Mirate en el espejo. Eso que reconocés como un yo en realidad es algo muchísimo más complejo. No solo por la ya complicada idea del yo y de la conciencia, sino además porque por cada célula de lo que vendría a ser tu cuerpo, esas con tu propio ADN que te hace una persona única e irrepetible, hay otras tantas que no son tan tuyas y que tienen su propia información genética. Resulta que no es tan así como se dice por ahí, que por cada célula humana tenemos 10 células de microbios, es decir de bacterias, hongos, arqueas y algún otro organismo diminuto, pero de acuerdo a algunas estimaciones, eso que cada uno de nosotros ve al espejo sería un simbionte que carga con unos 30 billones de células humanas y unos 39 billones de células microbianas.

Sean algunos billones más o menos para cualquiera de ambos lados, lo cierto es que todos los animales somos una comunidad de organismos, cada uno de nosotros es un ecosistema en el que nuestras células interactúan con microbios. Y no se trata solo de que estos microorganismos son unos oportunistas que viven a nuestras expensas: sin ellos nuestra vida, al menos tal cual la conocemos, sería imposible. Tan es así que se dice que el microbioma humano, es decir la comunidad de microorganismos que viven con nosotros, son como un “órgano accesorio”, dadas las funciones cruciales que realizan para que vivamos nuestras vidas.

También hay que tener cierto cuidado: si bien la aplastante mayoría de los microbios no nos causan enfermedades, algunos tienen la capacidad de ser muy perjudiciales. En muchas ocasiones eso sucede cuando un microorganismo se encuentra en un lugar en el que no debería. Por ejemplo, bacterias que serían inofensivas en la piel pueden causar problemas en otros tejidos. En ciertas ocasiones se trata de problemas generados por desbalances: si entendemos que cada uno es un ecosistema en el que hay múltiples microbios, hay problemas que se generan cuando ese ecosistema está muy alterado, por ejemplo porque tras consumir antibióticos eliminamos a muchos microorganismos del intestino que precisamos para estar saludables. Entonces en lugar de hablar de simbiosis se habla de disbiosis.

En definitiva, tenemos microorganismos por todas partes en eso que llamamos nosotros. Y de cierta manera, son parte importante de lo que somos. La mayor parte de la microbiota que se estudia es la del intestino, y para ello hay una razón tan sencilla como escatológica: es fácil acceder a la microbiota intestinal de forma no invasiva gracias al estudio de la materia fecal. Según algunos autores, la microbiota del intestino grueso “alberga, por lejos, la mayor biomasa microbiana de cualquier órgano o superficie del cuerpo humano” y señalan que “cada mililitro del intestino grueso contiene aproximadamente cien mil millones de células microbianas en comparación con los 1oo millones de células del intestino delgado”. El tema es relevante además porque desde hace unas tres décadas se viene investigando que el intestino y el cerebro están conectados en una vía que es de ida y vuelta. También conocemos bastante de la microbiota de la boca, nuevamente, porque también es fácil de acceder a ella (alcanza con un simple hisopado).

Utilizando datos de la microbiota intestinal y bucal, recientemente un grupo de más de cuarenta investigadores, liderados por Mireia Valles-Colomer, de la Universidad de Trento, Italia, trató de ver el origen de la microbiota que cada uno de nosotros tiene, en particular, cuánta de esa microbiota nos la pasamos entre nosotros. El artículo que comunican sus resultados se titula “El panorama de la transmisión de persona a persona de los microbiomas intestinales y orales” y hacia él vamos.

¿De todas partes vienen?

Los investigadores comienzan señalando en su artículo que a diferencia del genoma, que heredamos de nuestros progenitores y se mantiene bastante estable a lo largo de nuestra vida, nuestro microbioma y la información genética de esa comunidad de microorganismos que albergamos “se siembra al nacer y cambia con el tiempo, mostrando tanto una alta variabilidad temporal como una personalización”. En otras palabras: nuestra comunidad de microorganismos cambia a medida que vivimos y no es algo que está fijo desde el nacimiento.

“Se sabe que factores como la dieta y el estilo de vida modulan la composición del microbioma humano, pero como muy pocos miembros del microbioma pueden prosperar fuera del cuerpo humano, la mayoría de los microorganismos deben adquirirse de otros individuos”, dicen a continuación. Y en esa transmisión, se sabe, tiene mucho que ver la madre. No sólo la criatura se ha gestado dentro de ella, sino que desde hace tiempo se conoce que al salir por el canal de parto, el bebé es colonizado por una comunidad de microorganismos que le ayudará a valerse mejor en ese mundo más hostil que hay fuera del útero, razón por la que la cesárea está desaconsejada en todas partes del mundo, salvo caso de extrema necesidad (y en Uruguay la cantidad de cesáreas es alarmante).

Streptococcus.
Foto: Griffith University

Streptococcus. Foto: Griffith University

Durante la lactancia, la madre seguirá proveyendo, además de nutrientes, de bacterias y otros microorganismos que irán formando la comunidad de la criatura. El asunto es que como bien dicen en el artículo, esta “siembra materna por sí sola no puede explicar la gran diversidad de microorganismos que se encuentran en los adultos”. Al respecto, dicen que “se desconoce en gran medida hasta qué punto las relaciones interpersonales dan forma a la composición genética individual del microbioma y su transmisión dentro y entre poblaciones”, por lo que justamente eso es lo que pretendieron abordar.

Y para ello procedieron a fijarse en las cepas de los distintos microorganismos de la microbiota fecal y oral, ya que según dicen, “son los componentes básicos individuales del microbioma humano”, que pueden variar “desde el punto de vista genómico y funcional dentro de una especie”. Por otra parte, fijarse en las cepas, es decir en variantes de una especie y no en las especies en sí de la microbiota, les permitiría “distinguir la transmisión de microorganismos” de mejor manera. Es algo que tenemos bien presente con la pandemia de SARS-CoV-2: conocer qué cepas o variantes circulaban era relevante para saber a qué atenernos y estimar los contagios.

Mucha caca y mucha saliva

“Caracterizamos y cuantificamos los patrones de intercambio de cepas de microbiomas de persona a persona en múltiples escenarios para proporcionar una descripción completa del panorama de transmisión de microbiomas”, resumen entonces. La tarea implicó el análisis de grandes cantidades de datos. De hecho, recurrieron a 31 bases de datos de metagenomas en los que se conocían las relaciones familiares (el metagenoma se obtiene al analizar todo el material genético microbiano presente en una muestra determinada, en este caso excrementos y saliva, independientemente de que se conozcan o determinen a qué especies pertenece cada fragmento).

Las 31 bases de datos incluyeron muestras provenientes de diferentes lugares (20 países, entre ellos Argentina, Colombia, Estados Unidos, Guinea-Bisáu, Ghana, Tanzania, China, Reino Unido e Italia) y de personas con distintos estilos de vida. La cantidad de micriobiomas analizados es realmente grande, e incluyó 9.715 muestras, de las que 7.646 fueron heces y 2.069 hisopados de saliva.

También aclaran que “la inferencia de la transmisión de cepas de microorganismos a través de la metagenómica aprovecha la suposición validada de que las cepas generalmente persisten en el intestino de un individuo durante períodos de al menos unos meses, pero rara vez se encuentran en individuos no relacionados a menos que haya ocurrido una transmisión directa o indirecta”. Es decir, si personas que son familiares o viven en una misma casa presentan las mismas cepas, hay allí un indicador de que hubo transmisión. Es más: para evitar meter en la bolsa de las cepas transmitidas en el hogar debido a una “coadquisición” por la alimentación, descartaron del análisis a todas aquellas cepas similares “a las aisladas de microorganismos obtenidos de alimentos comerciales fermentados”, así como otras 540 cepas filogenéticamente cercanas a otras reportadas en metagenomas de origen alimenticio. En definitiva: querían asegurarse de que cepas similares en personas que convivían no se debieran a que se alimentaban de lo mismo.

Para que se hagan una idea de tamaño del trabajo realizado, basta este botón: tras hacer todas las exclusiones de cepas antes mencionadas que podrían provenir de los alimentos, los investigadores reportan que detectaron unos “6,35 millones de casos de cepas compartidas entre diferentes individuos en muestras intestinales y alrededor de 4,91 millones en muestras orales”.

Vivir es compartir

Al analizar entonces la microbiota compartida a nivel de cepas, lo que encontraron es fabuloso. Tomen nota: “Las tasas más altas de cepas compartidas entre personas se detectaron entre las madres que cohabitan con sus hijos de cero a tres años”, que en promedio tenían una tasa de cepas compartidas de 34%. En segundo lugar en esto de compartir microbiota se ubicaron “las personas de cuatro años o más que vivían bajo el mismo techo”, con una tasa de cepas compartidas de 12%), seguidos por “gemelos adultos que no cohabitan” con 8% y “adultos que no cohabitan pero viven en la misma localidad”, también con 8%”.

Lógicamente, los que menos compartían cepas de las distintas especies de organismos de su microbiota fueron aquellas personas que no convivían y que además estaban en distintas localidades, con una media de cepas compartidas de 0%. Por otro lado, reportan que “mientras que sólo 4% de las parejas madre-hijo no tuvieron un evento de cepa compartida detectado, 82% de las parejas sin contacto de persona a persona obvio no compartieron cepas” dentro de una misma población, como tampoco lo hicieron “97% de los individuos en diferentes poblaciones”.

Por todo ello, afirman que “el intercambio de cepas de persona a persona sigue un gradiente basado en la distancia social a través de entornos compartidos y parentesco que es notablemente más fuerte que el observado por la divergencia de microorganismos a nivel de especie”. En ese sentido, resaltan “la relevancia de la interacción directa de persona a persona y las redes de interacción social para dar forma al microbioma intestinal de cada individuo”.

Madres, hijos e hijas

En el trabajo encontraron una “notoria correlación negativa” entre la tasa de cepas compartidas entre madres y sus hijas o hijos y su edad “a pesar del incremento del número de especies compartidas entre madres-hijos” a medida que pasa el tiempo, que pasa de 17 especies compartidas en el primer año de vida a 37 hasta los tres años y 58 hacia los 18 años. El resultado, dicen, “sugiere la acumulación de especies supuestamente originarias de otras fuentes por parte de la descendencia”. Viviendo y aprendiendo y también acumulando nuevas especies de microorganismos, parecen decir.

Pero si bien con la edad se adquieren nuevas especies y, por tanto, se comparten más con la progenitora, a nivel de cepas la cosa es distinta. “Durante el primer año de vida, los bebés compartieron con sus madres la mitad de las cepas de las especies que se encuentran tanto en el microbioma del bebé como en el de la madre y 16% de las cepas detectadas en los bebés supuestamente se originaron en la madre”, reportan. Las cepas compartidas bajan a 27% entre uno y tres años, “en concordancia con la intimidad tras la lactancia y la expansión de las actividades motoras de los infantes”.

Bifidobacterium longum.
Foto: Uiversidad de Massachusets Amherst

Bifidobacterium longum. Foto: Uiversidad de Massachusets Amherst

Luego señalan que “las tasas de cepas compartidas madre-hijo se estabilizan después de los tres años (19% hasta los 18 años y 14% hasta los 30 años), acercándose a las observadas entre los miembros del hogar (12%)”. Dando letra para subrayar la importancia de nuestras madres en nuestras vidas, afirman que “si bien la gran cantidad de cepas compartidas al nacer confirma hasta qué punto es sustancial la siembra del microbioma maternal en el intestino del bebé, el intercambio de cepas siguió siendo significativo en personas mayores (50 a 85 años de edad), con parejas madre-hijo que no cohabitan aún compartiendo significativamente más cepas que con madres sin parentesco (16% versus 8%)”.

Entre las cepas compartidas entre madres e hijos, de aquellas que se conocen, se destacaron varias de los géneros Bacteroides y Bifidobacterium.

Bajo el mismo techo y las mismas bacterias

Al analizar datos sobre las cepas compartidas entre 883 individuos de más de cuatro años que cohabitaban en 212 hogares de ocho poblaciones de cuatro continentes, tanto de áreas rurales como urbanas, Mireia Valles-Colomer y sus colegas reportan que “la mayoría de los hogares mostró tasas de cepas compartidas significativamente más altas (entre 11% y 71%) entre los miembros que cohabitan que entre los individuos de la misma población que no cohabitan”.

También evaluaron “las cepas compartidas entre progenitores e hijos, entre hermanos y entre parejas” en las cuatro poblaciones en las que se conocía el parentesco. Reportan entonces que “todas las relaciones familiares mostraron tasas de cepas compartidas significativamente más altas que las compartidas con personas de diferentes hogares, pero no se detectaron diferencias significativas entre ellas”. Luego reportan que “las tasas de cepas compartidas maternas y paternas fueron similares en niños de cuatro años de edad y mayores”.

En otras palabras: al estar bajo el mismo techo, tanto da que sean hermanos de sangre -con los mismos progenitores- o parejas. Y uno piensa, el fenómeno se daría igual con hermanos de distintas parejas que vivan lo suficiente juntos, o con cualquier otra persona que forme parte de ese hogar. Nos pasamos las cepas con quienes vivimos.

Entre las especies de microbiota que más cepas se compartieron, en el trabajo se cita a Bifidobacterium angulatum, así como varias especies del género Streptococcus.

Abriendo la boca

Las cepas de microbiomas orales probablemente se transmiten más fácilmente entre individuos que las cepas intestinales, ya que la saliva puede ser un vehículo directo, pero la transmisión de microbiomas orales de persona a persona sigue sin explorarse”, reseñan en el artículo Mireia Valles-Colomer y sus colegas.

Analizando metagenomas secuenciados de muestras de saliva de Estados Unidos y de las Islas Fiyi, reportan que detectaron “un gradiente de tasa de cepas compartidas entre entornos compartidos y parentesco similar” al observado en el microbioma intestinal. “Las personas que cohabitan mostraron una mediana de tasas de cepas orales compartidas de 32%, mientras que las personas que no cohabitan, ya sea en la misma o en diferente localidad, compartieron 3% y 0%, respectivamente”. Entonces dicen que “los individuos que cohabitan presentan tasas de cepas orales compartidas 10 veces más altas que los individuos que no cohabitan pero viven en la misma localidad”.

A continuación señalan que “menos de 0,5% de los miembros del mismo hogar no compartían una sola cepa, en contraste con 18% de los pares intrapoblacionales y 65% de los pares interpoblacionales”, lo que indica que “la transmisión de persona a persona de cepas bacterianas orales ocurre con más frecuencia que la transmisión del microbioma intestinal”. Otra diferencia con lo que pasa en el intestino es que las cepas de microbiota oral compartidas “aumentan con la edad de la descendencia”, especialmente “luego de los tres años”.

Por todo eso señalan que “la transmisión parental de cepas no parece sembrar particularmente el ensamblaje del microbioma oral en los primeros años de vida, sino que parece explotar los modos de transmisión horizontal que también dependen de la duración del contacto”.

El hogar y la microbiota

En sus conclusiones, Mireia y sus colegas señalan que su trabajo revela que “la transferencia de cepas de microorganismos entre individuos en contacto cercano de larga duración es un factor importante en la configuración de la composición genética personal del microbioma y, por lo tanto, del correspondiente potencial metabólico y de interacción huésped-microorganismo”.

También destacan que “aunque la cantidad de cepas compartidas fue, como se esperaba, mayor entre los microbiomas intestinales de la madre y el bebé durante el primer año de vida (mediana 50%), las cepas compartidas también representaron 12% y 32% de las especies de microbiomas intestinales y orales en común entre los individuos que cohabitan, respectivamente”, incluso cuando ese contacto comienza en la adultez, como es en el caso de las parejas, que compartieron 13% de las cepas de la microbiota intestinal y 38% de la oral.

“Nuestros resultados destacan un efecto no despreciable de las interacciones sociales en la configuración del microbioma”, efecto que dicen “podría tener un papel en enfermedades asociadas al microbioma, y justifica la consideración de la transmisión de cepas de persona a persona en estudios de microbiomas humanos”.

Más allá de esa posible aplicación en el estudio de enfermedades, lo que encontraron daría para reformular la vieja frase “el hogar está donde está el corazón” por una del estilo “el hogar está donde compartís microbiota”.

Artículo: The person-to-person transmission landscape of the gut and oral microbiomes
Publicación: Nature (enero 2023)
Autores: Mireia Valles-Colomer, Aitor Blanco, Paolo Manghi y otros.