¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Los sudamericanos tenemos la respuesta un poco más fácil que las personas de otras partes, ya que el nuestro fue el último continente en ser poblado, salvo la Antártida. Somos seres humanos y a través del Estrecho de Bering venimos del extremo noroeste de Eurasia.

Sin embargo, luego de esa respuesta rápida, compartimos dudas con el resto de la humanidad. ¿Cuándo llegamos efectivamente a nuestro continente? ¿Cómo se pobló el territorio? ¿Hubo una o varias olas migratorias? ¿Dónde quedamos nosotros, los humanos actuales, en ese mapa de expansión curiosa y conquista de nuevos territorios de nuestros ancestros?

Para algunas de estas interrogantes, el reciente trabajo liderado por Gonzalo Figueiro y Mónica Sans, del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, junto a Patricia Mut, Lucas Alen y Sara Flores, del mismo departamento y la misma facultad, en colaboración con Gonzalo Greif, Lucía Spangenberg y Hugo Naya del Institut Pasteur de Montevideo y Pedro Hidalgo, Silvana Luna y Elizabeth Ackermann del Centro Universitario de Tacuarembó, hace valiosos aportes.

Titulado “Filogeografía de mitogenomas indígenas de Uruguay” y publicado en la Revista Argentina de Antropología Biológica, el artículo comunica los hallazgos de este grupo de investigación tras secuenciar y analizar 32 genomas mitocondriales completos de personas con ascendencia indígena de Uruguay y determinar los subhaplogrupos a los que pertenecen. Lo que encontraron, además de siete nuevos subhaplogrupos, es que para la gran parte de los genes indígenas que aún circulan en nosotros en el Uruguay del siglo XXI, las secuencias “pudieron ser vinculadas a distintos grupos étnicos o a diversas regiones geográficas como Amazonia, Chaco, Pampa o Andes”. Sí, nuestros antepasados se movían bastante, y este rincón que hoy llamamos Uruguay parece haber sido ya desde hace miles de años un sitio que recibía gente de todas partes.

Genes, mitocondrias y haplogrupos

¿Qué es eso de genomas mitocondriales? Las mitocondrias son unos organelos que la mayoría de los seres vivos tenemos en nuestras células. Se las conoce como las fábricas de la célula, porque de ellas dependemos para generar energía. El asunto es que las fabulosas mitocondrias parecen haber sido hace varios miles de millones de años unos seres unicelulares independientes. En algún momento fueron “incorporadas” por una célula primitiva. Ambas se beneficiaron: aquella mitocondria ancestral eliminó competencia y tuvo nutrientes con comodidad, la otra célula incorporó una planta de energía eficiente. ¿Y esto por qué nos importa en una nota sobre genes y ancestría indígena? Porque las mitocondrias poseen su propio ADN distinto al que está en el núcleo de nuestras células. Y más curioso aún: ese ADN sólo se hereda por vía materna. A diferencia del ADN del núcleo, que es el resultado de una lotería entre el ADN de cada uno de nuestros progenitores, el ADN de la mitocondria de una persona es una versión del ADN de la mitocondria de la madre.

Al no estar sometido a la lotería de la recombinación, el ADN mitocondrial permite rastrear con más fidelidad la ancestría, al menos por ese lado materno. Por eso se utiliza frecuentemente y por ello nuestras investigadoras e investigadores recurrieron a estudiar el genoma mitocondrial, también llamado mitogenoma, de personas que ya se sabía tenían ancestría indígena. De hecho, las 32 muestras analizadas en esta investigación provienen de personas que dieron su consentimiento para dos proyectos anteriores, uno sobre cáncer de mama y Diversidad Genética Humana del Centro Universitario de Tacuarembó y del Proyecto Urugenomes del Institut Pasteur Montevideo.

Mediante variaciones que se producen en el ADN mitocondrial -si algo tiene la vida en este planeta es una obstinada obsesión por mutar y cambiar- pueden determinarse distintos marcadores genéticos que se heredan juntos. Distintas combinaciones de estos marcadores conforman linajes, a los que técnicamente se denomina haplogrupos. Los haplogrupos ancestrales de quienes ingresaron a América hace algo así como 20.000 años son conocidos desde los 90 del siglo pasado.

Estos haplogrupos fundadores se escriben combinando letras y números. Los más frecuentes para Sudamérica son los haplogrupos A2, B2, C1, D1 y D4 (aunque D4 por ahora no se ha registrado en nuestro país). A su vez, estos haplogrupos también presentan variaciones, es decir mutaciones que se acumulan y pasan de generación en generación, formando entonces subhaplogrupos, que tienen nombres aún menos simpáticos, como por ejemplo C1d1g. Esto se determinaba más que nada viendo una pequeña parte de todo el genoma mitocondrial, específicamente las llamadas regiones hipervariables. El trabajo aquí comentado analizó todo el genoma, y no sólo las mutaciones acumuladas en esa parte, para tener una mejor definición de los subhaplogrupos con “el objetivo de aportar al conocimiento del poblamiento prehistórico e histórico del territorio uruguayo y sus relaciones con otras poblaciones indígenas o cosmopolitas”.

Haciendo un paralelismo, cada uno de estos subhaplogrupos son variantes, como de las que ahora hablamos del coronavirus. En poblaciones humanas, en lugar de variantes, cuando permiten trazar justamente una línea de ancestría, les podemos decir linajes. Ahora sí, vayamos a hablar de nuestros antepasados con el bioantropólogo Gonzalo Figueiro a la Facultad de Humanidades.

Contra viento, pandemia y marea

“En 2017 nos aprobaron el proyecto. En 2018 empezó la ejecución, que implicaba la contratación de gente, la compra de los insumos y también decidir exactamente en términos técnicos qué era lo que íbamos a hacer. La idea era secuenciar genomas mitocondriales completos mediante secuenciación masiva”, relata Gonzalo. Para ello debían preparar las muestras, amplificar el ADN, hacer bibliotecas, y luego enviarlas al Institut Pasteur donde se secuenciarían. Eso hicieron con una primera tanda de muestras a fines de 2018. Gonzalo dice que entonces aprendieron mucho: “Una de las primeras cosas que aprendimos fue que podríamos haber mandado muchas más muestras a secuenciar con ese mismo casete, y eso nos hubiera ahorrado plata”, dice con autocrítica y de forma jocosa.

“Con la primera tanda de esos genomas secuenciados en 2018 hice una especie de ejercicio de aprendizaje de agarrar solamente las cinco secuencias que teníamos del haplogrupo D1 para ver cuánto me tomaba hacer el análisis de semejanzas interpoblacionales y demás”, comenta Gonzalo. Se llevó una gran sorpresa: el trabajo de analizar los genomas mitocondriales de cinco muestras y compararlo con los que ya se conocen de aquí y de otras partes de Sudamérica para ver las relaciones le llevó varios meses. “¡Y eran sólo cinco secuencias!”, exclama.

Luego, cuando había quedado cierta capacidad ociosa en el valioso equipo de secuenciado masivo del Pasteur, hicieron otra tanda pequeña, completando el secuenciado de las 32 muestras que reportan en el artículo.

Luego de presentar esos resultados preliminares en un congreso en Argentina, Gonzalo se vio venir lo que les esperaba. “Convenimos con Mónica Sans en no esperar a tener las más de 60 muestras porque nos iba a pasar el agua y decidimos hacer este trabajo con estos primeros 32 mitogenomas, porque a mí me había resultado un trabajo titánico trabajar sólo con estos cinco mitogenomas del haplogrupo D1” confiesa.

Analizando y comparando

Para comparar los mitogenomas completos que obtuvieron de 32 uruguayos y uruguayas con ascendencia indígena, el equipo debió consultar mitogenomas completos de personas con ancestría indígena y ADN antiguo de indígenas sudamericanos. Como en toda comparación, cuanto más completa y detallada la información, mejores resultados.

“En cuanto a la comparación de los genomas mitocondriales, sabemos que hay grandes parches que no están cubiertos. Hay un sesgo de muestreo muy fuerte”, admite Gonzalo. A lo que se refiere es que vemos el pasado a través de pequeñas ventanas que son los genomas disponibles y que pueden generar distorsiones.

Figueiro cuenta que en 2012 un grupo de alemanes realizó estudios de mitogenomas de la patagonia chilena y propuso que un subhaplogrupo, el D1j, había surgido en la costa pacífica. Al ver las mutaciones que definían a D1j, investigadores de la Universidad de Córdoba, de Argentina, se percataron de que esas mutaciones estaban también en descendientes de indígenas de esa región. “Resultó entonces que donde es más frecuente ese subhaplogrupo D1j no es en la costa pacífica de Chile, sino en el centro de Argentina, al punto que tuvieron razones para suponer que surgió allí y que luego se dispersó a otras partes de América. Incluso, ese linaje también está presente en Uruguay”, relata a modo de ejemplo.

Trabajar con muestras parciales puede llevarnos a sesgos. Por eso, la importancia de sumar ahora 32 mitogenomas completos más. Y de la otra treintena que vendrá en breve. Cuantos más individuos secuenciados, más definición tendremos del panorama y mejores comparaciones podremos hacer. La ciencia es un trabajo de hormiga acumulativo.

“Ese mismo trabajo de 2012 define un subhaplogrupo que se llama D1g5, que se define por ocho mutaciones con respecto a su tronco ancestral que es D1g. Con nuestro trabajo, vimos que en Uruguay, en estos individuos modernos que secuenciamos, encontramos un individuo que tiene sólo cinco de esas ocho mutaciones. ¿Si tiene sólo cinco de esas ocho mutaciones es D1g5?”, pregunta Gonzalo. Tras un silencio de suspenso, responde: “No, porque ese subhaplogrupo se definió por ocho. Si tiene sólo cinco mutaciones sería una forma primitiva de eso. Nos encontramos con esas inconsistencias, les ponemos nombres a las cosas y las definimos de acuerdo a lo que encontramos sin pensar que quizás hay una forma anterior”, afirma. Justamente en el trabajo que acaban de publicar propone que D1g5 se define por las cinco mutaciones observadas en los descendientes de Uruguay.

“Encontramos que de D1g5, que efectivamente está presente en la patagonia argentina y chilena, la forma más primitiva que se ha encontrado hasta el momento de ese subhaplogrupo está acá”, dice para luego autorreportearse: “¿Quiere decir que surgió acá? No me animo a decir tanto porque encontramos una muestra nada más. Si después esa forma más ancestral la encontramos en alta frecuencia en Uruguay y no aparece en otras partes, tal vez sí surgió acá. Ese tipo de cosas pasan cuando efectivamente empezás a tener una mejor cobertura de muestreo”, explica. “La forma de encontrar una buena cobertura de muestreo es tener equipos locales y masa crítica local”.

Siete nuevos nombres complicados

En el trabajo reportan, con equipos de investigación y masa crítica locales, siete nuevos subhaplogrupos o linajes que dicen presente en los genomas mitocondriales de descendientes actuales: dos para la línea ancestral A2, bautizados A2be y A2bf, uno para el haplogrupo B2, denominado B2an, cuatro para el grupo C1, bautizados C1dg, C1dh, C1b30 y C1b31, y el restante en el linaje D1, al que llamaron D1x. Pero a diferencia de nombrar una nueva especie de animal o planta, ponerles nombre a los subhaplogrupos es bastante más complicado. Para empezar, no hay reglas claras.

“Tenemos esa fascinación que hace que a todo lo que esté vinculado con lo humano le queremos poner un nombre, como hacen los descubridores de fósiles de homininos que le ponen nombres de especie nueva a cada cosita que encuentran”, se autocritica Gonzalo.

“Hay un criterio de asignación básico. Por ejemplo, para el haplogrupo A, para la población americana el haplogrupo es A2, porque ese grupo lo compartimos con Asia. A partir de ahí se le empiezan a agregar cosas. A2a para hacer un subhaplogrupo de A2. A2a1 es una subforma de A2a. Y así sucesivamente se van nombrando las distintas ramas según tengan mutaciones divergentes con respecto a la forma original”, explica. ¿Todo ordenado, entonces? No. “Lo que no hay es un criterio consistente respecto a cuántas mutaciones son necesarias para que algo merezca tener un nombre propio”, dispara.

Esto quiere decir que nada impide que alguien que encuentra una mutación denomine un nuevo subgrupo con el mismo rigor que alguien que encontró diez mutaciones de diferencia. “Así es, hay mucha inconsistencia respecto a la cantidad de variabilidad que se asigna a un subhaplogrupo. Por lo tanto podés tener algo que se llame A2a y A2b, pero A2a está definido por cinco mutaciones con respecto a otro grupo más ancestral y A2b está definido por dos mutaciones. No tiene sentido”, se queja.

Pero además hay otro problema. “Para la taxonomía zoológica, botánica, etcétera, vos entrás a la web y tenés una referencia. Buscás una especie y sabés si la nomenclatura está bien, si cambió, etcétera. Para nosotros existía un estándar de facto, porque era lo que se usaba, que fue definido por un equipo europeo, que tomaba la variabilidad mitocondrial y a medida que se iban publicando cosas las iba nombrando y las incorporaba a un árbol enorme llamado Phylotree”, relata.

“El famoso C1d3 lo definieron ellos. Nosotros lo publicamos en 2012 como un subhaplogrupo único para Uruguay y ellos lo incorporaron a esta base de datos y le pusieron un nombre”, agrega Gonzalo. Cuando dice “famoso” fue porque se trató de un subhaplogrupo que se ha reportado sólo en Uruguay, y no sólo eso, sino que estaba presente en Vaimaca Perú, en restos de cerritos y en personas actuales, dando entonces lugar a un linaje local y continuado en el tiempo. Pero volvamos a los problemas de Figueiro.

“El tema es que la última versión de Phylotree fue publicada en 2016 y no ha sido actualizada desde entonces. Y entonces tuvimos que rastrear todo lo publicado entre 2016 hasta hoy para ver si se habían propuesto nombres nuevos”, cuenta Gonzalo.

El asunto es que, a diferencia de la taxonomía, aquí no hay reglas para definir qué nombre prevalece, si el primero o el más reciente. “De hecho si comparás el trabajo que se hace en filogenia mitocondrial en humanos con lo que hace por ejemplo Susana González con cérvidos, o Mariana Cosse con cánidos, ellas no les ponen nombres a las mutaciones que encuentran. Simplemente dicen que en ciertas muestras encontraron el haplogrupo que en su artículo van a denominar de cierta forma. Pero el tema de ponerle nombre y etiqueta es una obsesión propia de los antropólogos genetistas, no de todos los genetistas, y solamente con nuestra especie. No vas a encontrar esta obsesión de nomenclatura con el ADN mitocondrial de otras especies, sólo pasa con la nuestra”.

Y el problema es que, ante diferencias, no hay una forma de decir qué nombre es válido y cuál no de acuerdo a la evidencia. Cada autor seguirá con su postura, si quiere, y solamente las citas mostrarán cuál es el preferido por la comunidad académica. “Creo que con esta obsesión de nomenclátor estamos perdiendo el foco. Es decir, le ponemos nombres como herramientas heurísticas, recordar que tal subhaplogrupo tiene tales características para no tener que acordarnos de toda la notación, pero más allá de eso ¿para qué sirven estos nombres?”, se pregunta.

Los nuestros y los otros

Le digo que cuando aparece un nombre para un linaje que sólo está en un lugar, por ejemplo el C1d3, se producen ciertas cosas que son significativas. De hecho, en el trabajo señalan otros subhaplogrupos que estarían también bastante restringidos a Uruguay.

“Sí, está el caso del C1b31, que está restringido por ahora a Uruguay”, comenta. Y también está el caso de A2be, que en el trabajo se propone que estaría restringido a Uruguay y que de aquí había llegado a Brasil. “A2be está en Uruguay y solamente encontramos una secuencia afín en Brasil, pero en realidad la mayor parte de las muestras son de acá, por lo tanto efectivamente podría haber tenido su origen acá”, conjetura.

¿Cuál es el objetivo de todas estas letritas que se combinan con números? Justamente dejar de lado cuáles son las mutaciones y permitir que eso nos describa algo. El asunto es que cuando proliferan esas letras y no hay un criterio común, lejos de ayudar, el panorama puede hacerse más arduo. “Al final termina siendo una discusión sobre si tal nombre es válido o no. Pero lo más importante en realidad es, más que el nombre, empezar a mirar el bosque. Por ejemplo, acá nosotros hicimos un análisis muy detallado de determinados haplogrupos, de tales subgrupos, con tales características, que están presentes en nuestra población. ¿Cuál es la finalidad? A la larga, reconstruir en profundidad la historia de los contactos y movimientos interpoblacionales de lo que definimos como la población uruguaya”, sostiene Gonzalo. Y entonces lanza su molotov.

“El mensaje principal que sacamos de acá es que definir el componente indígena como ‘uruguayo’ no corre, son poblaciones que han tenido permanentemente contactos de ida y de vuelta, movimientos poblacionales con otras regiones y también contactos con otras poblaciones. Porque no somos capaces y no vamos a serlo nunca, de eso soy un convencido, de definir determinado linaje como exclusivo de un grupo étnico. Eso es definitivo”.

Estas letras y números hablan de mutaciones, o, como dice Gonzalo, de variación acumulada en los genomas mitocondriales. La premisa de la que partimos es que una población que se queda relativamente aislada va a tener menos variación acumulada que otra que se mueve e intercambia genes -sí, tienen sexo- con otras poblaciones de la región.

“Encontramos estas relaciones, concretamente de D1 con la patagonia y de A2 y C1 con el chaco. Es algo que ya habíamos visto en otros estudios de la región hipervariable de ADN mitocondrial, pero esto reafirma que evidentemente había una cierta fluidez con la región pampeana y patagónica y también con el norte de lo que hoy es Argentina y la cuenca del Paraná”, afirma.

Algunas señales encontraron de grupos que parecen haberse movido menos o intercambiado menos mimos: el C1d3 ya conocido y estos dos nuevos propuestos ahora, el C1b31 y aparentemente también A2be. Otra posible razón para esto es que sí tuvieran contactos con otra gente, pero que tuvieran también una relación con su territorio de procedencia marcada, por ejemplo, trayendo aquí a sus muertos para darles sepultura, o teniendo sus hijos por esta zona.

“Ahí está la cuestión. Cuando nosotros miramos esa variación acumulada encontramos linajes compartidos con otras regiones. Según la cantidad de variación que tenemos y que separa esas dos líneas, nosotros podemos decir cuánto tiempo llevan de divergencia.

En el trabajo lo llaman “la edad del ancestro común más reciente”. “Los linajes que tienen más mutaciones en común y menos divergencia indican que se trata de gente cuyos ancestros estuvieron presentes en ambas regiones o en esa otra región hace menos tiempo. Ese es uno de los intereses de hacer todo este trabajo. No interesa tanto el nombre del linaje, nos interesa qué podemos inferir”, sostiene.

Incluso lo que pueden inferir atenta contra ese chovinismo de los linajes “nuestros”, o de linajes “argentinos” o de donde sea. La primera gran afirmación que se desprende de este trabajo es que esta gente se movía, que estaba muy conectada con poblaciones de la región, que había un flujo de gente que también implicaba un flujo de genes, y por otro lado se nota una cosa que se ve frecuentemente cuando se estudia la fauna y la flora.

Uruguay tiene casi siempre una característica especial: es un país donde confluye la fauna y la flora del norte brasileño y la del sur de la pampa y la patagonia. Más aún: Uruguay es el límite sur de distribución de muchas especies y el límite norte de la distribución de muchas otras. El trabajo muestra que para los indígenas se habría dado también algo así. Éramos una especie de hub genético de las américas. ¿Siempre fuimos una tierra de inmigrantes?

“Sí. Eso es muy llamativo. Porque además nos retrotrae a ideas y concepciones como las que manejaban Renzo Pi y Daniel Vidart, como que en determinado momento había determinados grupos, en otros otro, y después vino otro. En un momento cuestionamos esas ideas tan simplistas de Uruguay como un lugar de confluencia, pero todo indica que lo fue”, reflexiona Figurero. “Al menos cuando empezamos a ver las afinidades genéticas, queda claro que iban y venían de un lado a otro”.

Del Cordón y de la Aguada

En el estudio, además de describir los subhaplogrupos, se toman el trabajo de calcular, mediante las mutaciones de diferencia, la edad de ese ancestro común anterior. Y allí hay un rango amplio para estas idas y venidas: los pobladores de esta parte tienen antepasados en común en otras partes con linajes que se separaron hace apenas unos 3.900 años atrás, y otros que se remontan hasta unos 20.000 años. Son 16.000 años de migraciones y movimientos en los que no se quedaron quietos, ni los de acá ni los de otras partes.

“Creo que lo que tenemos que llevarnos a casa de acá es que sigue siendo una muestra parcial; 32 mitogenomas no son un disparate, pero la variabilidad que nos dio, los tiempos de los antepasados común y las relaciones regionales e interregionales, muestran un panorama muy rico de movimientos de gente. Quizás es un movimiento de pequeños grupos, quizás de personas aisladas, no necesariamente hablamos de grandes contingentes, sino de eso, de un grupo que hoy estaba acá, mañana estaba allá, y sus bisabuelos estaban en otro lado”, enfatiza.

“En los casos en que solamente los encontramos acá puede ser a un sesgo de muestreo o que efectivamente se quedaron o tenían alguna conducta que hacía que definitivamente sus descendientes terminaran circunscritos a esta zona”, agrega. Eso es “notorio”, dice, en el caso del C1d3. Algo similar ven en el nuevo grupo propuesto, el C1b31. “Sí, pero ese es un linaje hallado en población actual, no lo hemos encontrado en los restos esqueletales. Todavía. Tengo la idea de que capaz terminan apareciendo”.

“Por otro lado, los que presentan antepasados en común más recientes lo que están mostrando son vinculaciones, casi podría decir redes, prehispánicas”, amplía Gonzalo. “Si encontramos un antepasado común más reciente tan cercano en el tiempo, como es el caso de estos 3.900 años, son vinculaciones de grupos que estaban en flujo permanente. Estamos hablando de poblaciones que, desde el punto de vista genético, para mí constituían una población sola que se distinguía como quien distingue a un habitante del Cordón de uno de la Aguada. Es decir, nos distinguimos por el cuadro que hinchamos, pero somos la misma población desde el punto de vista de nuestras características genéticas”, dice disfrutando la comparación.

“Creo que esos antepasados en común muy recientes están indicando ya no relaciones entre poblaciones, sino que eran la misma población. En todo caso, tenían diferencias a nivel de lengua y de algunas cuestiones a nivel de identidad, lo que evidentemente no les impedía relacionarse”, agrega.

Este tipo de trabajos, vale aclarar una vez más, no nos habla de culturas ni de etnias. Y eso se choca con ese afán que nos han impuesto de ver si los indígenas de aquí eran charrúas, o guenoas, o guaraníes o lo que fuera. Estos trabajos van por otro lado: aquí se están viendo genes mitocondriales. No se ve cultura, no se ve lengua, no se ven costumbres ni tradiciones. Lo que sí se puede ver es que esas personas, tal vez con diferentes culturas, lenguas y tradiciones, se relacionaban entre sí por más que estuvieran alejadas. Y por “se relacionaban” también queremos decir que tenían relaciones sexuales. Los genes cometen esa infidencia. Los pobladores de este continente se movían, tenían encuentros y se reconocían como similares.

“Incluso podemos incluir en esa cuestión genética el aspecto político. Ni siquiera tenemos que ir tan lejos al pasado. En la sociedad actual, especialmente para los grupos de poder, una de las formas de afianzar alianzas es mediante el matrimonio. Entonces quizás lo que estamos viendo en algunas de esas poblaciones con varios linajes en común es que justamente intercambiaban cónyuges de determinadas familias o de determinados grupos de parentesco para mantener determinado poder político o mantener determinadas pretensiones sobre el territorio”, sostiene Gonzalo.

“Eso a nivel antropológico y especialmente a nivel de arqueología se maneja mucho con respecto a estos territorios, porque al fin y al cabo esto es un grupo político y es relevante entender cómo se mantenían unidos. Eso podía ser posible mediante determinadas alianzas, que podían incluir alianzas políticas relacionadas con intercambiar hijos e hijas. Eso que vemos en Game of Thrones, o cualquier novela histórica sobre la realeza, y que sigue funcionando hasta el día de hoy, podría haberse dado entonces”, dice volviendo a disfrutar de la comparación.

“Por otro lado, a diferencia de las poblaciones de otros animales, las poblaciones humanas tenemos una cantidad de mediaciones simbólicas que le agregamos a la elección de con quién tenemos sexo. Por ejemplo, si leemos cualquier libro de antropología, vemos que todas las culturas tenían formas diferentes de definir con quién te podías casar y con quién no y en función de qué. Tenemos una maravillosa capacidad de construir símbolos en torno a todo”, contextualiza.

“Entonces lo que sí pudo haber pasado es que efectivamente encontremos determinadas relaciones poblacionales que en determinado momento hayan sido el producto de determinadas conceptualizaciones simbólicas. Determinado grupo que tiene tales características, por ejemplo por decir cualquier cosa, que tiene perforada la nariz y que caza animales voladores, sí son materia de matrimonio, matrimonio entendido en términos de relación sexual con fines reproductivos, y quizás había alguna regla que decía que, en cambio, los que se perforan las orejas y cazan carpincho no”, ejemplifica. “Ahí está la parte sobre la que los datos genéticos por supuesto no te van a decir nada, porque no sabemos cuáles eran las reglas y cuáles eran los motivos, por ejemplo, los políticos que te decía antes, que pudieran llevar a determinadas alianzas matrimoniales y cuáles no”.

Hay ciertos temores y desconfianzas a esta aproximación desde los genes para reconstruir nuestro pasado. Sin embargo, el mensaje que queda del trabajo es justamente lo opuesto a lo que podría objetar alguien no muy convencido: prácticamente dice que hay que dejarse de buscar diferencias, los habitantes de grandes regiones de este continente eran prácticamente la misma población, al menos, desde sus genes. Lejos de fundar en los genes diferencias y chovinismos locales, aquí hay una continuidad y un intercambio fluido. No tiene sentido buscar divisiones, salvo en el plano cultural. No había indios genéticamente más trabajadores y otros más vagos, más sumisos o más buenos para ser mano de obra esclava.

“Quien tenga la intención de buscar diferencias mediante los genes, seguro no va a estar contento con la evidencia. Pero hay otro problema que es el metodológico. Si vos querés utilizar el dato genético para encontrar divisiones estancas en la población humana, vas a estar forzando datos, ciertamente, pero las vas a encontrar”, dice.

“Y allí está nuevamente el tema de que te vas a acercar a determinado dato, a determinada información, con ideas preconcebidas en mente, te guste o no. La pregunta es cuán consciente sos de esa preconcepción. Si no lo sos, vas a encontrar clasificaciones estancas. Soy perfectamente consciente de que alguien me puede decir que mi sesgo es ideológico. Ciertamente lo es. Pero no, no hay diferencias estancas en la población humana. Este trabajo está mostrando claramente que la identidad de estos individuos definitivamente no parece haberse definido por con quién tenían descendencia”, lanza Gonzalo. Y luego regala un cierre brillante para la nota: “Acá estamos utilizando el dato genético como los rastros que deja la gente al moverse en el territorio y acostarse con otra gente”.

Artículo: “Filogeografía de mitogenomas indígenas de Uruguay”
Publicación: Revista Argentina de Antropología Biológica (enero 2022)
Autores: Gonzalo Figueiro, Patricia Mut, Lucas Alen, Sara Flores Gutiérrez, Gonzalo Greif, Pedro Hidalgo, Silvana Luna, Elizabeth Ackermann, Raúl Negro, Lucía Spangenberg, Hugo Naya y Mónica Sans

Haciendo ciencia en el tercer mundo

“Este es un caso más de ciencia hecha en la periferia, en el tercer mundo. La primera tanda de secuenciación la hicimos en 2018. La segunda tanda, pequeña, es de 2019. Teníamos todo preparado para largar la tercera tanda... y vino la declaración de emergencia sanitaria”, cuenta Gonzalo.

“Teníamos todas las bibliotecas prontas, porque el paso previo al envío del material para secuenciar es lo que se llama bibliotecas de ADN. Teníamos todo amplificado para hacer las bibliotecas y mandarlas a la plataforma Illumina del Pasteur. Y entonces pasaron dos cosas. Por un lado su equipo quedó fuera de servicio y por la pandemia el service tardó prácticamente un año en ponerlo de vuelta en funcionamiento”, relata. La cosa se pondría más interesante.

“Cuando finalmente arreglan el secuenciador del Pasteur y las cosas se facilitan en términos de movilidad y se levantan las restricciones, empezamos a mirar nuestras cajitas de reactivos para preparar las bibliotecas y estaban todos los reactivos vencidos. La ejecución del proyecto había terminado, no teníamos ni podíamos sacar plata de la caja chica”, relata.

El casete de secuenciación dice que sale unos 1.200 dólares. Y los reactivos otro tanto. 2.000 dólares frenan un trabajo de investigación. Así es nuestra ciencia.

“Cuando finalmente nos avisan que se arregló el secuenciador y vamos a hacer las cosas, nos dimos de frente con las fechas de vencimiento. Perdido por perdido, decidimos seguir adelante. Y ahí aprendimos algo. Aumentamos la cantidad de reactivo e hicimos literalmente ciencia de la periferia. ¿Fuimos los únicos? No, estaba todo el establishment científico uruguayo remando en dulce de leche desarrollando test de diagnóstico de covid”, reconoce Gonzalo.

“Usamos entonces los reactivos vencidos, verificamos que hubiese ADN y que las bibliotecas hubiesen funcionado bien, nos tapamos los ojos y lo mandamos al Pasteur. Al final, de toda la tanda que mandamos, sólo dos bibliotecas de dos individuos fallaron. Dos en cuarenta y pico, las demás anduvieron bien y esas son las secuencias que estamos esperando para analizar. No estuvo nada mal para haber usado reactivos vencidos desde hacía casi un año. Y aprendimos, al menos para una segunda instancia, que se puede hacer. Y eso es parte de nuestra cotidianidad”, confiesa.

“Cuando vinieron los datos, respiramos aliviados. Fue un triunfo enorme. Quizás en el primer mundo secuenciar 60 mitogenomas no es algo tan difícil, pero estamos en Uruguay”, resume.

60 mitogenomas puede parecer poco. Pero, sin embargo, es mucho. “Multiplicó por diez lo que teníamos. En Sudamérica hay mitogenomas indígenas completos secuenciados que quizás duplican o triplican los que tenemos secuenciados en Uruguay, como en Brasil o Argentina. Pero si lo pensamos en términos de la población, realmente no estamos tan mal y esto es un avance”, reconoce.