en el lugar donde fueron introducidas, las cotorras se convertían en excelentes sujetos de estudio para probar la teoría.

Los autores predijeron que ante densidades más bajas en los lugares de invasión, los patrones de frecuencia de modulación de las vocalizaciones de las cotorras invasoras serían más simples que los de sus contrapartes nativas.

Para corroborarlo, grabaron los sonidos de las cotorras en varios sitios de nidificación en Uruguay en 2017 e hicieron lo mismo en cinco estados de Estados Unidos, además de calcular la densidad poblacional de la especie en ambos lugares para corroborar que efectivamente era mayor en Uruguay.

Nidos de cotorra en árbol nativo de Soriano.

Nidos de cotorra en árbol nativo de Soriano.

Foto: Adrián Azpiroz

Luego de identificar individuos tanto en Uruguay como en Estados Unidos, obtuvieron varios registros vocales de cada ejemplar y realizaron un análisis informático de la estructura acústica y los rangos de frecuencia de estas vocalizaciones.

Cuidado con ese vocabulario

Tal cual lo habían previsto, los ejemplares nativos e invasores exhibieron diferencias. Las cotorras estadounidenses, para ser más claros, tenían registros menos individuales, más “impersonales” y más simples que las cotorras uruguayas.

“Nuestros resultados sugieren que las cotorras monje usan el aprendizaje vocal para reconocerse socialmente, y que este uso es susceptible a los cambios sociales asociados con la invasión”, afirman los autores. “Que los patrones de frecuencia de modulación sean más simples puede deberse a que las densidades sociales son más bajas y por lo tanto hay una menor selección en la distinción individual”, agregan. Dicho de otro modo, no tienen necesidad de elaborar vocalizaciones tan complejas como en su ambiente nativo. Las cotorras analizadas en Estados Unidos, como tantos descendientes de compatriotas que emigraron, cambiaron la forma de hablar.

Que estos cambios hayan sido similares en las poblaciones de los cinco estados norteamericanos analizados hace creer a los investigadores que las modificaciones en la forma de comunicarse no se deben ni a factores genéticos ni a la ausencia de un aprendizaje adecuado por falta de “adultos tutores”, sino estrictamente a la influencia de su contexto social.

“Desde el punto de vista evolutivo lo que encontraron tiene sentido. Si para vos reconocer a un miembro de tu grupo tiene un costo, evidentemente es lógico que en grupos más chicos, donde no hay que identificar a tantos compañeros, el sistema sea más simple”, dice Azpiroz. O sea, volviendo a Darwin, tener que discriminar entre más individuos mientras se procesa simultáneamente una “firma individual” más compleja, para diferenciarse en un trasfondo ruidoso, implica costos que el animal en lo posible intentará evitar. No es la ley del mínimo esfuerzo, sino la de gastar los recursos de la forma más eficiente para generar descendencia.

“Estos hallazgos son contrarios a la creencia tradicional de que el aprendizaje vocal es usado para imitación y sugiere que puede ser empleado para producir firmas vocales individuales que son susceptibles al tamaño de población local”, concluyen los autores.

Para Adrián Azpiroz, uno de los aspectos más interesantes del trabajo es que muestra la incidencia de cambios culturales, dado que, por lo general, los análisis que contrastan poblaciones pequeñas y grandes “suelen enfocarse en aspectos genéticos, que obviamente tienen una serie de implicaciones importantes en manejo y conservación”.

“Este estudio resalta la importancia de considerar diferencias culturales en el manejo de poblaciones, por ejemplo, en iniciativas que involucran la reintroducción. El hecho de liberar individuos en poblaciones receptoras con características culturales diferentes podría reducir las probabilidades de establecimiento de esos ejemplares”, señala. Está claro que la cotorra no necesita la ayuda de ninguna reintroducción, pero esta realidad es distinta en otras especies que comparten algunas de sus características.

Como vimos, la cotorra ya era una presencia persistente en el Río de la Plata en los tiempos de Darwin, a tal punto que en los últimos siglos incorporamos esta palabra en nuestro vocabulario con otros significados. Por ejemplo, asociamos sus vocalizaciones a la cháchara sin sentido. Trabajos como este demuestran que, además de contar nuestra versión de la historia, quizá no estábamos prestando suficiente atención.

Artículo: “Individual vocal signatures show reduced complexity following invasion”
Publicación: Animal Behaviour (2021)
Autores: Grace Smith-Vidaurre, Valeria Pérez-Marrufo, Timothy Wright

De la cotorra al cardenal

La cotorra está en el extremo opuesto de aquellas especies de prioridad de conservación en Uruguay, pero aprender más sobre cómo las aves emplean las vocalizaciones para interactuar en grupos sociales puede aportar datos útiles para otros animales en riesgo de extinción.

La bióloga Florencia Ocampo, junto a Mariana Cosse y Adrián Azpiroz, todos del Departamento de Biodiversidad y Genética del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), están desarrollando un estudio enfocado en el cardenal amarillo (Gubernatrix cristata), especie en jaque principalmente por los impactos negativos del tráfico ilegal de fauna. La iniciativa cuenta desde 2019 con el apoyo de la Dirección Nacional de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (Dinabise, ex Dinama).

Entre los cardenales amarillos también se han observado diferencias culturales en los cantos de distintas poblaciones, como demostraron trabajos hechos en Argentina. Al igual que las cotorras, son muy buscados para su tenencia en jaula, aunque para los cardenales esto implique un riesgo en materia de conservación (su tenencia además es ilegal). El estudio que se hace en el IIBCE pretende determinar la diversidad genética de la especie en el país, tanto en cautiverio como en estado silvestre. Los investigadores esperan que los resultados del trabajo generen lineamientos aplicables a la cría en cautiverio y a eventuales esfuerzos de reintroducción.

“Toda esa información es relevante y válida especialmente cuando se trata con especies prioritarias para la conservación, donde aspectos como estos pueden tener una incidencia muy importante”, apunta Azpiroz.