A fines de julio, una veterinaria montevideana ubicada cerca de la zona del ex Mercado Modelo recibió a un paciente inusual, que llegó politraumatizado por un presunto atropellamiento. Quienes lo trasladaron lo describieron como un “gato salvaje”, pero los responsables de la veterinaria, encargados de hacerle la primera curación, se dieron cuenta de que era un gato particular.

Estaban en lo cierto, como confirmarían poco después. Aquel felino no era un gato montés (Leopardus geoffroyi) sino un margay (Leopardus wiedii), carismático habitante de nuestros bosques nativos al que la evolución dotó de varias adaptaciones ventajosas para la vida en los árboles. Tiene la curiosa habilidad de rotar sus patas traseras 180 grados, lo que a diferencia de la mayoría de los felinos, que son hábiles sólo al trepar, le permite al margay tanto subir como bajar ágilmente de los árboles. Como si esto fuera poco, además tiene una larga y esponjosa cola anillada que usa como contrapeso cuando se mueve por las ramas. El tamaño de sus ocelos, las manchas en el pelaje, y el de sus grandes ojos, adaptados para la vida nocturna, permiten diferenciarlo de su pariente montés y lo hacen parecer un pequeño leopardo.

Más curioso aún que sus características era que se lo encontrara en Montevideo, ya que no hay registros de esta especie en el departamento. Aunque quizá nunca sepamos de dónde vino exactamente el animal, es altamente probable que estuviera en cautiverio y se haya escapado, con la mala suerte (o buena, de acuerdo al desarrollo posterior de la historia) de haber sido alcanzado por un auto en plena huida.

Los dueños de la veterinaria, convencidos de que aquel “gato salvaje” necesitaba otro tipo de atención, se contactaron con la División Biodiversidad del Ministerio de Medio Ambiente, comienzo de un nuevo periplo aventurero para aquel margay aparecido misteriosamente en la capital. Su destino temporal fue el hospital veterinario del Parque Lecocq, donde suelen recalar los animales silvestres que han sido lastimados, incautados en operaciones de fauna o abandonados por sus dueños.

En gran parte de estos casos, el contacto humano prolongado hace imposible que estos animales puedan volver a la naturaleza. A veces, cuando esto ocurre, el Lecocq mismo se convierte en su destino final, aunque el cambio de política de la intendencia de Montevideo respecto a la cría en cautiverio en los zoológicos municipales abre una interrogante sobre lo que ocurrirá con los animales nativos que por distintas razones no puedan ser liberados en sus ambientes naturales en el futuro. Afortunadamente, ese no es el caso del protagonista de esta historia.

Ponerle el collar al gato

En el Lecocq comprobaron que el margay tenía un traumatismo cerebral que había modificado su comportamiento, “tanto que parecía un gatito doméstico”, explicó a la diaria Carmen Leizagoyen, directora técnica del Sistema Zoológico Departamental de Montevideo.

“A medida que cedió la inflamación en el cerebro, el animal empezó a recobrar su conducta habitual y quedó claro que no era un animal criado en cautiverio”, agregó la veterinaria.

El margay pasó por un chequeo médico completo y exhaustivo, que incluyó una cuarentena. Se le hicieron hemogramas y análisis para detectar enfermedades propias de los felinos (como toxoplasmosis y peritonitis infecciosa), además de realizarle el test obligado de Covid-19, del que no se salvan ni los felinos. Una vez que se corroboró que se trataba de un animal sano, apto para liberar en el medio natural, se hizo lo posible para que no se habituara a la presencia humana y se redujo al mínimo el contacto con el personal del Lecocq.

Con el margay ya curado y sano, se abrían otras interrogantes. ¿Estaba en condiciones de valerse por sí mismo en la naturaleza? ¿Esperaría un plato con pastillas para felinos debajo de cada árbol? Su postura a la defensiva ante cualquier humano que se le acercara era un primer síntoma alentador. Además, poco después se comprobó que sus instintos de caza, imprescindibles para sobrevivir en la naturaleza, estaban intactos. “Respondió bien, y se decidió no tenerlo encerrado más tiempo”, explicó a la diaria Mario Batallés, director de la División Biodiversidad.

La historia en sí no sería muy distinta a la ocurrida en febrero de este año, cuando un margay atropellado en José Ignacio fue curado en la Estación de Cría de Fauna Autóctona (ECFA) de Piriápolis y liberado en la Laguna Garzón, si no fuera por una idea que quedó rondando en la cabeza de uno de los protagonistas de aquel operativo.

El guardaparques del Área Protegida Laguna Garzón, el biólogo Ramiro Pereira, se había quedado con las ganas de colocar un collar de telemetría a aquel felino de José Ignacio, con la intención de hacerle un seguimiento y develar algunos de los misterios del margay que siguen ocultos para los estudiosos en Uruguay. ¿Qué área recorren? ¿En qué horarios? ¿En qué paisajes buscan refugio? ¿Dónde van cuando no los vemos, que es básicamente la enorme mayoría del tiempo? “Lo difícil de ponerle un collar al gato es agarrarlo; si ya lo tenés encerrado, no tiene sentido no intentarlo”, explicó Pereira.

No era nada raro que Pereira tuviera fija la idea del collar. Años atrás fue el encargado de un proyecto de conservación del margay en el área protegida de la Reserva Salus, en Lavalleja. En una primera etapa, participó en la colocación de varias cámaras trampa con el objetivo de analizar la situación de la especie en la zona, parte de un proyecto ambicioso que incluía en su fase final la colocación de collares de telemetría a algunos ejemplares. Esa última etapa no llegó a cumplirse -no todavía al menos- y el biólogo se quedó con las ganas. Ahora, sin embargo, se abría una nueva oportunidad.

En busca del collar

De las charlas de Pereira con Sebastián Horta (del Sistema Nacional de Áreas Protegidas, SNAP) y Hugo Coitiño (de la División Biodiversidad, que fue quien atendió la llamada que avisaba del margay herido), surgió la idea de recurrir a algunos de los collares de telemetría que tiene el Ministerio de Ambiente.

Había un inconveniente en este plan, según explicó Batallés. El ministerio tiene cuatro collares, dos para felinos y dos para tamanduás, pero están asociados todos juntos a un paquete satelital: una vez que se activa uno, se paga el seguimiento satelital de los cuatro. Por lo general uno no cuenta con una colección de animales listos para liberar como para andar haciendo un “casting” para cuatro collares al mismo tiempo.

Parecía que la oportunidad de liberar un felino con collar de telemetría, algo inédito en nuestro país (al menos oficialmente), se escapaba nuevamente de las manos. Se necesitaba que algún particular saliera con un collar salvador. Y eso fue exactamente lo que pasó.

Leizagoyen recordó que la bióloga Nadia Bou, del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), tenía un collar de telemetría VHF originalmente destinado a un proyecto de conservación del margay con financiación de la National Geographic Society, presentado junto a la ONG Ambá y con participación de la propia Leizagoiyen. Como estudiosa de los felinos del Uruguay –en la diaria ya hemos hablado de algunos de sus trabajos- se unió gustosa al equipo y cedió el collar para el operativo. Pero no fue el único. La bióloga Susana González, del área Genética de la Conservación del Departamento de Biodiversidad y Genética del IIBCE, también cedió uno de sus equipos para la recepción de la señal del collar, que ya había utilizado en venados de campo. Y lo mismo hizo la bióloga Matilde Alfaro, del Departamento de Ecología y Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional Este (CURE) de la Universidad de la República.

El margay, a esta altura, estaba demostrando los beneficios de la cooperación interinstitucional, porque su liberación contaba ya con la participación de la División Biodiversidad del Ministerio de Medio Ambiente (con personal del SNAP, los guardaparques y el Departamento de Control de Especies y Bioseguridad), el Parque Lecocq de la Intendencia de Montevideo, el IIBCE, que depende del Ministerio de Educación y Cultura, y el CURE de la Universidad de la República.

Con el collar ya colocado durante su estadía en el Lecocq, el margay recibió el alta y quedó listo para ser liberado en un área protegida del Uruguay. El objetivo es que cargue su nueva indumentaria un buen tiempo antes de ser recapturado, una tarea nada sencilla y que requiere de la paciencia y habilidad de los guardaparques.

Mové la antena que no se escucha

El collar de telemetría VHF/GPS no permite ir viendo en tiempo real por dónde pasa el margay, ya que es distinto a los collares satelitales que tiene el ministerio. El felino no se convierte en un punto que se mueve en un mapa en la pantalla de la computadora, aunque sí deja registro de los lugares por donde estuvo. Sin duda los dispositivos satelitales son más sencillos de manejar para los investigadores, pero no para el que los lleva; son muy pesados para un gato pequeño como el margay, que no debería cargar con un aparato que supere el 3% de su peso.

El collar colocado en esta ocasión emite una señal de radiofrecuencia VHF (Very High Frequency) que es captada por un radiodetector con una antena. Para hacer el seguimiento en tiempo real, no hay más remedio que salir al campo con la antena a cuestas y direccionarla para detectar la señal, como si el margay fuera un programa de TV de hace cuarenta años y el investigador un televidente que mueve desesperadamente la antena sobre la tele (o a la abuela de la película 25 Watts) hasta que consigue una señal nítida. A mayor intensidad del bip, menor la distancia entre emisor y receptor. Seguro la escena le resulta conocida a alguien que mire muchos documentales sobre fauna, pero por estos lados es sumamente infrecuente.

Claro que si uno quiere saber dónde está aproximadamente el animal, necesita hacer una triangulación al menos con dos antenas en simultáneo y desde puntos alejados, formando así dos ejes que, al intersectarse, permitan marcar una ubicación. Recapturar el margay para cambiar la batería del collar o para sacárselo definitivamente requiere hacer este trabajo de seguimiento y, además, colocar un buen número de trampas en la zona delimitada, con la esperanza de que caiga en ellas el mismísimo felino de collar y no algunos zorros despistados.

El collar tiene también una memoria con GPS que registra periódicamente los puntos donde estuvo el margay. Si emisor y receptor se encuentran suficientemente cerca, es posible descargar los datos para comprobar exactamente su recorrido día a día. Esa información, justamente, es la que más interesa a los investigadores, y puede recobrarse sin tener que capturar al animal.

Sé lo que hiciste el verano pasado

“Sabemos muy poco del comportamiento de los felinos en Uruguay”, contó Ramiro Pereira. “Por ejemplo, hasta hace unos años pensábamos que era un animal muy raro y ahora lo estamos encontrando con mucha frecuencia en cámaras trampa o atropellado en las rutas”, agregó.

Al margay le ha tocado además la tarea de ocupar el puesto de depredador tope junto al gato montés y el gato de pajonal, ante la ausencia de los grandes felinos en nuestras tierras. Como tales, ejercen una regulación que impacta en toda la red trófica, esencial para la salud de nuestros ecosistemas. Es además una especie prioritaria a nivel nacional para el SNAP y en categoría “casi amenazada” (NT) a nivel global para la Unión Internacional de Conservación para la Naturaleza (UICN), lo que da más valor aún a una primera experiencia como esta.

Desconocemos sin embargo casi todo de su presencia en Uruguay. Suponemos que, al igual que ocurre en otros países de la región, el margay es territorial y necesita áreas de distribución grandes para poder subsistir, un dato bien importante para definir planes de conservación y delimitar áreas de protección. Pero no lo sabemos, realmente.

“El conocimiento que tenemos del margay es muy básico, apenas tenemos puntos de distribución. No sabemos cómo es el comportamiento territorial, cuántos hay, en qué área se mueven. Es importante saber qué territorio usa o necesita un individuo y ahora tenemos la oportunidad de conocerlo, al menos con un ejemplar”, señaló Pereira.

“Esta experiencia es súper importante, porque es una técnica que permite conocer a escala fina cómo se mueve el individuo en el paisaje. Y además es la primera vez que se monitorea un felino devuelto a la naturaleza en Uruguay para ver cómo le está yendo. Esperamos poder seguirlo y corroborar cómo se va adaptando, porque como en este caso no se sabe de dónde proviene, seguro va a tener que moverse hasta encontrar un territorio propio. Tener idea de todo eso, dónde se establece, cuánto demora, qué parte del paisaje usa -si los montes o también áreas abiertas- es de suma importancia, porque acá carecemos de datos sobre eso. Este collar y este margay pueden permitir obtener un montón de información valiosa”, remarcó Nadia Bou.

“No solo es importante generar conocimiento para la conservación de la especie. También es posible que el margay tenga un comportamiento distinto que en el resto de su distribución”, agregó Pereira. En otras regiones, el margay es casi exclusivamente nocturno, “pero en Uruguay hay registros de ejemplares que andan tanto de día como de noche, y eso también es importante saberlo, tanto para el conocimiento de la especie como para su conservación”, señaló.

Estamos además en el límite sur de la distribución de la especie, lo que ya tiene un valor aparte. Para el biólogo, “al conservarlo en sus límites de distribución, sea sur o norte, estás logrando que no se reduzca el área de distribución de la especie”.

Para Batallés, se trata de un primer paso que permitirá ir viendo también, por ejemplo, qué “oferta de naturaleza” hay para la liberación de animales nativos en Uruguay y cuáles son los lugares propicios para cada especie.

Nuestro primer “espía” con collar ya está en los bosques nativos, pero las primeras horas no parecen haber sido fáciles. Al menos para los investigadores.

Buscando el lugar para liberar al margay - Foto: Marcelo Casacuberta

Buscando el lugar para liberar al margay - Foto: Marcelo Casacuberta

Me parece que capté un lindo gatito

La liberación del margay se realizó en una zona agreste dentro de un área protegida este pasado viernes 10 de setiembre, cuando caía la tarde. Del operativo y del seguimiento participaron Hugo Coitiño, Ramiro Pereira, Claudia Elizondo, Sebastián Horta, Victoria Luzardo y Mariana Pírez (todos del Ministerio de Medio Ambiente), Matilde Alfaro del CURE, Nadia Bou del IIBCE y el fotógrafo y naturalista Marcelo Casacuberta.

El margay estuvo remolón a la hora de recuperar su libertad. No parecía convencido de salir de la jaula, pese a las expectativas del público congregado, y necesitó de un estímulo de Pereira, que lo animó a irse “cual adolescente de 18 años expulsado de su casa”.

Momento de la liberación del margay. Foto: Victoria Luzardo

Momento de la liberación del margay. Foto: Victoria Luzardo

Momento de la liberación del margay. Foto: Victoria Luzardo

Momento de la liberación del margay. Foto: Victoria Luzardo

“La idea era hacer un seguimiento continuo por un par de días, y luego dos meses de seguimiento general. En esto es interesante no solo registrar los lugares por los que pasa sino también ver las características del hábitat”, aclaró Batallés. Pereira sumó otro dato no menor: “Estos son animales territoriales, por lo que puede ocurrir que otros ejemplares que haya en la zona lo echen. Por eso es necesario que vayamos viendo por dónde se va moviendo”.

En teoría todo estaba muy bien, pero esas primeras horas de seguimiento no fueron sencillas. Luego de que el animal se introdujera rápidamente en la naturaleza, se hizo una primera prueba con las antenas para verificar que la señal fuera buena y se decidió esperar al sábado para intentar dar con su paradero.

El sábado la señal no apareció más que débilmente y cada tanto, pese a una intensa recorrida en la mañana. Luego del mediodía, sin embargo, la antena volvió a captarla. Los “rastreadores” se llevaron sin embargo la sorpresa de que el emisor parecía venir del otro lado de un cuerpo de agua de tamaño significativo. Eso indicaba que o bien el animal fue capaz de vadear una desembocadura bastante ancha o realizó un largo rodeo para llegar allí, dos posibilidades inesperadas. “Es sorprendente todo lo que se ha movido”, contó Nadia Bou. Resolver interrogantes como esta es lo que permitirá que el margay revele finalmente algunos de los misterios de su comportamiento en nuestras tierras.

Un trabajo publicado en 2019 por Nadia Bou, por ejemplo, calculó que en nuestro país se necesitan entre 750 km2 y 3.000 km2 de tierras preservadas -con un hábitat adecuado y que permita que la población esté conectada- para que felinos como el margay o el gato montés puedan subsistir. Lo hizo en base a las necesidades territoriales por individuo que se han estudiado en regiones cercanas.

Guardaparque Ramiro Pereira buscando la señal del collar del margay

Guardaparque Ramiro Pereira buscando la señal del collar del margay

“Si este individuo logra establecerse en un territorio, se estabiliza, y podemos estimar su área de actividad, podrían hacerse análisis con valores más precisos, aunque idealmente se necesitan más ejemplares para tener un promedio y saber qué grado de solapamiento toleran”, contó Bou. Por el momento debemos conformarnos con este primer paso, que ya es importante. “Esto sí nos da una idea de cuán favorable es el ambiente para estos animales, porque el tamaño del área de actividad tiene que ver con la cantidad de recursos que encuentran. Conociendo el área de actividad y sabiendo cómo usa el paisaje, se puede hacer una estimación poblacional muy básica teniendo en cuenta el área adecuada disponible que hay para el animal en el país”, complementó Bou.

Contar con los números concretos de esta y otras experiencias similares permitirá que por primera vez nuestros margays tengan algo que decir al respecto y manden una señal clara, sin necesidad de radio-collar, a quienes toman las decisiones.

Oportunidades perdidas

La pérdida de biodiversidad es, luego del calentamiento global, uno de los problemas más graves que afectan al planeta (siempre y cuando no tomemos en cuenta otros de distinta naturaleza, como la inequidad o la vulneración de derechos). En conservación hay una frase que resume una actitud frente al asunto: es difícil proteger y conservar lo que no se conoce.

Generar conocimiento, obtener datos, contar con series históricas, son necesidades imperiosas si la protección de la biodiversidad es algo más que un discurso bonito.

El Ministerio de Ambiente tiene solo cuatro collares de telemetría que además presentan algunos problemas de uso debido al paquete satelital contratado. La institución está, pero el aumento de jerarquía a nivel de ministerio parece no haber sido suficiente. “Tenemos el desafío grande de tener un alto impacto en las políticas públicas con un bajo presupuesto” señaló a la diaria el subsecretario Gerardo Amarilla, que además reconoció en esa ocasión que una de las debilidades de la cartera son “los recursos para fortalecer el equipo técnico”, que opinaba debían ser “reforzarlos” y “renovarlos”.

Los guardaparques existen y están en todas las Áreas Protegidas, aunque es cierto que en muchas de ellas su cantidad está lejos de ser la ideal en relación a los kilómetros cuadrados que tienen a su cuidado. La academia y los institutos de investigación, en este caso el IIBCE y el CURE de la Universidad de la República, demuestran estar allí para, sin nada a cambio, ponerle el hombro a la ciencia como en este 2020-2021 se le puso a la pandemia.

Mientras la Intendencia de Montevideo no sabe qué hacer con los zoológicos, y el director de Artes y Ciencias, Baltasar Brum (de cuya área dependen los zoológicos), declaró que el objetivo es que los zoológicos municipales no existan más y que la idea es solo tener especies nativas, no dejar que los animales se reproduzcan, soltar en la naturaleza los que estén aptos para ello, y dejar morir a los que no se pueda para entones, cerrar definitivamente las instalaciones. Los zoos modernos -como en muchas cosas, estos temas se abordan en todos los países con soluciones que valdría la pena observar- tienen un rol importante en la conservación. En este caso, los funcionarios del Parque Lecocq, con una experiencia veterinaria en vida silvestre que es imposible de obtener en la Facultad de Veterinaria o en la Facultad de Ciencias, jugaron un rol fundamental en la evaluación sanitaria y la recuperación del animal siniestrado. De prosperar la postura de Brum, alejada de por donde va la ciencia de la conservación en el país y en el planeta, cabría preguntarse qué hubiera pasado con este margay.

Aún por fuera de las instituciones, investigadoras e investigadoras colaboran sabiendo que cualquier aporte es relevante. Lejos de insistir una vez más sobre la necesidad de dar más apoyo a la ciencia, más recursos y líneas de financiación, celebremos hoy que un felino anda con un collar de telemetría colocado. No habrá aplausos a las 21.00 para todos estos investigadores e investigadoras, funcionarios y funcionarias. Pero como titulaba Diego Golombek uno de sus últimos libros con una intención muy distinta, este caso del margay nos muestra que a veces aquí “la ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas”.

Leo Lagos

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