El universo es un lugar inmenso. Pero aun así, a veces no hay más remedio y dos cuerpos celestes terminan colisionando. Lejos de ser una tragedia, estos choques cósmicos que liberan grandes cantidades de energía y desperdigan materia son imprescindibles en la sucesión de hechos azarosos que permitieron que en un pequeño planeta que gira alrededor de una estrella corriente en un brazo de la Vía Láctea se dieran las condiciones para que surgiera esa cosa extraña a la que llamamos vida. Cualquiera que se haya maravillado alguna vez ante la contemplación de la Luna debería agradecer a estas colisiones. Pues de hecho, gracias a una violeta carambola cósmica y utilizando material de nuestro propio planeta, se piensa, nació nuestro satélite natural.
Sucedió hace mucho tiempo. Unos 4.600 millones de años atrás se originaba el Sistema Solar tras el colapso gravitacional de una nube de gas y polvo. En el centro de aquella nube nació una estrella, que si bien bastante corriente, resultó decisiva para nosotros, por lo que le pusimos un nombre propio: Sol. En aquellos turbulentos años, un disco de gas y polvo quedó orbitando a la recién nacida estrella, en lo que se conoce como disco protoplanetario, ya que por acreción y otros fenómenos, de allí se formarían los ocho planetas del Sistema Solar. Entonces los accidentes espectaculares eran más frecuentes que los de una noche de la nostalgia sin fiscalización de alcoholemia.
Los planetesimales, concentraciones de estos polvos y gases que aún no habían logrado formar protoplantas o que quedaron como residuos de la formación de los que sí lo lograron, andaban boyando en buen número durante cientos de millones de años. Las colisiones estaban a la orden del día, y de cierta manera fueron limpiando de planetesimales el Sistema Solar, aunque aún permanecen unos cuantos a los que llamamos asteroides y cometas.
La Tierra tenía unos 100 millones de años de formada –era una bebé cósmica– cuando colisionó llamativamente con un protoplaneta del tamaño de Marte, es decir, de más o menos la mitad del diámetro actual de la Tierra (y de la décima parte de su masa). El violento impacto provocó la desintegración completa del manto terrestre y gran cantidad de materia salió eyectada. Al protopolanetea se lo apodó Tea, ya que así se llamaba la madre de Selene, diosa de la Luna, en la mitología griega, y parte de él terminó constituyendo el satélite que hoy llamamos Luna. La Tierra también donó lo suyo para dar origen a la Luna con parte del material eyectado por la colisión hace unos 4.500 millones de años.
Se pensaba entonces que tanto los restos de Tea como del material que la Tierra lanzó al espacio por la colisión habrían formado un anillo de polvo, escombros y desechos que, lentamente, empujados por la gravedad, se habría ido acrecentando hasta dar origen a la Luna. Sin embargo, esa teoría sobre el origen de la Luna, si bien gozaba de gran aceptación en la comunidad astronómica, también dejaba algunos hechos sin explicar. Por ello la publicación de un reciente artículo, que propone más una Luna formada instantáneamente que una que demoró muchísimos años en hacerlo, ha sido recibida con gran expectativa.
Titulado “Origen inmediato de la Luna como satélite posimpacto”, el trabajo liderado por Jacob Kegerreis, del Departamento de Física del Instituto de Cosmología Computacional de la Universidad de Durham, Reino Unido, y del Centro de Investigación Ames de la NASA, Estados Unidos, da cuenta de simulaciones realizadas por supercomputadoras que, al permitir trabajar con mayor definición, muestran que la formación en unas pocas horas de la Luna habría sido posible.
Los simuladores
En el trabajo Kegerreis y sus colegas postulan que si bien la “hipótesis canónica” para el origen de la Luna es la del impacto con un objeto del tamaño de Marte, se plantea una interrogante sobre el disco de desechos que la formarían lentamente. Si bien dicen que el disco podría explicar la masa, el momento angular y el pequeño núcleo de hierro de nuestra Luna, “también generaría una luna mayormente formada por material del objeto impactador”. Y eso no cierra con la evidencia que tenemos.
Los más de 300 kilos de rocas y polvo recolectados por las sucesivas misiones Apolo sorprenden. Las piedras de la superficie lunar son muy similares a las de la Tierra cuando se mira la composición isotópica. La firma isotópica es de cierta manera una cédula de identidad que nos dice cómo y dónde se creó un objeto. Y las firmas de las rocas traídas a la Tierra desde la Luna eran tan similares a las terrícolas que era claro que gran parte del material que formó al satélite debía provenir de nuestro impactado planeta. La otra opción sería menos plausible: “Parece poco probable, aunque quizás posible, que la composición del impactador coincidiera con la de la proto-Tierra” señalan en el trabajo.
Pero si esta no coincidencia entre la composición de las rocas no calzaba con las predicciones de la formación por un disco de escombros, la idea de que la Luna se formara rápidamente tampoco salvaba todos los escollos. En el artículo los investigadores reseñan que simulaciones anteriores para probar la posibilidad de que la Luna se formara directamente, sin necesidad del disco de desechos que con el tiempo se acrecería, habían desechado la idea por varias razones, entre ellas “cuestiones numéricas, justificadas en ese momento, debido a la baja resolución”. Y así allí apuntaron sus baterías.
Aprovechando las capacidades de cálculo de la instalación de computación avanzada –apodada Dirac por su sigla en inglés– de la Universidad de Durham, realizaron cerca de 400 simulaciones de impacto con varios órdenes de magnitud más de partículas que los realizados anteriormente para la colisión que habría originado a nuestro satélite. En ellas además variaron tanto el ángulo como la velocidad de la colisión, las masas y rotación de ambos cuerpos, de manera de ver si obtenían escenarios acordes al sistema Tierra-Luna actual. Al trabajar con un mayor número de partículas suavizadas, obtuvieron resultados con mayor definición que les permiten decir con confianza que “los satélites estables se producen con una masa de hierro similar a la de la Luna y material significativo de la proto-Tierra”.
Separados al nacer
“Encontramos que una característica clave de los escenarios de impacto que lanzan un gran satélite directamente a una órbita amplia es la separación temprana del protosatélite del remanente principal del impactador”, dicen Kegerreis y sus colegas en el trabajo. ¿Qué tan temprana sería esa separación? De apenas unas pocas horas.
En los gráficos que acompañan al trabajo, así como en una espectacular animación realizada por el propio Jacob Kegerreis, puede verse cómo tras colisionar hay una gran eyección de material de la proto-Tierra que junto a parte de Tea salen proyectadas. Sin embargo, al aplicar la simulación de alta resolución se aprecia que gran parte de este material es atraído por la propia proto-Tierra mientras que una pequeña cantidad queda formando lo que luego sería la Luna.
En una de las simulaciones esa movida independentista del material que dará origen al satélite sucede en cerca de cinco horas. Si bien se aplica a este escenario, también señalan que “esta formación directa de un satélite es sensible al ángulo de impacto, con dependencias más leves de la velocidad y rotación iniciales”, algo que puede servir para pensar fenómenos similares en otras partes del universo.
Los resultados obtenidos en estas simulaciones también son coherentes con la composición isotópica de las rocas de la Luna. “Los escenarios canónicos de formación de la Luna producen discos de escombros compuestos de sólo aproximadamente 30% de material de la proto-Tierra, lo que es difícil de conciliar con las firmas isotópicas casi idénticas de la Tierra y la Luna”, plantean Kegerreis y colegas. En sus simulaciones “los satélites inmediatos suelen tener composiciones moderadamente más altas, de alrededor de 30% a 40% de material proto-Tierra”, pero además esos porcentajes aumentan mucho más cuando se trata de las rocas de la corteza y el manto, que puede llegar a 60%, mientras que el interior profundo es dominado por “material principalmente de Tea”.
Otro asunto interesante tiene que ver con el núcleo de la Luna. Si nuestro satélite se formó con material de la Tierra, su densidad debería ser similar. Pero mientras que la Tierra tiene una densidad media de 5,52 gramos por centímetro cúbico, la de la Luna es de apenas 3,34. Por eso siempre se sostuvo que debería tener un núcleo metálico pequeño. Al respecto, en el trabajo se señala que “los interiores profundos de todos nuestros satélites simulados contienen algo de hierro del núcleo del impactador. Para los satélites con masas similares a la Luna, el contenido típico de hierro oscila entre 0,1% y 3%, comparable con el cerca de 1% de la masa del núcleo lunar”. En sus capas más externas, la Luna tiene material proveniente del manto de aquella proto-Tierra.
Por todo ello, concluyen que “las simulaciones de alta resolución revelan cómo los impactos gigantes pueden colocar inmediatamente un satélite en una órbita amplia con una masa y un contenido de hierro similares a los de la Luna”.
Que venga más evidencia
Como bien dijo el autor principal del trabajo, Jacob Kegerreis, en un comunicado de la Universidad de Durham, “esto abre una gama completamente nueva de posibles puntos de partida para la evolución de la Luna”. El investigador reconoció que cuando comenzaron el proyecto desconocían “cuáles serían los resultados de estas simulaciones de muy alta resolución”. Tal vez por ello considera que fue una “gran revelación” ver que “las resoluciones estándar pueden darte respuestas incorrectas” así como, obviamente, se alegró porque “los nuevos resultados pudieran incluir un tentador satélite similar a la Luna en órbita”. Pero no olvidemos: estas son simulaciones posibles por capacidades de cálculo enormes. Ahora vendrá más trabajo.
“Para determinar si estos satélites pueden explicar otras propiedades de la Luna además de la masa y el contenido de hierro, como aquellos sin interiores completamente fundidos, se requieren estudios futuros a medida para extrapolar los resultados de la simulación de manera confiable, ya que ese sigue siendo un desafío también para modelos estándar de acumulación de escombros”, dicen en el artículo Kegerreis y colegas.
Otro de los autores del trabajo, Vincent Eke, expresó que sus simulaciones, que “podrían ayudar a explicar la similitud en la composición isotópica entre las rocas lunares devueltas por los astronautas del Apolo y el manto de la Tierra”, también traerían “consecuencias observables”, en lo que refiere al “grosor de la corteza lunar”. Con varias misiones a la Luna en un futuro cercano, como la dos veces pospuesta Artemis, nuevas rocas lunares obtenidas a mayor profundidad podrían apuntalar a estas simulaciones o ayudar a ajustar parámetros.
“La probabilidad y el potencial de este y otros escenarios de formación de la Luna estarán limitados”, dicen, por “modelos más confiables para la evolución a largo plazo de las órbitas de los satélites, los océanos de magma, los planetas posteriores al impacto y los discos”, “ecuaciones de estados mejoradas aún más en simulaciones de alta resolución en más del amplio espacio de parámetros”, y también con “una comprensión más profunda de las restricciones isotópicas y de otro tipo de las mediciones existentes y futuras”, finalizan en el artículo publicado.
Por ahora este posible origen de una Luna de rápida formación en una única etapa explica elegantemente tanto el problema de la composición de las rocas como el de su órbita actual. Como toda buena propuesta, ahora deberá aguardar para ver si sale indemne de la pedrada de críticas y aportes que despierte.
Accidentes afortunados
“Las simulaciones de alta resolución revelan cómo los impactos gigantes pueden colocar inmediatamente un satélite en una órbita amplia con una masa y un contenido de hierro similares a los de la Luna”, señalan entonces en el trabajo. Pero como decíamos al inicio, lejos de catastróficos, estos impactos colosales pueden ser también provechosos. Cual deliveries frenéticos, mediante estas colisiones cósmicas distintos elementos llegaron a nuestro planeta (y a otros, que no somos el centro del universo), incluso algunos muy necesarios para que la vida tal cual la conocemos tuviera materia prima. Por ejemplo, se piensa que cometas y asteroides trajeron agua a la Tierra. Pero hay más.
El violento impacto de Tea con la Tierra en formación provocó la inclinación de su eje de rotación, que actualmente es de unos 23,5°. Gracias a esa inclinación, por ejemplo, disfrutamos de cuatro estaciones diferenciadas en vastas regiones del planeta. Y sin la Luna, ese eje se desestabilizaría. Pero no se trata sólo de eso. Sin nuestro satélite acompañante, no tendríamos mareas como las que tenemos y el clima sería bastante diferente. Dado que la evolución de la vida precisa tiempo y, a su vez, reglas de juego medianamente constantes durante buena parte de él, no sabemos cómo podría haber sido el camino de la vida en la Tierra sin aquella maravillosa colisión hace 4.500 millones de años.
¿Podemos concebir un cielo nocturno sin la presencia regular de la Luna? Probablemente no, y por ello también debemos celebrar aquella fortuita colisión con Tea. También es cierto que vamos perdiendo cielo nocturno y que tal vez para nuestros antepasados no poder ver la mancha de la Vía Láctea fuera tan inconcebible como para nosotros no ver la Luna.
Artículo: “Immediate Origin of the Moon as a Post-impact Satellite”
Publicación: The Astrophysical Journal Letters (octubre de 2022)
Autores: Jacob Kegerreis, Sergio Ruiz-Bonilla, Vincent Eke, Richard Massey, Thomas Sandnes y Luis Teodoro.