En 1903 un mundo más machista que este se sacudía. La hoy archiconocida Marie Curie –su apellido de soltera era Sklodowska– era la primera científica en ganar un premio Nobel. La academia sueca le entregó, junto a Henri Becquerel y a Pierre Curie –su marido–, el premio de Física “en reconocimiento a los extraordinarios servicios que han prestado mediante sus investigaciones conjuntas sobre los fenómenos de radiación descubiertos por el profesor Henri Becquerel”. Compartido y en minoría frente a sus colegas hombres, se trataba, de todas formas, de un reconocimiento a su gran labor científica.

De hecho, Marie Curie descolló tanto en el mundo de la ciencia que en 1911 ganó su segundo premio de la academia sueca, en este caso el Nobel de Química, por “descubrir los elementos radio y polonio, por el aislamiento del radio y el estudio de la naturaleza y los componentes de este sorprendente elemento”, en ese caso sin compartir el mérito con nadie. Volvió entonces a hacer historia: fue la primera persona en ganar dos premios Nobel en disciplinas distintas.

En un mundo donde la inteligencia, el trabajo intenso y la capacidad de preguntarse por diversos aspectos de lo que nos rodea se reparte indistintamente entre las personas independientemente de su género, por lo que cabría esperar que aquello de Marie Curie fuera moneda corriente. Pero han pasado 120 años desde que la científica nacida en Polonia –por eso bautizó polonio al elemento que descubrió– ganara su primer Nobel y el hecho de que este 2023 Anne L’Huillier sea la quinta mujer en toda la historia en hacerse con un Nobel de Física debería llamarnos a la reflexión. Una vez más, se trata de un premio compartido –lo que está bien: la ciencia es profundamente colaborativa y las ideas se desarrollan y proliferan mejor trabajando en grupo–, pero una vez más, como casi siempre que sucede en una terna mixta, el ratio hombre/mujer es de dos a uno en favor de los primeros. Si fuera una mesa de ruleta, cualquiera diría que la pelotita o la mesa están adulteradas.

Más allá de eso, veamos por qué Anne L’Huillier, junto a Pierre Agostini y Ferenc Krausz, merecieron ganarse el atómico Nobel de Física 2023.

¿Cinco minutos y nada más?

Como señala la fundamentación del Comité del Nobel de Física, el francés Pierre Agostini, hoy en la Universidad Estatal de Ohio, Estados Unidos, el húngaro Ferenc Krausz –qué semanita para la ciencia de Hungría: el lunes ese país se llevó también una medalla en Medicina y Fisiología–, hoy en el Instituto Max Planck de Óptica Cuántica, Alemania, y la también francesa Anne L’Huillier, hoy en la Universidad de Lund, Suecia, se hicieron merecedores del reconocimiento por concebir “métodos experimentales que generan pulsos de luz de attosegundos para el estudio de la dinámica electrónica en la materia”. ¿Qué es todo eso? Ya vamos.

Según la frase popular, la fama dura unos tres minutos. Para L’Huillier, Agostini y Krausz eso sería una verdadera eternidad, ya que aquello por lo que se los premia es el desarrollo de pulsos de luz tan pero tan breves que el tiempo que duran se anota con 18 ceros a la derecha de la coma. Justamente, attosegundo viene del sueco atten, que significa 18. ¡El pulso de luz con el que trabajan dura una trillonésima parte de un segundo! Una millonésima parte de una millonésima parte de una millonésima parte de segundo. Tal magnitud ilustra a la perfección el imperativo de la medición minuciosa abrazado por la física desde su nacimiento. El propio Max Planck decía que un experimento es una pregunta que se le hace a la naturaleza y que la medición es, justamente, la respuesta que la naturaleza da. Volvamos al Nobel de Física de este año.

El mundo atómico desafía nuestra percepción del tiempo y el espacio. Las escalas que hay que manejar para intentar desentrañar qué pasa en un átomo nos llevan a cosas como pulsos de luz que duran attosegundos. Por ejemplo, en attosegundos podríamos capturar cambios que se dan en los electrones, las partículas con cargas negativas que pululan alrededor del núcleo del átomo y que determinan cómo ese átomo se comportará con sus congéneres.

Los tres investigadores –L’Huillier, Agostini y Krausz– perfeccionaron la técnica de generar pulsos de luz tan breves como para permitir ver cambios en los electrones. Ya en 1987, trabajando con láseres que atravesaban un gas noble, Anne L’Huillier encontró armónicos o matices de luz, electrones con energía adicional que se emitía en forma de luz, que dependían de los ciclos del láser interactuando con los átomos del gas. Según el Comité del Nobel, eso “pavimentó el camino para avances posteriores”.

Pierre Agostini siguió profundizando y en 2001 logró generar pulsos de luz que duraban 250 attosegundos, mientras que Ferenc Krausz hacía lo propio, independientemente, “aislando un único pulso de luz que duraba 650 attosegundos”.

De esta manera, según el comité, “los tres laureados hicieron contribuciones que permitieron la investigación de procesos que suceden tan rápido que anteriormente eran imposibles de seguir”, lo que abre las puertas “a potenciales aplicaciones en múltiples áreas”, citando entre ellas la electrónica y poniendo como ejemplo “comprender y controlar cómo los electrones se comportan en un material”.

Así, Agostini, Krausz y L’Huillier, con su forma de dominar los pulsos de láser, les pasan la batuta a otros físicos y físicas para que observen qué pasa en los átomos. Y así, en 120 años, una científica es la quinta en integrar el sesgado grupo de los ganadores de un Nobel de Física.