En 1832 Charles Darwin llegó a Uruguay. Entonces no era el gran referente de la ciencia que hoy conocemos. La obra que lo catapultaría, El origen de las especies, recién vería la luz en 1859. Su curiosidad sobre la fauna, la flora y la geología, y su gran capacidad de observación, lo llevaron a tomar nota sobre casi toda cosa que veía. Y así, cuando estaba en las sierras de Maldonado, se topó con unas piedras apiladas que llamaron su atención.

“En la parte superior de la cordillera encontramos piedras apiladas en diferentes lugares, que claramente habían estado allí durante muchos años”, anotó en su diario de viaje. “Mi compañero afirmó que habían sido construidas por los indios hace mucho tiempo”, prosiguió, señalando la similitud con “las que frecuentemente se encuentran en Gales”. En una muestra de su capacidad de relacionar las cosas que veía –algo fundamental para concebir su idea de cómo se originan las especies–, reflexionó: “El deseo de dejar un recuerdo de un evento específico en el punto más alto del entorno parece ser una pasión universal de los humanos”.

Darwin no fue ni el primero ni el único en notar estas construcciones de piedra realizadas por los indígenas, que si bien son montículos más pequeños que los cerritos de indios, tienen tamaños que van desde los dos a los 15 metros de diámetro. Sin embargo, su anotación resultó importante: al compararlo con los montículos de sus pagos, donde los denominan cairns, allanó el camino para que luego los pioneros de la arqueología uruguaya pasaran a llamar cairnes a estas construcciones de piedra que aparecían en los puntos más altos de las sierras y cerros. Otro nombre por el que se los conoce es el de vichaderos, palabra más vernácula que seguramente se inspira en su localización privilegiada para otear el paisaje.

Darwin ya señalaba un posible uso de los cairnes: marcar un punto específico. La palabra vichadero también refiere a otra funcionalidad. ¿Pero para qué, al menos desde el siglo XVII, que es cuando aparecen en los registros históricos, hacían los cairnes los indígenas?

“Se ha sostenido que las estructuras monticulares conocidas como cairnes son señaladoras de tumbas indígenas; por su parte, los vichaderos, estructuras anulares o circulares, funcionarían como puntos de observación, control territorial e incluso servirían para emitir señales de fuego”, señalaba la arqueóloga Moira Sotelo en un artículo de 2014 publicado en la Revista del Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba.

Sobre la funcionalidad de los cairnes, Sotelo señalaría, al defender su tesis, tres grandes usos posibles, que no son ni excluyentes ni los únicos posibles. De acuerdo a la documentación histórica, algunas de estas construcciones “serían resultado de una modalidad de entierro entre los grupos indígenas”, y todo apunta a que podría tratarse de guenoa-minuanes y charrúas, al menos según consta en las observaciones realizadas en tiempos coloniales (¿se construían cairnes antes? ¿En caso afirmativo, lo harían estos mismos grupos, o la práctica los antecede?). Por otro lado, también dice que “estos emplazamientos o algunos de los tipos de estructuras constituirían lugares relacionados al culto a sus divinidades y otro tipo de ceremonias espirituales y religiosas”. Finalmente, la tercera vertiente de los usos posibles que maneja está relacionada con prácticas productivas, como la caza, el control de rebaños, además de que “están ampliamente documentadas las actividades de centinela para vigilancia del territorio alrededor de estas construcciones”.

¿Eran los cairnes tumbas?

Dejemos de lado aquí los múltiples usos de los cairnes y centrémonos en su uso como sitios de enterramiento. Hay múltiples crónicas que abonan esta hipótesis. La más antigua data de 1687 y fue escrita por el jesuita Francisco Jarque, quien anotó que dado que en estas tierras abundaban las “fieras” –había jaguares y pumas además de todos los carroñeros y carnívoros que hoy siguen estando–, para los indios era “necesario” sepultar a sus muertos “debajo de grandes piedras, o leños”. También anotó que los indígenas “cargan con los huesos de los parientes difuntos adonde quiera que se mudan”. En 1754 otro jesuita, el sacerdote Nussdorffer, anotaría que “en el cerro Yaceguá tienen los infieles guenoas sus sepulturas, y aquí traen a sus difuntos de muchas leguas lejos para enterrarlos”.

Las crónicas sobre los cairnes como lugar de enterramiento seguirían dándose en varios documentos. Pero entonces ya surgiría un problema. En 1787 el expedicionario portugués José de Saldanha no sólo los vio, sino que, sabiendo que eran sepulturas, quiso comprobarlo. “Examinando el terreno debajo de esas piedras jamás encontré los huesos ni fragmentos de ellos, y sí sólo gran cantidad de hormigas, arañas, alacranes y escarabajos o carrochas”, anotó. Y lo mismo les sucedió a todos quienes intentaron corroborar esto y dejaron constancia por escrito, incluidos los primeros arqueólogos como José Figueira, que hizo excursiones a cairnes en 1882.

Y entonces llegamos al siglo XXI. En 2016 Moira Sotelo, junto a la arqueóloga Camila Giannoti y otros colegas del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay (Lappu) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, realizaron la primera excavación de un cairne de la era moderna de la arqueología uruguaya. Relevaron cuidadosamente el cairne Mario Chafalote, localizado en el Cerro del Águila de la Sierra de Aguirre, en Rocha, e hicieron una pequeña excavación en un sector de la estructura que tiene unos siete metros de diámetro. ¿Encontraron restos de enterramiento? No. ¿Se quedaron satisfechas con el resultado? Menos.

Es así que en 2022 Ximena Suárez, arqueóloga uruguaya que está ahora en la Universidad de São Paulo, junto a Mauricio Rodríguez, Heinkel Bentos Pereira y Laura del Puerto, del Centro Universitario Regional del Este, Rocha, y Gianotti y Sotelo, del ya mencionado Lappu, publicaron el artículo “Ausencia de huesos en sitios arqueológicos del sudeste de Uruguay: ¿tafonomía o comportamiento humano?”. Allí parten del hecho de que si bien en algunos cerritos de indios se han encontrado múltiples enterramientos humanos así como huesos de animales, en otros los huesos están ausentes. Lo mismo pasa en los cairnes: si bien todo apunta a que son túmulos, la excavación parcial de 2016 no encontró restos óseos. La hipótesis que manejaron fue que tal vez en esos lugares sí haya habido huesos y que, debido a las condiciones del suelo –la acidez del suelo hace que se no se conserven– hoy no los podamos ver.

Moira Sotelo.

Moira Sotelo.

Foto: Federico Gutiérrez

Se hicieron entonces muestras de un cerrito con abundancia de restos óseos (el famoso CH2D del bañado de San Miguel, en Rocha, con restos de 27 individuos y cientos de animales repartidos en los dos cerritos que lo conforman), otra de un cerrito que no ha arrojado ningún resto óseo (en el sitio Las Palmas, también en Rocha), y muestras del cairne excavado en la Sierra de Aguirre. Las muestras fueron sometidas a tres técnicas de análisis: micromorfología; FTIR, sigla en inglés para espectroscopia infrarroja por transformada de Fourier, que busca encontrar un espectro de radiación infrarroja emitido –o absorbido, en este caso– por las muestras de suelo; y XRPD, sigla en inglés para difracción de rayos x de polvo. Con ajustes y análisis tan precisos como complejos, con estas tres técnicas podrían determinar si efectivamente los huesos se habían disuelto en sedimento debido a las condiciones del suelo o si, en cambio, nunca habían estado allí. ¿Qué pasó?

“Los análisis indican que la tafonomía no desempeñó un papel importante en la baja frecuencia o ausencia de huesos en los sitios Las Palmas y Mario Chafalote”, señala el trabajo. En otras palabras: allí no encontraron huesos, no porque se hayan deteriorado, sino porque al menos en las muestras de esos sectores excavados nunca los había habido. Por eso, en el artículo concluyen que “las diferencias en el uso de los sitios y la tecnología de construcción del montículo explican la composición contrastante del montículo CH”, es decir, usos y técnicas distintos explican por qué en unos hay huesos y en otros no.

¿Descarta esto que los cairnes hayan sido sitios de enterramiento para los indígenas? Para nada. Y de eso conversamos con Moira Sotelo, nuestra principal cairnóloga.

Vichadora de cairnes

Si tuviéramos que asignarle una canción a Moira, sería “Rasguña las piedras”, de Sui Generis. Porque ella viene escuchando desde hace tiempo las palabras apenas perceptibles de los indígenas en las rocas. “Desde que era estudiante de grado empezamos a buscar qué pasaba con la piedra en los pobladores de estas tierras”, dice. “En la arqueología uruguaya, el abordaje de las piedras se venía dando más enfocado a la fabricación de herramientas o como soporte para el arte rupestre. El uso de piedra como material para construir no estaba todavía muy presente”, recuerda.

A diferencia de los cerritos, que comenzaron a ser estudiados con más profundidad en la década de 1990, los cairnes seguían ahí, esperando estoicos su turno. “Si bien sabíamos que los cairnes existían, había referencias aisladas. Entonces en 2010 comenzamos a hacer prospecciones sistemáticas, a buscarlos, y empezamos a ver cómo es que los indios usaban la sierras, cómo accedían a ellas, para qué las usaban”, afirma la investigadora. Su sorpresa fue grande: “El país está lleno de construcciones en piedra”, dice.

En trabajos de hace menos de una década hablaban de unos 60 cairnes precisamente localizados. Hoy llevan relevados muchísimos más. “Lo que ha hecho que el tema se pusiera sobre la mesa es que la gente ahora los identifica en el campo, porque ya sabe que hay amontonamientos de piedras y se dan cuenta de que eso no es natural, que hay un humano que apiló aquello, que lo formó. Por otro lado, los propios colegas también están mucho más atentos, no sólo los que realizan investigación, sino también los que hacen estudios de impacto arqueológico cuando viene una obra –tipo parque eólico, forestación–, que es algo en lo que yo también trabajo”, explica.

Pero además pareciera que el refrán “el que busca encuentra” también hubiera funcionado en este caso. “Antes íbamos a las cumbres de los cerros. Pero luego empezamos a ver que los cairnes también están en lugares más bajos, en lomadas, colinas y laderas. Están en todos lados donde había piedra”, señala Sotelo. A diferencia de puntas de proyectiles y otras herramientas, los cairnes se hacían con piedras que estaban cerca. Y tiene sentido. “Son construcciones, es otra escala del uso de las rocas. Porque además de tumbas también son marcadores territoriales para muchas cosas: de lugares para transitar, adónde llevar el ganado, para marcar el punto donde dejaste algo, en definitiva, para apropiarte del lugar”, dice con entusiasmo. Y entonces volvemos al tema de esta nota: ¿se enterraban huesos allí?

Sierra de Aguirre.

Sierra de Aguirre.

Foto: Pablo La Rosa

¿Se fueron o nunca estuvieron?

Asombrosamente, la hipótesis que intentaron despejar Sotelo y sus colegas con este trabajo, la de que el suelo ácido de los sedimentos podría haber disuelto los huesos, es casi tan antigua como las crónicas sobre los cairnes.

El ya mencionado Saldanha, tras no encontrar huesos bajo los cairnes en 1787 pero haciendo caso a lo que sostenían los relatos, razonaba que la cantidad de bichos que encontró “prueba la fuerte pudrición o fermentación pútrida que experimentó aquel paraje, no admirándome por eso de no toparme con huesos”. También sostiene: “He bien de inferir que mejor obra la acción del tiempo, y aire, sobre los huesos, atacándolos y disolviéndolos a la tierra calcárea”. Si existiera una máquina del tiempo, trataría de hacerle llegar el artículo de Ximena Suárez y sus colegas a José de Saldanha: no, no se desvanecieron atacados o disueltos por la tierra calcárea.

“Se excavó un sector del cairne, no el cairne entero porque no teníamos recursos para hacerlo. Lo que excavamos es una muestra. Entonces pueden suceder varias cosas. O justo tu muestra no se hizo en la parte de esa estructura en piedra donde estaban los restos, o puede que efectivamente en ese cairne no haya enterramientos”, reflexiona Sotelo. Pero además, los restos indígenas muchas veces aparecen en enterramientos secundarios, es decir, no se trata de tumbas con todos los huesos, sino algunos, como los largos y el cráneo.

Lo de los enterramientos secundarios es importante. Ya que se sabe que algunos indígenas cargaban restos humanos consigo y dado que estas cimas de cerros eran lugares de encuentro con valor simbólico, sí es posible que así como hoy algunos pensamos dónde tirar las cenizas de nuestros seres queridos, algunos indígenas tal vez quisieran que los restos de los suyos encontraran en estos cairnes su lugar final. ¿Podría ser que no fueran tumbas, en el sentido de lugar de enterramiento de alguien que fallece, sino un lugar final donde alguien consideraría llevar los restos de los suyos? “Eso puede haber sucedido. Pero para saberlo falta excavar”, sostiene Sotelo, aunque no descarta que pudiera pasar algo así.

“Las cimas de las sierras son lugares sagrados. El valor no lo dan sólo las estructuras en sí mismas sino también todo lo que conforman. Los lugares altos del paisaje son lugares sagrados hasta el día de hoy”, dice y no hace falta ser antropóloga ni tampoco recurrir a culturas lejanas en el tiempo para entender el valor simbólico de las alturas. ¿Qué hay en la cima del cerro Pan de Azúcar? ¿Y del Corcovado en Brasil? “Con los indígenas pasaba lo mismo. Las cimas de las sierras son lugares con un valor especial” sostiene la investigadora. Pero volvamos al tema de fondo.

¿Se enterraban cuerpos en los cairnes? No es una respuesta que pueda dar este trabajo. “El artículo es muy metodológico, pero no da un resultado concluyente para todos los cairnes ni para todos los cerritos. Lo que dice es que, en ese sector específico de un cairne en el que no encontramos huesos, nunca los hubo”, explica Sotelo.

Sitios polifuncionales

En el trabajo, entonces, proponen que la ausencia de huesos tanto en el cairne del cerro del Águila como en el cerrito de Las Palmas abona la teoría, ya defendida por gran parte de la comunidad de arqueólogos y antropólogos, de que tanto los cerritos como los cairnes tenían múltiples funciones.

“El cairne es una categoría que engloba una diversidad de formas, que pueden ser un montículo, un anillo, un anillo que no esté completamente cerrado, y otras cosas que todavía no conocemos bien. Dentro de esa categoría, que engloba diversidad de formas que tienen en común el uso de bloques de piedra, hay distintos usos”, señala Sotelo. “Además del uso mortuorio, los cairnes son lugares ceremoniales, probablemente de peregrinación, de punto de encuentro. Hay algunos que pueden ser muy sagrados y otros que pueden ser para cosas más mundanas, si se quiere; por ejemplo, estructuras cinegéticas, como en Argentina, ya que la caza para estos grupos era una actividad muy importante”, sostiene. “Por otro lado, distintas estructuras pueden servir para distintas cosas, o las mismas pueden servir para distintas cosas en distintos momentos”, agrega.

“Sabemos que hay diversidad de formas, sabemos que están en lugares altos, que son construcciones hechas con piedras, que probablemente algunos tengan tierra, que algunos son tumbas, que otros son marcadores, que son lugares sagrados y otras cosas que hay que seguir profundizando”, suma.

Por otro lado, el uso de los cairnes como lugares de enterramientos impone ciertos límites. Por suerte, las investigadoras e investigadores de hoy ya no son como los de décadas atrás. “La arqueología ha cambiado. Eso de excavar y llevar restos a museos muchos arqueólogos lo estamos evitando. Es mucha responsabilidad encontrar un esqueleto como para además sacarlo. Yo por lo menos no lo haría”, confiesa Sotelo.

Cairne en Sierra de las Averías. Foto: gentileza Moira Sotelo

Cairne en Sierra de las Averías. Foto: gentileza Moira Sotelo

Hay allí una tensión. Por un lado intuyo que se moriría de ganas de determinar el uso del cairne como sitio de enterramiento, y por otro, que lo último que querría es encontrarse cara a cara con restos de otros seres humanos. “Sí. En 2016, cuando excavamos en los cairnes ya teníamos claro que si encontrábamos esqueletos no los íbamos a sacar. Alcanzaba con confirmar la evidencia de ese uso. Incluso habíamos hablado con [el bioantropólogo] Gonzalo Figueiro para que, en caso de encontrar restos humanos, pudiera ir a tomar las muestras que considerara útiles para datar por su ADN, pero que de ninguna manera íbamos a sacar los huesos de allí y menos llevarlos a otra parte”, marca posición Sotelo. “La arqueología ha reflexionado mucho sobre eso. ¿Qué hago con una caja con huesos? ¿La llevo a la facultad, a un museo? Creo que desde mi generación ya nadie quiere dejar una caja en un museo con restos indígenas”, agrega.

“Estás tratando con gente, con culturas. En el caso de los cairnes justamente hay una intención de dejar allí esos restos. Cuando hicimos estudios topográficos de los montículos parece que hubieran tenido un agrimensor cuando los construyeron. Están en el punto más alto de la cumbre, es impresionante. Te movés medio metro y ya no tenés la misma visibilidad de 360 grados que tenés en alguno de los montículos. La elección del lugar donde construirlos está muy pensada, y evidentemente hay un conocimiento muy extendido, porque en Uruguay aparecen en todo el país, o al menos en 14 departamentos”, dice, poniendo un argumento más para no andar cambiando las cosas de lugar.

“Lo de los enterramientos es una hipótesis que manejamos y de la que nunca dudé, porque es una práctica común en la prehistoria de todo el mundo. Lo que pasa es que a la arqueología uruguaya nos llegó de manera más reciente investigar el uso de piedras para construir. Se miraba la fabricación de herramientas o si pintaron algo. A medida que la arqueología avanza como disciplina, conocemos más cosas del pasado”, lanza como broche ideal para la nota. Pero no. No termina aquí.

Más evidencia

Sotelo no puede contarlo con detalle porque no los tiene. Aún. Pero el paper que acaba de convocarnos, si bien es excelente para decir que hay técnicas que permiten saber si alguna vez hubo huesos en sitios arqueológicos donde no aparecen, será arrollado por el aplastante vagón de la evidencia.

El trabajo no descartaba que los cairnes fueran usados como lugares de enterramiento, sino sólo aquello de que los huesos no están allí porque se disuelven por las condiciones de la tierra. Pero ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia. En el único y diminuto pedazo de cairne excavado no había ni hubo jamás huesos. Pero eso no dice nada sobre el resto de ese mismo cairne ni mucho menos de lo que hay en las otras decenas de cairnes del país.

“Son lugares de entierro. Lo sabemos por los documentos. Lo sabemos porque en todas partes del mundo se usa piedra para enterrar. Pero según tengo entendido, hace unas pocas semanas, por primera vez, colegas encontraron restos”, arroja Sotelo, aumentando mi curiosidad, que ahora es una fiera que no creo pueda ser detenida por un montón de piedras.

Finalmente, tras más de 110 años de la anotación de Darwin, a más de 230 desde las conjeturas de Saldanha, y a falta de la voz, silenciada a sangre, virus y explotación de quienes los construyeron, podemos respaldar las conjeturas. “Ese uso que todos decían, que los indios tenían por costumbre enterrar a los muertos tapándolos con piedras, ahora se estaría demostrando con evidencia en el terreno que colegas darán a conocer”, dice con entusiasmo.

Llegué a la casa de Moira Sotelo pensando en que la idea de los cairnes como lugares de enterramiento seguía sin respaldo material. Me voy de allí con información de lo opuesto. Me muero de ganas por conocer los detalles. Moira otro tanto. Si esperamos varios siglos para encontrar evidencia, a nadie le hará daño unas pocas semanas más. Los muertos que vos matáis gozan de buena salud.

Artículo: “Absence of bones in archaeological sites from the southeast of Uruguay: Taphonomy or human behavior?”
Publicación: Geoarchaeology (enero 2022)
Autores: Ximena Suárez, Mauricio Rodríguez, Heinkel Bentos Pereira, Camila Gianotti, Moira Sotelo, Laura del Puerto.