Un reciente artículo, en el que participan con destaques investigadores de Facultad de Ciencias y el Institut Pasteur de Montevideo, permite pensar que mucho antes de la aparición de la reproducción sexuada, las arqueas, organismos unicelulares sin núcleo ni sexo, ya fabricarían la proteína necesaria para que los gametos femeninos y masculinos se unan para dar lugar a un nuevo ser.

¿Qué somos? Es una pregunta encantadora que podría llevarnos a respuestas tan largas como complejas. Pero si dijéramos que somos el resultado de lo que hubo antes, más allá de la brevedad, zafaríamos con cierta elegancia.

Entre tantas cosas que nos definen como seres vivos, junto a millones de otros seres formados por células eucariotas, es decir, con un núcleo definido donde tenemos el material genético, compartimos un truquito relativamente reciente en la historia de la vida en la Tierra: para dar lugar a un nuevo ser, combinamos la mitad de nuestro material genético con la de otro ser de nuestra especie y de sexo opuesto. Este truco, que habría comenzado hace poco más de 1.000 millones de años como un rasgo extendido en los eucariotas unicelulares, desató una verdadera revolución que llevaría a formas de vida como las plantas, los hongos y, nosotros, los animales.

Millones de años después, la aparición de seres un poco más rebuscados hizo que esta reproducción sexual, que en nuestro caso dio lugar a los sexos cromosómicos masculino ‒que tiene los cromosomas XY‒ y femenino ‒que tiene los cromosomas XX‒, dejara de ser meramente un trámite reproductivo y adquiriera otras dimensiones. Tener sexo es importante para cualquier animal, ya que sin él muchas formas de vida desaparecerían. Pero algunos, como los delfines, los bonobos y los humanos, fuimos más allá y separamos el tener sexo del período en el que los óvulos pueden ser fecundados, y tener sexo es muchísimo más que el trámite para dejar descendencia.

Mientras que antes un ser unicelular sólo se precisaba a sí mismo para dar lugar a otro ser, la reproducción sexual, salvo excepciones, implica la necesidad de que intervengan dos organismos (y a veces más). La atracción, el deseo y, caramba, el placer, tan olvidado por los textos de la biología durante décadas, fue una construcción colectiva de los múltiples organismos que compartimos ramas del árbol evolutivo de la vida. Y entonces, si disfrutamos de esto que tenemos ahora, es gracias al trabajo de los que nos precedieron.

La reciente publicación de un artículo científico en el que participan con un rol protagónico investigadores de nuestro país junto a un equipo interdisciplinario e internacional, hace descubrimientos fascinantes sobre el posible origen del sexo en el planeta. Y si corresponde dar gracias (¡o si se tienen reproches!) por cómo es la vida que nos ha tocado, tal vez debiéramos aplaudir a las arqueas, seres unicelulares procariotas, es decir, sin un núcleo definido que contenga su material genético. Ellas, que están en el planeta desde mucho antes que nosotros, los eucariotas, podrían haber inventado una proteína imprescindible para que la reproducción sexuada fuera posible. Y con ello, todo lo que vino después.

Titulado “Descubrimiento de fusexinas de arquea homólogas a proteínas HAP2/GCS1 de fusión de gametos eucariotas”, el trabajo es el resultado de un esfuerzo multinacional. Además de investigadores e investigadoras de la Universidad de Lausanne de Suiza, del Instituto Israelí de Tecnología, de la Universidad de Londres, del Laboratorio Europeo de Radiación Sincrotrón y de DeepMind de Reino Unido, destacan allí científicos de aquí cerquita. Junto a David Moi y Pablo Aguilar, del Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, figuran tres uruguayos: Martín Graña, de la Unidad de Bioinformática del Institut Pasteur de Montevideo; Héctor Romero, de la Unidad de Genómica Evolutiva de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, y Mauricio Langleib, que haciendo su doctorado tiene una pata en cada lado.

Lejos de tratarse de una colaboración circunstancial de científicos de la región en una investigación liderada por el norte, este fascinante descubrimiento se origina aquí, en el Río de la Plata. Aguilar y Moi desde el otro lado del charco, y Graña, Romero y Langleib desde este, empujaron el trabajo. Desde el norte, con más recursos, se llevaron a cabo experimentos costosos que involucraron, entre otras cosas, sincrotones para obtener la estructura de la proteína y líneas celulares con fluorescencia verde y roja. Así que hablemos con Martín Graña, Héctor Romero y Mauricio Langleib.

Proteínas, membranas y sexo

En el recuadro que acompaña esta nota pueden tener un rápido pantallazo de en qué consiste la investigación así como de la importancia de estas proteínas, llamadas fusógenos, que fusionan las membranas de las células y son necesarias para la reproducción sexual.

“Esto arranca con otro trabajo de hace cinco años del primer autor, David Moi”, cuenta Romero mientras hablamos en los jardines de la Facultad de Ciencias, desde donde se puede ver el edificio del Institut Pasteur. Moi, que es suizo, al terminar su maestría recibió el dinero atrasado de cerca de un año de su beca, entonces se le ocurrió ir a Argentina. “Estando en Buenos Aires decidió hacer un doctorado con Pablo Aguilar, otro de los autores del trabajo. El vínculo con nosotros viene porque Pablo Aguilar trabajó cinco años aquí en el Pasteur de Montevideo”, agrega Romero, mostrando lo azarosas que pueden ser las tramas que llevan a los trabajos en colaboración.

“Trabajando Moi en su doctorado con Aguilar, en 2015 encuentran un primer fusógeno, que era muy importante porque era un fusógeno de las células sexuales, de los gametos”, retoma el cuento Romero. Esa proteína que fusiona los gametos, de manera de que la nueva célula contenga el material genético de la célula “madre” y la célula “padre”, ya se conocía y se llamaba HAP2. Pero hasta que se publicaron tres trabajos casi al mismo tiempo en 2017, nadie había detallado su estructura y, mucho menos, había demostrado que era suficiente para promover la fusión de las membranas celulares. “Que sea suficiente quiere decir que si uno pone el fusógeno en una célula cualquiera, la fusiona sin precisar ninguna otra cosa. A lo sumo, en algunos casos, se precisa que ambas células tengan el fusógeno”, dice Romero.

“David Moi, con técnicas computacionales a partir de datos de la secuencia de genes y de ver cuál sería la estructura de la proteína, tiene indicios de que podría ser un fusógeno de clase II, que es un tipo de fusógeno que ya se conocía en virus y en células del gusano C. elegans”, retoma, mientras sus dos colegas se descansan en que sea él quien arma el cuentito. Tal vez por eso abre la cancha: “Como Pablo Aguilar trabajaba acá y conocía a Martín, a partir de este hallazgo lo llamó a colaborar en ese primer trabajo”, dice.

“Con Pablo habíamos trabajado juntos. Como el tema de la filogenia se estaba haciendo cada vez más complicado y divertido, incorporamos a Héctor, porque es una referencia local en evolución molecular y genómica evolutiva”, dice Graña. “Ahí arrancamos a trabajar Pablo, David, que era su estudiante de doctorado, y nosotros dos. El primer capítulo de la tesis de doctorado de David es el artículo que sale en 2017 que dice que la proteína HAP2 es un fusógeno de clase II homólogo de los virales”, retoma Romero.

Como dato interesante, esa proteína HAP2, de la que tratan en el trabajo de 2017 del que Graña, Romero, Aguilar y Moi son autores junto a otros investigadores, proviene de la secuencia genética de una planta, Arabidopsis thaliana. Y allí, tras realizar experimentos junto a colegas internacionales, muestran que la proteína HAP2 de esa planta “es suficiente para promover la fusión entre células de mamíferos”. En ese germinal trabajo proponen la existencia de una “superfamilia” de proteínas fusógenas a las que bautizan fusexinas: “Proteínas de fusión esenciales para la reproducción sexual y la fusión exoplásmica de las membranas plasmáticas”.

Como dijo Romero un par de párrafos arriba, esta fusexina de una planta era similar a proteínas que usan algunos virus para fusionar su membrana con la de la célula del hospedero a la que invade. Si las células eucariotas tenían una proteína parecida a la de los virus, aquello apuntaba a que tal vez en un momento podría haber ocurrido un hurto.

¿Quién las inventó?

“El trabajo de 2017 ponía sobre la mesa la idea de qué fue primero, el virus o el huevo, es decir, o la fusión de membranas durante la invasión del virus a una célula o la fusión de dos células eucariotas para hacer un nuevo individuo, es decir, del sexo”, plantea Romero.

“La parte básica de lo que hoy entendemos como reproducción sexual utiliza muchas cosas que vienen de las bacterias, o al menos desde que se descubrió que las bacterias hacían eso de intercambiar material genético”, comenta Romero. “Básicamente, la reproducción sexual es una forma de intercambio de material genético muy especializada y súper específica. Pero la maquinaria molecular para hacer eso casi toda viene de antes, como la maquinaria para cortar e intercambiar ADN, poner un cacho nuevo en otro, etcétera, que es más o menos lo que hace la reproducción sexual o el sexo meiótico”, apunta.

A diferencia de la mitosis, en la que una célula genera una copia idéntica de sí misma, en la meiosis las células se dividen generando gametos que tienen la mitad de los cromosomas. Durante el sexo ‒celular, sin Kamasutra ni nada‒, justamente esas dos partes del cromosoma de los gametos se vuelven a unir dando lugar a un individuo que es la mezcla de genes de las dos células progenitoras. “Hay un momento en que las células tienen que fusionarse para poder hacer esto, pero está claro que la fusión aparece probablemente antes que este nivel de prolijidad de lo que llamamos ‘reproducción sexual’”, dice Romero. La reproducción sexual es una forma ordenada de barajar información genética. Y lo que dice es que al principio se deben haber probado múltiples cosas. Las proteínas que fusionan membranas sin dudas fueron importantísimas para que ello fuera posible.

“Si bien ‘el virus o el huevo’ es ganchero, es difícil decir qué fue primero. ¿Esta proteína se usó primero para que los virus invadan las células que los hospedan o se usó primero para fusionar células de algún tipo y después los virus la robaron?”, pregunta Romero.

“Hay dos cosas importantes en esto. La fusión espontánea de membranas es difícil de lograr, es como energéticamente imposible, por lo que se precisa algo para facilitar eso. Un virus, que básicamente es una cápsula con una membrana, sin una maquinaria no puede fusionarse a la membrana de una célula”, dice Graña.

“La segunda cosa es que podemos preguntarnos qué fue antes, si el virus o el huevo, porque nosotros estamos llenos de cosas robadas a los virus. Y ellos tienen unas cuantas cosas nuestras también. La placenta es un caso fabuloso, que usa unas proteínas llamadas sincitinas, que durante la evolución se robaron varias veces a distintos virus. Se sabe entonces que estamos poblados de elementos móviles, de cosas virales, por lo que no sería muy loco decir que los virus tenían estas proteínas de fusión y nosotros ‒por ‘nosotros’ digo los eucariotas‒ se las robamos. Ese era el escenario en 2017, después del paper”, agrega Graña.

En 2017, los fusógenos se habían encontrado en virus y eucariotas, y en su trabajo reportaban una proteína, la HAP2, que era similar a la que usan los virus para fusionar su membrana con la de las células que invaden, una treta que, por ejemplo, utilizan virus como el Zika, Dengue y Rubeola. Quién inventó estos fusógenos, quién se los pasó a quién, parecía una obra de misterio protagonizada por sólo dos personajes: virus y eucariotas.

Mauricio Langleib, Héctor Romero y Martín Graña.

Mauricio Langleib, Héctor Romero y Martín Graña.

Foto: Alessandro Maradei

Buscando en lugares impensados

Pero el grupo de investigadores que había bautizado a las fusexinas no paró allí. “David se puso a buscar esta proteína HAP2 en todos lados, entre ellos, entre genomas de arqueas”, retoma Romero. Cuando dice “buscar”, no es revolviendo cajones, sino in silico, informáticamente. Y en 2018 Moi tuvo éxito: encontró algo similar a HAP2 en arqueas. De inmediato, buscaron más envalentonados, ya no sólo mirando genomas, sino también metagenomas, que tienen el material genético de todos los seres vivos que hay en una muestra.

“Se buscaron proteínas que pudieran ser candidatas a ser fusexinas. La mitad de nuestro trabajo es de hurgador clasificador”, dice Graña sobre esta tarea de buscar secuencias similares en bases de datos ya secuenciadas. ¡Y, bingo! Su búsqueda dio resultado.

“El capítulo 2 de la tesis de doctorado de David Moi es este paper que sale ahora. Su tesis la defendió en 2019 y toda nuestra parte de esta investigación ya estaba hecha entonces. Habíamos encontrado un fusógeno en arqueas, una fusexina a la que denominamos Fusexina1 o Fsx1, en arqueas del clado Haloarchaea. En 2020 ya estaba el capítulo de la tesis, pero no tenía nada experimental”, reseña Romero. En el paper muestran que tenían identificados 96 genes capaces de producir Fusexina1 en arqueas. ¿Pero serían realmente fusógenas?

“Hubiera sido un gol de media cancha si hubiéramos encontrado esta fusexina en un filo de arqueas que se llama Asgard. Hoy la mejor hipótesis para el origen de los eucariotas apunta a que arqueas Asgard empezaron a incorporar cosas de bacterias, como, por ejemplo, la mitocondria, y terminó dando lugar a la célula eucariota primigenia. Las Asgard son algo así como las madres de los eucariotas”, dice Graña, y no perdamos de vista al sexo: el sexo es un invento eucariota.

De aquellas primeras células eucariotas hay una que, pese a que no sabemos bien quién fue, tiene nombre. No suena muy bien en español: FECA. El acrónimo viene por el inglés First Eukaryotic Common Ancestor, algo así como “primer ancestro común de los eucariotas”. De entre todos los experimentos que comenzaron a hacer las arqueas incorporando cosas de bacterias y dando lugar a células con núcleo definido, FECA es aquella a la que le fue bien en el difícil arte de dejar descendencia: de alguna forma, todas las células de plantas, animales, hongos y algas vienen de ahí. Hay una de estas hijas pródigas de FECA que también tiene un nombre: LECA, en este caso por Last Eukaryotic Common Ancestor (“último ancestro común de los eucariotas”). LECA fue aquel último antepasado luego del que los eucariotas comenzaron a diversificarse en varios reinos. De FECA venimos todos ‒algo muy Monty Python, en lugar del polvo venimos de una feca‒, pero plantas, hongos y animales nos separamos tras LECA.

“Que no lo hayamos encontrado en Asgard no quiere decir que el fusógeno no esté allí, pero si lo hubiéramos encontrado en Asgard, éramos Gardel y Lepera, porque cerraría estupendo el cuento, porque el sexo es un rasgo necesario en la lista de qué es lo que define a un eucariota”, lanza Graña. “Y se sabe que la proteína HAP2, que promueve la fusión de los gametos, estaba en LECA. Eso nos permite decir que el último ancestro común de todos los eucariotas actuales tenía HAP2, por lo que o bien lo traía de antes en la transición FECA-LECA o se lo incorporó de otro, como pasó con la mitocondria”, agrega Romero.

Esa transición FECA-LECA fue un período de innovaciones y de ebullición creativa. Las fusexinas habrían contribuido a ello. Más aún con lo que Mauricio Langleib comenzó a profundizar.

Moviéndose en bloque

“Héctor y Martín hicieron un proyecto CSIC titulado ‘Origen y evolución del sexo visto a través de la maquinaria de fusión de membranas celulares’ y yo justo estaba terminando mi maestría estudiando parásitos”, recuerda Langleib, extrañado de que lo llamaran a participar, ya que si bien le encantaba la bioinformática y había tomado cursos con ambos, los platelmintos y esto no estaban tan relacionados.

“David se había fijado en la composición del ADN de los genomas de arqueas en los que había fusexina. Y vieron que las secuencias de fusexinas en varias de estas arqueas justo caían en tramos que tienen una composición del ADN que es un tanto distinta al resto del genoma, por lo que entonces podría estar relacionada con elementos móviles”, cuenta Langleib, quien entonces se enfocó en el asunto. “La idea era ver si efectivamente estas secuencias estaban en elementos móviles, ver qué había alrededor de estas secuencias en los genes, si el resto de los genes también eran homólogos o no. Porque si vos tenés una proteína que es homóloga de una fusexina y se encuentra en sectores que tienen esa desviación composicional, y, además, el resto de los genes también son homólogos en esos sectores, es como un indicio fuerte de que es algo que se mueve junto”, agrega.

Ver si esa secuencia empaquetada se mantenía en distintos organismos podría hablar de cierta capacidad de pasar de un organismo a otro en bloque. “O asumís que de casualidad se pegaron justo siempre conformando ese mismo paquete, o lo más parsimonioso es pensar que se van moviendo juntos”, dice Graña.

Efectivamente, vieron que sí, que las secuencias de las fusexinas y lo que estaba a su alrededor aparecía en bloques en todas las arqueas en las que se habían encontrado fusógenos. Por eso hablan de que están en partes móviles del genoma. Y eso es un golazo: si se mueven en bloque, se pasan en bloque.

Por varias puntas

El trabajo combina distintas líneas de evidencia: el análisis bioinformático de genomas y metagenomas, el estudio de las regiones donde están las secuencias de estas proteínas y lo que hay alrededor, el aislamiento y expresión de esta proteína fusógena, la determinación de su estructura mediante cristalografía, la introducción de esas secuencias que producen la Fusexina1 en arqueas de un lago salado de California en células de mamíferos ‒de riñón de hámster‒ para luego ver que efectivamente desencadenaban la fusión de las membranas.

“La estructura cristalográfica, que te permite obtener la forma en 3D de la fusexina, y el experimento que muestra que la fusexina es capaz de fusionar células validan las cosas que podemos decir nosotros con predicciones computacionales. Sin la cristalografía y el experimento, lo que decimos podríamos haberlo publicado, pero probablemente hubiera quedado como una propuesta para desarrollar luego. El trabajo ganó contundencia con toda esa otra parte”, admite Graña.

Haber encontrado fusexinas en arqueas es maravilloso. Esas proteínas funcionan fusionando células eucariotas de mamíferos. Fascinante. Pero luego viene lo verdaderamente jugoso: las preguntas que estos hallazgos de nuestros tres investigadores y sus colegas desatan. ¿Qué nos dice esto sobre el dilema del huevo o el virus? ¿Qué relación tiene todo esto con el origen del sexo?

Se suma uno: un trío para el origen del sexo

Con fusógenos en las arqueas y esta idea de que en la transición FECA-LECA, hace entre 2.000 y 3.000 millones de años, las arqueas comenzaron a tener sus fusógenos, el origen de esta proteína que permite unir las membranas para que la reproducción sexuada con gametos sea posible se complejiza. Donde antes había dos posibles candidatos, virus y eucariotas, ahora tenemos un trío.

“Cuando publicamos la primera versión de este artículo en el repositorio BioRXiv, en octubre de 2021, teníamos un título que decía ‘Orígenes arqueanos de la fusión de gametos’; pero recibimos varias críticas y vimos que teníamos que moderar lo que decíamos”, confiesa Graña.

De hecho, en el resumen de aquella primera versión proponen “una nueva hipótesis sobre los orígenes del sexo eucariótico donde una fusexina arqueana, originalmente utilizada por elementos egoístas para la transmisión horizontal, se reutilizó para permitir la fusión de gametos”. El párrafo no está en la versión finalmente publicada en la revista científica este 2022. Cerraban su trabajo diciendo: “Nuestros hallazgos sugieren que la reproducción sexual eucariótica actual es el resultado de más de 2.000 millones de años de evolución de esta antigua máquina de fusión de células arqueanas”. En 2022, tras la moderación que mencionaba Graña, la frase es: “Nuestros hallazgos plantean la posibilidad de que la fusión de gametos sea el producto de más de 2.000 millones de años de evolución de esta antigua máquina de fusión de células arqueanas”.

“Hoy hay tres escenarios con evidencia, que no es definitiva, para inclinarse por uno de ellos. Lo divertido es que, tras nuestro trabajo, se metió un tercero en la conversación, algo que no estaba en el panorama anterior”, dice tentado Graña.

“La reproducción celular tiene dos partes. Por un lado, está la meiosis, la maquinaria para barajar el ADN que viene por cada uno de los sexos, y, por otro, la fusión de membrana. Nuestra idea es que en arqueas podría haber estado esa carta que le faltaba al eucariota para poder completar la reproducción sexual, esto de poder fusionar membranas desde afuera. La otra parte, la maquinaria para reordenar el ADN ya la traía, en eso el eucariota no inventó nada súper novedoso. Pero sí le faltaba resolver cómo fusionar ambos gametos. ¿De dónde sacaron las fusexinas? ¿Los eucariotas la tomaron de un virus, de una arquea, o cómo? Lo que nosotros pensamos es que estaba en arquea y que la proteína pasó a los eucariotas durante la transición FECA-LECA”, dice Romero.

“La transición FECA-LECA era un quincho, una cosa comunitaria y promiscua”, dice jocosamente Graña. “Alguna Asgard se comió miles de genes para pasar de FECA a LECA, y entre esos estuvo esto”, lo secunda Romero.

“Hay otra parte igual o más interesante, que es todo el proceso de pasar de FECA a LECA. Ahora que se sabe que allí se incorporaron cosas de ADN, que fue un consorcio, un quincho, tener una proteína que te permite fusionarte con otra célula y ganarle todo lo que tiene es un gol”, sigue adelante Romero.

Habrían encontrado entonces una familia de proteínas antiguas que facilitaron la promiscuidad que llevó a las incontables pruebas que dieron con una fórmula ganadora: los seres con células con núcleo definido que se reproducen mediante el sexo, intercambiando genes de dos partes que aportan información genética. “Estas fusexinas de arquea son candidatas a haber abierto la cancha para el enriquecimiento y el intercambio, de esa orgía de la transición FECA-LECA”, dice Graña.

“La otra cosa divertida, que tampoco está en el trabajo, es que esto sería bidireccional. Para que funcione mejor precisás una proteína fusógena en cada una de las dos células que se van a fusionar. En los virus esa fusión es unidireccional, les alcanza para que uno se meta en otro”, redobla la apuesta Romero.

Que ambas partes deban tener la misma proteína podría tener sus consecuencias importantísimas. “Eso te da una cosa como de self recognition o de reconocer al que es parecido, lo que implica que al fusionarse van a tener un complemento génico muy parecido, lo que te da una idea como de reconocimiento de especies. Y por ahí es por donde puede salir lo de la reproducción sexual. La meiosis tiene la particularidad de que las células intercambian ADN que es muy parecido”, conjetura Romero.

Entonces, en el quincho que fue la transición de los primeros eucariotas a los que son efectivamente el último ancestro en común de todos los eucariotas actuales, se tomaron muchas cosas prestadas. Arqueas, bacterias y eucariotas primitivos tuvieron intercambios que harían sonrojar hasta a personas expertas en orgías. Allí una proteína con capacidad de fusionar membranas habría jugado un papel más que importante, como de una especie de Tinder lipídico para que luego se produjeran intercambios desenfrenados. “Podría haber sido el quincho primordial”, dice Langleib. Si como dicen nuestros investigadores y sus colegas, las fusexinas vienen de ustedes, queridas arqueas, no nos queda más remedio: clap, clap, clap, aunque tarde, este aplauso es para ustedes.

Claves de esta investigación

  • Durante la reproducción sexuada cada uno de los progenitores aporta sus genes en gametos que tienen la mitad de los cromosomas. En los humanos, que tenemos 46 cromosomas, los óvulos ‒los gametos femeninos‒ y los espermatozoides ‒los gametos masculinos‒ tienen cada uno 23 cromosomas.
  • Para dar lugar a un nuevo ser, el gameto femenino y el masculino deben fusionarse, teniendo así la nueva célula los 46 cromosomas con toda la información genética necesaria.
  • En años recientes se han descubierto en eucariotas proteínas que son capaces de fusionar las membranas de las células. Una superfamilia de estas proteínas fusógenas se llaman fusexinas. Por ejemplo, en plantas parte de este mismo equipo de investigadores encontró una fusexina denominada HAP2, similar a fusógenos de virus, que logró fusionar células de mamífero.
  • En esta investigación, por primera vez, encontraron fusexinas en arqueas. Pero no sólo eso: se probaron en células de hámster y lograron fusionarlas.
  • Hasta este trabajo, se conjeturaba que las fusexinas podrían haberse originado en eucariotas o en virus y que habrían pasado de uno a otro. Ahora se suman las arqueas, mucho más antiguas que los eucariotas, como posible origen de estas proteínas necesarias para la reproducción sexual.
  • La ciencia de hoy del Río de la Plata mira así lo que pudo haber pasado hace 2.000 millones de años atrás y nos muestra, con belleza y elegancia, cómo las distintas formas de vida en este planeta están íntimamente relacionadas.

Título: “Discovery of archaeal fusexins homologous to eukaryotic HAP2/GCS1 gamete fusion proteins”
Publicación: Nature Communications (julio de 2022)
Autores: David Moi, Shunsuke Nishio, Xiaohui Li, Clari Valansi, Mauricio Langleib, Nicolas Brukman, Kateryna Flyak, Christophe Dessimoz, Daniele de Sanctis, Kathryn Tunyasuvunakool, John Jumper, Martin Graña, Héctor Romero, Pablo Aguilar, Luca Jovine y Benjamin Podbilewicz.