La Asamblea del Nobel decidió otorgar el Premio de Fisiología y Medicina 2022 al investigador en paleogenómica Svante Pääbo, nacido en 1955 en Estocolmo, Suecia, por “sus descubrimientos sobre los genomas de los homininos extintos y la evolución del ser humano”. La distinción de Pääbo, que actualmente trabaja en el Instituto Max Plank de Antropología Evolutiva, que fundó en 1999 en Leipzig, Alemania, es sin dudas una buena noticia para quienes se fascinan por el origen y la historia de la vida en este planeta, y en particular, de esa curiosa especie que entrega premios Nobel individuales para avances en el conocimiento que suelen ser colectivos.
“A través de su investigación pionera, Svante Pääbo logró algo que parecía imposible: secuenciar el genoma del neandertal, un pariente extinto de los humanos del presente”, dice el comunicado de la Asamblea del Nobel. Y es cierto: el trabajo que Pääbo viene haciendo desde hace unas tres décadas ha cambiado por completo el panorama que teníamos no sólo de algunos aspectos de la evolución del ser humano sino también la idea de que era imposible obtener material genético de muestras antiguas –hablamos de decenas de miles de años– con información suficiente para que nos contara sus secretos. Tal es así, que, con justicia, los 50 miembros reunidos en el Instituto Karolinska que deciden a quién va el premio de Medicina y Fisiología afirman que “la investigación seminal de Pääbo dio lugar a una disciplina científica completamente nueva, la paleogenómica”.
Los premios Nobel, al igual que los seres vivos, si bien pueden cambiar con el tiempo, generalmente lo hacen a ritmo muy lento. Por eso, entre otra gran cantidad de cosas, aún carecen de una categoría dedicada a la Biología, y en su lugar reconocen a las más acotadas Medicina y Fisiología. El maravilloso trabajo de Pääbo y sus colegas poco tiene que ver con las disciplinas del nombre del premio y está más cercano a la antropología biológica, la evolución, la genómica, entre otras. Tal vez por eso el comunicado de la premiación señala que, “al revelar las diferencias genéticas que distinguen a todos los humanos vivos de los homininos extintos, sus descubrimientos proporcionan la base para explorar lo que nos hace únicamente humanos”.
Si bien Pääbo comenzó sus estudios sobre el tema en la década de 1990, tratando de ver en los genes qué características nos distinguían de las formas de vida que nos precedieron, lo que encontró entrado el siglo XXI nos terminó mostrando que los Homo sapiens no éramos para nada tan únicos. Tan poco distintos resultábamos que otros humanos ya extintos, como los Homo neandertalhensis, tuvieron sexo y descendencia fértil con nuestros antepasados hace decenas de miles de años en Eurasia. Y no sólo con ellos.
En su libro El hombre neandertal, de 2014, Pääbo repasaba lo que había encontrado hasta entonces y afirmaba: “Los neandertales son los parientes próximos más cercanos de los humanos contemporáneos. Si pudiéramos estudiar su ADN, sin duda podríamos encontrar que sus genes eran muy semejantes a los nuestros. Algunos años atrás, mi grupo había secuenciado un gran número de fragmentos de ADN del genoma de chimpancé y había mostrado que en las secuencias que compartíamos con los chimpancés sólo difería un porcentaje de nucleótidos algo superior al 1%. Está claro que los neandertales tienen que estar mucho más cerca de nosotros que esto”.
Pero lo que emocionaba a Pääbo era otra cosa: “Entre las pocas diferencias que uno esperaría encontrar en el genoma neandertal, tienen que estar las que nos separan de todas las formas anteriores de predecesores humanos: no sólo de los neandertales, sino también del muchacho de Turkana, que vivió hace unos 1,6 millones de años; de Lucy, hace unos 3,2 millones de años; y del 'hombre de Pekín', hace más de medio millón de años”, decía. “Estas pocas diferencias tienen que constituir los cimientos biológicos de la dirección radicalmente nueva que tomó nuestro linaje con el surgimiento de los humanos modernos; el advenimiento de una tecnología de desarrollo rápido, del arte en una forma que hoy reconocemos inmediatamente como arte, y quizá del lenguaje y la cultura como los conocemos hoy. Si pudiéramos estudiar el ADN neandertal, todo esto estaría a nuestro alcance”, escribía unas líneas más abajo.
Vayamos pues a conocer un poco más de por qué es importante todo lo que Pääbo y sus colegas nos han venido revelando sobre nuestro pasado y nuestro lugar dentro del árbol de la vida en la Tierra. Tanto que esa “dirección radicalmente nueva que tomó nuestro linaje” ya no se ve ni tan radical ni tan nueva. O tal vez sí, pero entonces el concepto de humano se amplía y debemos compartirlo con más gente.
Desbloqueando el pasado
La vida surgió en el planeta Tierra hace unos 3.500 millones de años. Comenzamos de a poquito, con organismos unicelulares emparentados con las bacterias de nuestros días. Los años pasaban y la vida se diversificaba mediante los mecanismos descritos por la teoría de la evolución. No todo lo nuevo era mejor que lo anterior y el árbol de la vida del planeta está lleno de ramas novedosas que quedaron truncas.
Así, mediante cambios aleatorios y no dirigidos, entre tantas otras cosas, fueron apareciendo los organismos con más de una célula, peces, anfibios, reptiles y mamíferos. Dentro de estos últimos, hace unos 60 millones de años, aparecieron unos seres a los que hoy denominamos primates. Hace 25 millones de años hubo una bifurcación en el camino: por un lado, quedaron los monos del antiguo mundo y, por otro, los homínidos. Estos últimos siguieron su camino, y hace unos seis millones de años se separaron en dos ramas: una llevaría hacia los chimpancés y bonobos actuales, y otra la conformarían los homininos, homínidos que caminaban sobre sus dos patas y que incluyen a una gran variedad de especies –y no sólo a ellas– del género Homo, como el Homo erectus, que se remonta a unos 1,8 millones de años. Los humanos erectos fueron bastante exitosos y salieron de su África natal para conquistar nuevos horizontes. Mientras, en Eurasia, darían lugar, hace unos 400.000 años, a los neandertales, en África la evolución los llevaría a ser reconocidos un día como Homo sapiens, es decir, nuestra especie, que se estima que apareció hace unos 300.000 años.
El asunto es que, como su pariente erecto, los humanos pensadores también salieron a curiosear fuera de África hacia Medio Oriente hace unos 70.000 años, comenzando con un largo viaje que los llevaría a habitar los cinco continentes. En Europa y Asia, entonces, los Homo sapiens se encontraron con otros parientes humanos. ¿Por qué los otros grupos humanos no llegaron hasta nuestros días? Esa era –y sigue siendo– una de las grandes preguntas de la evolución humana. ¿Habría algo que nos hiciera únicos? A Pääbo le entusiasmaba esa idea.
El asunto es que para estudiar a nuestros antepasados y sus parientes humanos teníamos pocas herramientas. Observando la morfología de los huesos fosilizados de humanos antiguos podían hacerse analogías y ver cómo, a lo largo del tiempo, se producían cambios que permitían establecer parentescos, innovaciones exitosas o las que llevaban a caminos truncados. El registro arqueológico, además, permitía acceder a algunos artefactos de la cultura material de esas poblaciones, como herramientas, uso del fuego, restos de qué se alimentaban y otros detalles.
Pero la ciencia se para en hombros de gigantes: los descubrimientos de hoy se apoyan en el acumulado de quienes hicieron ciencia antes. Y cuando Svante Pääbo comenzó a fascinarse por todo esto, la disponibilidad de algunas técnicas de la genética, como por ejemplo, la amplificación de secuencias de ADN mediante la reacción en cadena de polimerasa –el famoso PCR de los test diagnósticos de la covid-19– permitían soñar con incorporar la información genética a la búsqueda de mejor detalle sobre nuestro pasado. Por otro lado, el proyecto iniciado en 1990 para determinar el genoma del ser humano, es decir, secuenciar todo su material genético, permitiría avances enormes también para este campo.
Pääbo, mientras estudiaba medicina en la Universidad de Uppsala, estaba interesado en la egiptología. Y de alguna manera, se las ingenió para conseguir aislar ADN de una momia egipcia (algo notable, pero que sólo implicaba recuperar material genético de unos pocos miles de años de antigüedad). Para profundizar su interés en el ADN antiguo, en 1987 se fue a la Universidad de California, Estados Unidos, a trabajar con Allan Wilson, y desde entonces se dedicó a desarrollar formas y protocolos para recuperar, secuenciar y analizar ADN mucho más antiguo que el de su momia, primero con animales, luego con humanos.
El problema es que Pääbo quería analizar material genético de neandertales de al menos unos 30.000 años, ya que es allí cuando estos humanos desaparecen del registro fósil, que pasa a ser dominado en exclusividad por el Homo sapiens. Además del problema de la conservación del ADN durante la gran cantidad de años en los sedimentos, que dependiendo de cuáles sean y su temperatura van degradando las moléculas, Pääbo debía también luchar contra la contaminación de las muestras antiguas, que eran invadidas por material genético de bacterias y otros organismos, y podían estar contaminadas con ADN de humanos modernos.
Su tenacidad y la de su equipo dieron frutos. En 1997, entonces en la Universidad de Münich, Alemania, logró extraer y analizar ADN mitocondrial del húmero del fósil con el que se describió el Homo neanderthalensis (encontrado en 1856 en el valle de Neanderthal, Alemania). ¡Había logrado obtener ADN somático de un neandertal de unos 40.000 años! Obtuvo 61 nucleótidos, la mayoría de ellos con variantes que no estaban en los humanos del presente. Pero Pääbo era cauto: “Yo mismo había sugerido a menudo que las afirmaciones extraordinarias sobre secuencias de ADN de huesos antiguos requerían pruebas extraordinarias, a saber, la repetición de los resultados en otro laboratorio, un paso inusual en un campo científico muy competitivo”, recuerda en su mencionado libro. Y así hizo: los estudios se replicaron en Estados Unidos y no cabía duda. No había contaminación, el ADN mitocondrial era de neandertal y no de un humano moderno. Y entonces, en su artículo publicado en la revista Cell, comunicó que las secuencias de la muestra neandertal “caían fuera de la variación de los humanos modernos”.
También, en aquel entonces, Pääbo afirmó que lo que encontró “sugería que los neandertales se extinguieron sin contribuir al ADN mitocondrial de los humanos modernos”, y si bien no descartaba que hubiera contribución de los neandertales en los humanos modernos –recordemos, convivieron al menos durante 20.000 años en Eurasia–, decía que “la opinión de que los neandertales habrían contribuido poco o nada al acervo genético humano moderno está ganando apoyo a partir de estudios de variación genética molecular en loci nucleares en humanos”. Pääbo mostraría luego que las cosas no eran así. Para ello, consiguió una hazaña aún más grande: aisló, secuenció y analizó ADN somático de humanos antiguos.
Todos con todos
Habiendo fundado ya el Max Plank de Antropología Evolutiva en Leipzig, Pääbo y sus colegas sacudieron al mundo al publicar en 2010 el artículo de la secuenciación de ADN. Esta vez no se trataba de un único individuo, sino de tres neandertales distintos: al ya secuenciado del valle de Neandertal, se agregó uno de El Sidrón, en España, y otro de Mezmaiskaya, Rusia, de los que lograron secuencias de 4.000 millones de nucléotidos (el genoma humano tiene unos 3.000 millones de nucléotidos). Y lo que encontró fue fascinante: ¡había genes de neandertal en humanos modernos!
“Mostramos que los neandertales compartieron más variantes genéticas con los humanos actuales en Eurasia que con los humanos actuales en el África subsahariana, lo que sugiere que el flujo de genes de los neandertales a los ancestros de los no africanos ocurrió antes de la divergencia de los grupos euroasiáticos entre sí”, decía en su artículo de Science de mayo de 2010. Y por “flujo de genes de los neandertales a los ancestros de los no africanos” lo que quiere decir es que sí, los humanos pensantes y los humanos neandertales tuvieron sexo en reiteradas ocasiones como para que sus genes se mezclaran. No fue algo ocasional, sino que se dio con bastante frecuencia para que esa señala aún esté en nuestro genes.
Hoy los humanos de ascendencia europea o asiática tienen entre 1% y 4% de su genoma de origen neandertal. Puede parecer poco, pero hay otro dato interesante: esos pequeños fragmentos de entre 1%-4% del genoma que aún llevamos de los y las neandertales con quienes nuestros antepasados se acostaron provienen de 40% del genoma neandertal. Es decir, no es que nos quedamos con un pequeño pedacito, sino con pedacitos de una gran parte de ese genoma. Boom. En Eurasia hubo varios humanos que, entre ellos, al menos, no andaban haciendo distinciones. Tuvieron sexo, tuvieron descendencia que criaron, y aun cuando los neandertales se extinguieron, sus genes continúan en nosotros hasta nuestros días. A la hipótesis de la extinción, entonces, se podría sumar –esto no corre por cuenta de Pääbo– la asimilación. Pero Pääbo volvería a sorprender al mundo.
Ahora es un trío
Siguiendo con su buena racha, Pääbo y su equipo analizaron los restos de entre 48.000 y 33.000 años de una falange distal humana encontrada en 2008 en la cueva Denisova, en las montañas Altai, en Siberia, Rusia. En 2010 comunicaron sus resultados en la revista Nature. Y resultó que el ADN mitocondrial no correspondía ni a sapiens ni a neandertales: un tercer grupo de humanos andaba por Eurasia. “Representa un tipo desconocido hasta ahora de ADN mitocondrial de hominino que comparte un ancestro común con los ADN mitocondriales humanos y neandertales anatómicamente modernos hace aproximadamente 1,0 millones de años”, decían entonces. “La estratigrafía de la cueva donde se encontró el hueso sugiere que el hominino Denisova vivió cerca en el tiempo y el espacio con los neandertales, así como con los humanos modernos”, agregaban. Y entonces pasó lo que pasa entre humanos que se reconocen.
Sí, los Homo sapiens y estos denisovanos –se debate aún si es una subespecie, una especie o una población– tuvieron relaciones que dieron lugar a mezcla de genes. Hoy entre 4% y 6% de los humanos modernos de Melanesia tienen genomas de Denisovas. Pääbo y sus colegas obtuvieron un mejor panorama al realizar más secuenciaciones, y en 2014 comunicaron que denisovanos y neandertales se habrían separado hace entre 380.000 y 470.000 años y que, para variar, también tuvieron intercambio genético entre ellos. Cuando los Homo sapiens salieron de África, se encontraron con otros humanos en Europa y Asia. No sabemos si su coexistencia fue pacífica o tuvieron relaciones forzadas. Pero sí sabemos que entre ellos había sexo. Y eso nos dice mucho sobre nuestros excompañeros sexuales humanos.
Volvemos al inicio: ¿habrá pistas en los genes de lo que nos hace únicamente humanos? ¿O debemos confiar en el criterio de nuestros antepasados que vieron en los otros humanos algo que los unía más allá de las diferencias? ¿Somos únicos porque fuimos los únicos que quedamos o ya había entonces diferencias enormes que la lujuria no les dejó apreciar?
Depende cómo se mire
Gonzalo Figueiro, del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, es un admirador del trabajo de Pääbo y un entusiasta de intentar recuperar ADN antiguo de los pobladores de Sudamérica (un material que, si bien tiene menos de 20.000 años, debido al clima de la región es difícil de conservar). Le consulto entonces si por aquí vamos hacia lo que nos hace únicamente humanos, o por el contrario, si Pääbo es un clavo más en la larga serie de estocadas que sepultaron la idea de que el ser humano ocupaba un lugar de privilegio entre todas las formas de vida del planeta.
“Cuando se empezaron a hacer los análisis neandertales a fines de la década de 1990, lo que se planteó fue que sí eran diferentes a nosotros. Pero claro, estaban trabajando con pocos marcadores”, dice Figueiro en relación a los primeros trabajos que analizaban el ADN mitocondrial. Era la época de la paleogenética. Pero luego, a partir de 2010, comenzó la pelogenómica. “Sobre 2010 aparecieron los primeros genomas más o menos completos de homininos. Y allí apareció el planteo de que justamente tenemos muchísimo en común, tenemos entrecruzamiento, y eso pone en tela de juicio si corresponde aplicar el concepto biológico de especie al registro fósil de homininos”, dice. “La definición de especies, e incluso la definición de especie humana, se desdibuja durante prácticamente todo el último millón de años del registro. A mí eso es lo que me parece fascinante de la peleogenómica”, agrega Figueiro.
“Hay alrededor de 31.000 posiciones de un solo nucleótido en el genoma donde los humanos actuales de todas partes del mundo llevan sólo un nuevo nucleótido (derivado), mientras que los genomas de Neandertal y Denisova llevan el nucleótido ancestral, conservado desde la separación del chimpancé”, dice el comunicado de prensa sobre el trabajo de Pääbo, como indicando que allí hay una señal de lo que nos hace únicos. Al comentar esto, Figueiro señala: “Sabemos que hay divergencia y eso está de alguna forma registrado en esas variantes nucleotídicas exclusivas de la especie humana en comparación con las poblaciones neandertales y denisovanas. Y si querés enfatizar la diferencia en función de eso, pues podés hacerlo”.
“Ahora, eso no es un punto clave de lo que nos hace únicos. ¿Eso impidió que los antepasados de los seres humanos modernos tuvieran descendencia fértil con neandertales y denisovanos? No, no lo impidió. Entonces una vez más ahí el tema no está en si eso es mucho o es poco, sino en qué estás poniendo el énfasis. Lo que importa es en qué preferís concentrarte, en lo que nos separa o en lo que nos une. La cantidad de nucleótidos es una cuantificación de lo que nos separa. Pero lo que nos une tengo entendido que es un poco más”, sostiene.
“Algún día quizá podamos entonces entender qué separaba a la muchedumbre de reemplazamiento de sus contemporáneos arcaicos, y por qué, de todos los primates, los humanos modernos se expandieron por todos los rincones del mundo y remodelaron el entorno a escala global, tanto de forma intencionada como de forma involuntaria. Estoy convencido de que algunos aspectos de las respuestas a esta pregunta, quizá la cuestión más importante de la historia humana, yacen escondidos en los genomas antiguos que hemos secuenciado”, termina diciendo el propio Pääbo al cierre de su ya mencionado El hombre de neandertal. Como grande de la ciencia, apenas dice “algunos aspectos de las respuestas”. Tal vez, lo que nos hace únicos es simplemente que nos quedamos solos.