Para cualquier persona republicana la noticia es bienvenida: se reduce la familia real. El popular rey tirano de los dinosaurios, tal lo que significa Tyrannosaurus rex, que habitó el planeta durante unos dos millones de años hasta el abrupto fin de la era de los dinosaurios, que tuvo lugar hace 66 millones de años tras la caída de un meteorito de grandes dimensiones, reinó en solitario entre los carnívoros del hemisferio norte.

La idea propuesta a principios de este año por Gregory Paul, Scott Persons y Jay van Raalte de que el reinado de estos dinosaurios carnívoros comenzó siendo ejercido por la especie Tyrannosaurus imperator, que habría evolucionado luego para dar lugar a dos especies que compartieron su tiempo, Tyrannosaurus rex y Tyrannosaurus regina, ha sido casi que herida de muerte al publicarse una dura, contentamente... y esperada respuesta. Es que, como ya habíamos dicho anteriormente, el tiranosaurio rey es el dinosaurio orgullo nacional de Estados Unidos. Meterse con él es como tratar de meterse con una vaca en la India.

La especie, de la que se venían encontrando fósiles desde fines del siglo XIX, fue descrita en 1905 por el presidente del Museo Americano de Historia Natural, Henry Osborn. Dado su enorme tamaño -fue el más grande dinosaurio carnívoro del Jurásico durante mucho tiempo-, sumado al hecho de que sus restos aparecían todos en Estados Unidos, lo volvieron un ícono de la paleontología norteamericana. Su nombre científico es probablemente el más conocido para cualquier animal extinto fuera de ámbitos científicos, algo que la abreviación T-rex impulsó aún más.

Bien sabemos lo buenos que son los estadounidenses imponiendo su cultura al resto del mundo, sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial. Con décadas de merchandising y producción científica -que también tiene su merchandising- poco importa que los dinosaurios se hayan originado probablemente a unos pasos de donde estamos -sus restos más antiguos por ahora han aparecido en Argentina- o que sus 13 metros de longitud o sus siete toneladas empalidecieran frente a dinosaurios colosales como el también argentino Patagotitan, con 40 metros de largo y 70 toneladas; para los estadounidenses, y entonces para casi todo el mundo, el tiranosaurio es el rey de los dinosaurios. ¡Ni siquiera es el dinosaurio carnívoro más grande de todos los tiempos! El Giganotosaurus carolinii, que se encontró en Neuquén, Argentina, le hace honor a su nombre: el lagarto gigante del sur media un poco más que el T-rex, alcanzando los 14 metros, y con sus diez toneladas interpela su lugar de monarca indiscutido. Y no es el único en superarlo.

Pero para los paleontólogos norteamericanos una cosa es que nuevos descubrimientos de otros dinosaurios carnívoros superen al rey -tendrán que luchar mucho más aún para quitarle su lugar en la cultura- y otra muy distinta es minimizar lo que conocemos del Tyranossaurus rex en sí. Más aún si los ataques al reinado de su lagarto vienen de dentro de casa, como hizo el trabajo de Paul y sus colegas en marzo de este año.

Que un dinosaurio argentino, africano o asiático alcance unos metros o unas toneladas más, vaya y pase. Pero que investigadores de Estados Unidos digan que T-rex no fue el rey de los últimos dos millones de años del Cretácico ya es distinto. De acuerdo a lo propuesto por Paul y sus colegas, el reinado del T-rex habría comenzado luego del que impuso Tyrannosaurus imperator, que además era más robusto. Y el tiempo en que vivió T-rex también andaba allí la reina, Tyrannosaurus regina, que para colmo se propone como la forma más grácil, siendo el pasaje de robusto a grácil para esos autores, un rasgo evolutivo. Es decir, de no haber caído el meteorito, de haber tenido más tiempo, la reina se hubiera impuesto. Contrariados, indignados, no sólo por las afirmaciones sino también por la débil evidencia que las sustentaba, un grupo de investigadores salió a contestar en la misma revista científica que en marzo había publicado la posible existencia de tres especies de tiranosaurios. El título ya no se esconde nada: “Evidencia insuficiente de múltiples especies de Tyrannosaurus en el Cretácico más reciente de América del Norte: un comentario sobre ‘El rey, la reina y el emperador lagarto tirano: múltiples líneas de evidencia morfológica y estratigráfica respaldan la evolución sutil y la especiación probable dentro del género Tyrannosaurus de América del Norte’”. Veamos entonces qué dicen Thomas Carr, del Departamento de Biología del Carthage College de Estados Unidos, y sus colegas.

Basarse en evidencia

El trabajo publicado en respuesta comienza con una frase para enmarcar: “Las especies son hipótesis basadas en la mejor evidencia disponible”. Sobre esto versará todo el artículo, y, de hecho, es algo que no sorprende. Como ya nos había comentado en marzo nuestro paleontólogo de la Facultad de Ciencias Matías Soto, quien participó en los trabajos que han permitido identificar la presencia en nuestro país de los dos dinosaurios carnívoros jurásicos Torvosaurus y Ceratosaurus y del herbívoro cretácico Aeolosaurus, el asunto de la evidencia en el trabajo de Paul era débil: “El asunto es la evidencia que hay detrás. Dado que había variaciones en las posiciones dentarias de otros tiranosáuridos, que me digas que una especie de tiranosaurio tiene un diente con forma de incisivo y otra tiene dos no me dice nada, no me parece una diferencia relevante”. Aquí sus colegas de Estados Unidos e Inglaterra dejan por sentado justamente no sólo la debilidad de la evidencia para proponer las tres especies de tiranosaurios, sino también la impericia o los errores que llevaron a reunir las pocas evidencias que se esgrimen.

Antes que nada, Carr y el resto de los autores aclaran: no hay nada malo en revisar lo que damos por sentado de las especies extintas (como tampoco está mal revisar lo que conocemos de las actuales). “Probar y volver a probar la identidad de las especies es una empresa que vale la pena dado que un taxón dividido en exceso, o varias especies agrupadas erróneamente en una sola, tendrá efectos en cascada sobre las hipótesis macroevolutivas, macroecológicas y paleobiológicas”, afirman en su artículo. Pero aun así, advierten que esto debe hacerse con cuidado: “La desestabilización de la taxonomía tiene serias implicaciones para la ciencia y la sociedad y debe evitarse si no está respaldada por evidencia empírica rigurosa y replicable”.

Entonces resumen que desde su descripción, en 1905, múltiples restos de T-rex se han recuperado, encontrándose variaciones en algunas de las medidas de estos fósiles. “Este problema fue puesto de manifiesto recientemente por el estudio de Paul et al. (2022), que argumentó que lo que actualmente se llama ‘Tyrannosaurus rex’ son en realidad tres especies separadas, que pueden diagnosticarse por diferencias en el fémur y los dientes anteriores”, dicen. Y entonces lo dicen elegantemente: “Aunque la propuesta de que podría haber múltiples especies de Tyrannosaurus en el Maastrichtiano tardío del interior occidental de América del Norte no es intrínsecamente inverosímil; la pregunta aquí es si el caso ha sido suficientemente demostrado, la hipótesis nula (es decir, que todos los especímenes pertenecen a la especie única de T. rex) apropiadamente rechazada, e hipótesis alternativas que podrían explicar la variación observada, también rigurosamente probadas y rechazadas”. En otras palabras: ¿hay buena ciencia en esto de proponer tres especies en lugar de una, o se cometieron errores?

Por último, sobre tema agregan que “para una especie con tantos especímenes buenos como T. rex, cualquier revisión taxonómica significativa debe ser totalmente consistente con toda la evidencia disponible”. Con esto en mente, Carr y sus colegas analizan cuatro puntos clave del trabajo de Paul y, con altura y evidencia, los desmontan de a uno.

Repasemos: Paul y sus colegas propusieron las tres especies de tiranosaurios basándose en que la proporción del largo con el ancho de los fémures analizados era mucho más variable que en otros dinosaurios conocidos -por lo que podría deberse a distintas especies y no a variaciones entre individuos o entre sexos-, que esa robustez del fémur era mayor en las capas más antiguas del yacimiento de la Formación Garganta del Diablo y que las capas superiores eran menos robustas -por lo que propusieron que estaban evolucionando hacia formas más gráciles-, y que mientras el ancestro tenía dos dientes incisiformes, las otras dos especies tenían uno y más delgado.

Tyrannosaurus rex, en el Museo de Historia Natural de Carnegie, en Pittsburgh, Estados Unidos.
Foto Scott Robert Anselmo

Tyrannosaurus rex, en el Museo de Historia Natural de Carnegie, en Pittsburgh, Estados Unidos. Foto Scott Robert Anselmo

La estratigrafía no es buena

Carr y su equipo lanzan el primer hondazo al trabajo de Paul y los suyos enfocándose en la estratigrafía. Para Paul los restos de las capas más antiguas de la Formación Garganta del Diablo eran más robustos y tenían dos dientes de esos similares a incisivos. A esos se refirieron como T. emperator. En las capas medias y superiores, más modernas, aparecían individuos un poco menos robustos (los “verdaderos” T. Rex) y otros más gráciles aún (las T. regina), ambos con tendencia a un solo diente similar a incisivo, que además era más delgado.

Bien, el asunto es que, según Carr y sus colegas, el trabajo estratigráfico está agarrado con palillos, por lo que suponer que estas variaciones están relacionadas con el paso del tiempo es demasiado osado. “La hipótesis de Paul et al. (2022) depende de la posición estratigráfica precisa y apropiada de los especímenes en su estudio. Sin embargo, estos datos se basan en una comunicación personal y un resumen de un simposio”. En ambos casos, dicen que “esto hace que la verificación independiente de estas evaluaciones estratigráficas sea difícil de probar por otros investigadores” y recuerdan que “se requieren datos estratigráficos precisos para colocar los fósiles en un marco sólido”.

No hay nada de inusual

En el artículo de marzo, Paul y sus colegas habían medido la relación entre el ancho y el largo del fémur de 25 dinosaurios clasificados como Tyrannosaurus rex. Lo que habían encontrado, reportaban, era que la variabilidad dentro de los pretendidos T-rex era inusual al comparársela con la de otros dinosaurios grandes carnívoros. Por ejemplo, mientras que la variabilidad de los fémures en Allosaurus rondaba 9% en individuos adultos, en Tyrannosaurus era de 30%. Por eso decían que “la variación observada en las proporciones femorales de Tyrannosaurus es atípicamente grande”. Carr y los suyos responden a eso: “Esta declaración se basa en una muestra comparativa inadecuada y es demostrablemente falsa”.

Por un lado, dicen que comparar con restos de Allosaurus de un sitio muy restringido en el tiempo y el espacio y en el que dominan los subadultos. Pero además sostienen que los especímenes de otros tiranosáuridos con los que se comparó eran menos que los especímenes de T-rex, por lo que, “por lo tanto, también se debe esperar que muestren una variación más baja”. Señalan además que todas las especies con las que se compararon los fémures de T-rex “están extintas”, lo que implica que algunos de estos taxones podrían no ser del todo correctos (como se pretende para el propio T-rex). “Una mejor comparación son los terópodos aviares modernos de estatus taxonómico conocido”, proponen. Y eso hicieron.

Aplicando el mismo método usado por Paul y los suyos, compararon los fémures de 613 especímenes de 112 especies de aves actuales con los de 52 especímenes de cuatro especies de grandes dinosaurios carnívoros (además del T-rex, Tarbosaurus bataar, Albertosaurus sarcophagus y Gorgosaurus libratus). ¿Qué les dio? Que la variación intraespecífica entre estas proporciones del fémur en las aves terópodas actuales iba entre 0,66 y 0,35, “mayor que la variación absoluta observada en T. rex (0,61) y todos los demás tiranosáuridos incluidos”. Por tanto señalan que “si bien es cierto que T. rex tiene una mayor variación en la robustez del fémur que los otros tres tiranosáuridos, una muestra estadísticamente grande y controlada taxonómicamente muestra que no es excepcional”, con aves que varían hasta tres veces más dentro de una especie que lo que varía en el T-rex.

Terminando de dar su estocada, afirman que “resultó que T. rex tiene un grado de variación que es completamente típico de los terópodos aviares modernos”. Si esa era una de las grandes razones para proclamar las tres especies, y si encima esa variación se explicaba además por razones temporales que la estratigrafía no respalda... entonces se cae la estantería. Pero hay más.

Se te caen (los argumentos de) los dientes

Paul y los suyos hacían énfasis también en los dientes para separar a la reina y el rey del emperador y entre sí. “Específicamente, consideraron la relación entre el ‘diámetro’ del tercer diente y el segundo diente como taxonómicamente significativa”, dicen Carr y los suyos. Y aquí también hay problemas.

La cantidad de dientes varía en los T-rex. En ese marco, comparar el segundo y el tercero de un animal con 12 dientes y otro de 14 no sería lo más acertado. De hecho, tomando las medidas y teniendo en cuenta esto, observaron que “en varios casos los dientes estaban incompletos (no indicados por los autores), faltaban por completo, dejando un alvéolo vacío (no indicado por los autores), y encontramos que todas nuestras medidas correspondientes eran más bajas que las publicadas por los autores”. En otras palabras: al ir a los datos de los dientes del trabajo de Paul las cosas no les daban, al menos en el caso de los especímenes a los que pudieron acceder. Y eso lleva a otro de los grandes asuntos de importancia que revela este trabajo recién publicado.

Si no se puede replicar...

La gracia de la ciencia, o al menos de comunicar los resultados de las investigaciones en revistas científicas, es que lo encontrado pueda replicarse. Es decir, que cualquier investigador o investigadora, siguiendo los pasos que se detallan en los artículos publicados o analizando los datos allí expresados con las herramientas especificadas, debería poder llegar a resultados similares. Y aquí hay otra faceta en la que la investigación que propone que la especie de dinosaurio más famosa del planeta en realidad eran tres distintas tampoco pasa con buena nota.

“Casi la mitad de las muestras (16 de 37) utilizadas en el estudio de Paul et al. (2022) están en manos de empresas de fósiles comerciales o son de propiedad privada”, dicen Carr y los suyos. Recuerdan además que “se desaconseja encarecidamente la práctica de obtener datos de fósiles que no están en custodia pública para garantizar la replicación de las observaciones, como se establece en las pautas éticas de la Sociedad de Paleontología de Vertebrados y las instrucciones para los autores del Journal of Vertebrate Paleontology”. Más allá de esas pautas específicas, el asunto de fondo es relevante.

“El hecho de que una gran cantidad de los fósiles en el estudio de Paul et al. (2022) no están en custodia pública es muy problemático porque sus resultados no son replicables a menos que se transgreda la ética de la paleontología de vertebrados, y en algunos casos, como cuando los especímenes desaparecen en una colección privada, no se pueden replicar en absoluto”, denuncian los autores.

Para terminar, tras este rezongo ético, Carr y los suyos concluyen que Paul y sus colegas “no han proporcionado suficiente evidencia para respaldar la hipótesis de que T. rex se puede dividir en tres taxones”. El rey tirano sigue dominando el Cretácico de América de Norte. Quien quiera afirmar lo contrario, además de meterse con una vaca sagrada, deberá aportar evidencia contundente.

Artículo: “Insufcient Evidence for Multiple Species of Tyrannosaurus in the Latest Cretaceous of North America: A Comment on ‘The Tyrant Lizard King, Queen and Emperor: Multiple Lines of Morphological and Stratigraphic Evidence Support Subtle Evolution and Probable Speciation Within the North American Genus Tyrannosaurus’”(https://doi.org/10.1007/s11692-022-09573-1)
Publicación: Evolutionary Biology (julio 2022)
Autores: Thomas Carr, James Napoli, Stephen Brusatte, Thomas Holtz, David Hone, Thomas Williamson y Lindsay Zanno.