Hagamos un imaginario viaje en el tiempo para retroceder a una época en la que los animales aún no existían y en la que la vida, en formas relativamente simples, se abría paso únicamente en el océano.
Nuestra máquina del tiempo no es muy precisa, pero viajamos quizá entre 1.500 millones y 2.000 millones de años hacia el pasado. Nos encontramos en un momento de la historia en el que organismos unicelulares aprendieron ya un truquito evolutivo ingenioso para sobrevivir: la fotosíntesis, la capacidad de sintetizar el alimento a partir de la luz solar y, por lo tanto, de convertir materia inorgánica en orgánica.
Más precisamente, las cianobacterias comenzaron hace ya miles de millones de años la revolución que a la larga hará posible el mundo tal cual lo conocemos. Al usar no sólo la luz del sol sino también el dióxido de carbono y nutrientes, comenzaron a liberar oxígeno a la atmósfera como subproducto de ese proceso. Pronto, las plantas conquistarán la Tierra con el mismo recurso y nos darán un planeta verde y exuberante, pero es otro el tema que nos ocupa en esta aventura temporal. Es la flamante entrada en escena de un nuevo jugador que también cambiará todo.
Estamos en una época en la que surgieron recientemente los organismos eucariotas, cuyas células –al igual que las nuestras– tienen un núcleo en el que guardan el material genético. Algunos de estos ancestros nuestros acaban de hacer algo extraordinario: obtener la energía que necesitan engulliéndose a otros organismos más pequeños, en lugar de hacer fotosíntesis. Han nacido los primeros depredadores, que accederán de este modo a fuentes mucho mayores de energía, crecerán en tamaño y darán paso a todas las especies que hoy sobrevivimos comiéndonos a otros seres vivos, ya sean animales o plantas.
La evolución de estos nuevos organismos modificará a partir de allí el planeta, porque cuando se introduce la depredación de organismos en un ecosistema, tal cual dice el geoquímico y biólogo evolutivo Don Canfield, “cambia radicalmente la dinámica del sistema”.
Y como el buen funcionamiento de los ecosistemas es vital para sostener la vida en el planeta, es especialmente importante entender quién se come a quién en ellos, mediante qué mecanismos y cuáles son las posibles consecuencias cuando ocurren alteraciones en estas redes alimenticias o tróficas. Para ayudarnos a entender un poco más al respecto, llega un sorprendente grupo de uruguayos: algunos son peces y otros son científicos.
Del agua venimos
Las bondades de los peces anuales, hasta hace poco llamados genéricamente austrolebias, han sido enumeradas con frecuencia en estas páginas. Además de sus colores llamativos y sus particularidades aparentemente paradójicas, como ser peces que necesitan que no haya agua en algún momento para desarrollarse, son excelentes modelos de investigación para trabajos de envejecimiento, genética y ecología. En este caso, por ejemplo, se convirtieron en “pececillos de indias” para revelar algunos de los mecanismos de depredación que funcionan en los ecosistemas.
Haciendo “hablar” a los peces está el biólogo Esteban Ortiz, cuya investigación se centra justamente en entender “cuáles son los principales mecanismos que determinan los patrones de biodiversidad” y cómo los atributos de las especies (su tamaño o el lugar que ocupan en el entramado alimenticio) estructuran las redes tróficas, “que son fascinantes y súper importantes para entender cómo funcionan los sistemas naturales en general”, explica Esteban.
Para su doctorado se centró en el estudio de un conjunto de charcos temporales de la cuenca de la Laguna de Castillos, Rocha, que el equipo del orientador de Esteban, el biólogo Matías Arim, viene investigando desde hace años.
¿Por qué hacerlo en ese sistema de charcos en particular? “Durante el proceso de estudio del lugar se llegó a la conclusión de que se trata de un sistema fuertemente estructurado por el tamaño corporal. Eso lo hace un buen modelo de estudio para responder algunas preguntas asociadas a depredación y tamaño”, agrega.
De hecho, los científicos descubrieron que ese sistema de charcos es como un barrio en el que no importa tanto tu reputación sino tu tamaño para hacerte valer. “Lo que es relevante no es tu identidad taxonómica, si sos fulanito o menganito, sino tu tamaño corporal”, aclara Esteban sobre esta especie de paraíso meritocrático de peces.
Aprovechando que tenían una buena base de datos y una estructuración muy fuerte marcada por el tamaño de los habitantes de este conjunto de charcos, Esteban y sus colegas resolvieron entonces poner a prueba el funcionamiento de tres mecanismos que se han propuesto para explicar ciertos patrones comunes en las redes tróficas.
El primero está dado por la demanda de energía: los depredadores más grandes necesitan más presas para satisfacer sus requerimientos y eso los vuelve inicialmente más generalistas y menos selectivos. Precisan consumir todo tipo de presas, sin que importe demasiado su tamaño u otros atributos.
El segundo está marcado por la restricción de consumo por tamaño. En especies que no trabajan en forma colaborativa para alimentarse de presas grandes, la capacidad de alimentarse está limitada por su tamaño y principalmente por la apertura de su boca. Una boa no puede comerse un elefante, por mucho que el libro El principito nos haya inculcado esta imagen. Depredadores chicos están limitados a elegir presas pequeñas.
El tercero es el del forrajeo óptimo: ante una oferta diversa de presas, los depredadores grandes seleccionarán aquellas más grandes y que ofrecen una mayor recompensa energética.
Estos mecanismos no son excluyentes. Pueden actuar en forma individual en un ecosistema dado pero también de forma combinada. ¿Cómo descifrarlos y qué demostraron al respecto los peces anuales de Castillos? De eso se trata el artículo que publicaron recientemente Esteban Ortiz y Matías Arim, del Departamento de Ecología y Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional del Este (CURE) de Maldonado, y Rodrigo Ramos, de Genómica, Ecología y Medio Ambiente (GEMA) de la Universidad Mayor de Santiago de Chile, que hace uso de un novedoso abordaje estadístico para contestar estas preguntas.
Cats versus fish
Los investigadores basaron su análisis en el contenido estomacal de cuatro especies que habitan ese sistema de charcos: Austrolebias viarius (que recientemente se propuso como de un género propio y se llamaría Garcialebias viarius), Austrolebias cheradophilus (que podría pasar a llamarse Titanolebias cheradophilus), Austrolebias luteoflammulatus (o Acantholebias luteoflammulatus según el trabajo de revisión del grupo) y Cynopoecilus melanotaenia. Las cuatro son depredadores tope de este sistema de charcos, con una fuerte correlación entre su tamaño corporal y su posición en la red trófica, así como en la diversidad y tamaño de presas que consumen.
Se analizaron 619 individuos de estas cuatro especies, que fueron medidos y divididos en 20 categorías de tamaño. A la vez, se identificó el contenido estomacal de cada pez al máximo nivel taxonómico posible, y se lo categorizó en tres grupos tróficos: productores primarios (por ejemplo, algas, diatomeas y semillas), macroinvertebrados herbívoros-detritívoros (como coleópteros, caracoles o larvas de mosquitos) y macroinvertebrados carnívoros (por ejemplo, larvas de libélulas o chinches de agua), estimándose también su tamaño en base a colectas y bibliografía. Hay que aclarar que todos estos datos correspondían a trabajos de monitoreo anteriores y que no se capturaron ejemplares adicionales para la investigación.
Para descubrir las relaciones entre presas y depredadores se usó un modelo estadístico con un nombre ideal para estudiar las elecciones de depredadores: CATS, por sus siglas en inglés (que en español significan “ensamblaje de comunidad a través de selección de atributos”). Aunque generalmente se usa para determinar qué tipo de especies son seleccionadas por los depredadores de acuerdo a las condiciones ambientales, en este caso Esteban y sus colegas lo aplicaron para que detectara específicamente cómo el tamaño de las presas o su pertenencia a un determinado grupo trófico inciden en los depredadores de diferente tamaño a la hora de elegir qué almuerzan.
Al usar el modelo CATS para analizar el contenido estomacal de los depredadores, los investigadores pudieron evaluar cuáles de los tres mecanismos alternativos actúan en la selección de presas y de qué modo. Para ello, delinearon siete hipótesis que los combinan de diferentes maneras y las pusieron a prueba en su análisis. Encontraron algunas cosas que esperaban, pero también se llevaron alguna sorpresa.
Sor-presa
“Teníamos una fuerte pista de que el mecanismo de consumo por restricción, el que limita las presas de acuerdo al tamaño corporal, iba a estar presente. Lo que no teníamos tan claro es cómo entraban los otros dos, si es que entraban”, dice Esteban.
Lo interesante, aclara, es que descubrieron que estos tres mecanismos actúan en el ecosistema aunque con distinta incidencia, dependiendo del tipo de presas que se considere.
En primer lugar, hubo respaldo estadístico para el mecanismo de demanda de energía, que marca que los depredadores de gran tamaño consumen un mayor número de presas grandes y chicas para satisfacer sus necesidades energéticas. Pese a ello, observaron cambios en la selección de presas a medida que los depredadores se hacían más grandes, que respaldan el accionar de los mecanismos dos y tres.
Por ejemplo, quedó en evidencia que el tamaño del depredador limita el tamaño de las presas. Los depredadores chicos seleccionan presas chicas de todos los grupos tróficos, pero a medida que los animales se van haciendo más grandes comienzan a comer presas herbívoras-detritívoras de más dimensión.
Por último, el mecanismo de forrajeo óptimo quedó demostrado al constatarse que entre los peces más grandes hay un consumo de productores primarios grandes, pero también un pasaje de presas de bajo nivel energético (como esos productores primarios) a intermedio (herbívoros-detritívoros) y finalmente de alto nivel energético, como los carnívoros. Es decir, teniendo para elegir, los peces grandes preferían alimentarse de aquellas presas que les proporcionan más “retorno” energético, del mismo modo que un cazador-recolector probablemente optaría por comer carne en vez de plantas.
Sin embargo, fue en este punto que se llevaron una sorpresa. De acuerdo a este mecanismo, también esperaban que mientras más grandes fueran los depredadores, mayores fueran las presas carnívoras, que justamente son las que proporcionan un alimento de más valor. No fue esto lo que ocurrió.
“Los consumidores más grandes seleccionaban progresivamente presas carnívoras más chicas, un patrón no esperado en estas hipótesis, que requiere considerar otros mecanismos. El consumo de animales grandes que también son depredadores era consistentemente evitado. Esta tendencia se hacía más evidente en los depredadores más grandes. Las presas carnívoras de buen tamaño son menos abundantes, requieren más tiempo de manejo, se mueven más rápido, tienen más maniobrabilidad y su consumo puede ser riesgoso, por ejemplo debido a un comportamiento antipredatorio agresivo”, indica el trabajo.
Esto no es necesariamente contradictorio. Que animales de buen tamaño eviten este tipo de presas también grandes sugiere justamente la acción de “mecanismos basados en atributos antipredatorios que los hace menos redituables en términos de recompensa energética, en concordancia con la teoría del forrajeo óptimo”, agrega.
“Eso fue algo que nosotros no habíamos pensado y lo asociamos al hecho de que, si soy un depredador, comer presas carnívoras grandes me puede generar un riesgo: por ejemplo, que me terminen comiendo a mí, que en el intento me lastimen o que invierta demasiado esfuerzo en tratar de capturar una presa que se mueve mucho, que tiene mecanismos de antidepredación y que por ende hace que el retorno energético no sea favorable. En resumen, me puede ir muy mal”, redondea Esteban.
Contrariamente a lo que suponían originalmente, entonces, el análisis estadístico demostró que los depredadores tope de los ecosistemas no siempre son matones del barrio con patente de corso para hacer lo que quieran. “No se llevan puestas por delante a todas las presas del ecosistema”, bromea Esteban con seriedad.
Lo que pasa en el charco no queda en el charco
El trabajo arroja luz sobre la forma en que actúan algunos de los mecanismos que estructuran las redes tróficas y que pueden ser aplicables a otros ecosistemas. “Los resultados son extrapolables en la medida en que hablemos del mismo tipo de ecosistema”, dice Esteban, en alusión a que hay animales que por ejemplo depredan colaborativamente y escapan así al mecanismo de restricción de consumo por tamaño.
Revelar la conexión entre los atributos de las especies y las interacciones tróficas, como hace esta investigación, “tiene el potencial de predecir qué efectos tendrán en las redes alimenticias los cambios en los atributos de las especies, los cause la modificación de la composición de la comunidad o la evolución de los propios atributos”, concluye el trabajo.
En nuestro caso tiene un doble valor. Por un lado, ayuda a entender un sistema típico del Uruguay como el de los charcos temporales, que está en jaque por la amenaza de la contaminación, el cambio climático y la agricultura, y que posee especies prioritarias para la conservación, algunas de ellas incluso endémicas.
Por el otro, “ayuda a la comprensión de un fenómeno que trasciende a este sistema, que es el de la estructuración de las redes tróficas, de la que entre otras cosas depende el funcionamiento ‘correcto’ o ‘sano’ de los sistemas naturales”, explica Esteban. Pensémoslo, si queremos, en forma egoísta. Cualquier beneficio o servicio ecosistémico que nosotros obtenemos de los sistemas naturales “está mediado o depende del correcto funcionamiento de las redes tróficas”.
Esteban ilustra la importancia de estas relaciones con un ejemplo que ayuda a razonar fuera del charco y que nos devuelve además a los protagonistas del comienzo del artículo. Pensemos en la Laguna del Sauce, donde ha habido episodios fuertes de floraciones de cianobacterias.
“El crecimiento de cianobacterias esta dado en gran medida por una mayor retención de nutrientes que vienen de la cuenca, pero también porque las poblaciones de zooplancton, que son bichos que se comen esas cianobacterias y otros componentes del fitoplancton, están muy explotadas por peces. La pérdida de un depredador tope como la tararira, que se come a esos peces zooplantívoros, impediría que estén bajo control, favorecería que haya poco zooplancton y por lo tanto crezca el fitoplancton. Eso es un ejemplo de la importancia de mantener la estructura de la red trófica: si perdés un depredador tope no sólo dejás de disfrutar de una actividad recreativa como la pesca de la tararira; eso desencadena una cantidad de cambios en la estructura del sistema que termina repercutiendo, por ejemplo, en la calidad del agua potable”, explica.
Entender cada vez mejor cómo funcionan los mecanismos de las redes tróficas y cómo se relacionan sus elementos, aunque nos parezcan tan modestos como un grupo de pececitos y macroinvertebrados en un charco, nos puede ayudar a predecir los posibles efectos de los desajustes en los ecosistemas de los que dependemos y darnos herramientas para evitarlos. Al fin y al cabo, la máquina del tiempo que usamos al comienzo funciona sólo con la imaginación y no nos permite retroceder para reparar aquello que pudimos prever con un poco más de ciencia e investigación.
Artículo: Prey selection along a predators’ body size gradient evidences the role of different trait-based mechanisms in food web organization
Publicación: PLoS ONE (octubre de 2023)
Autores: Esteban Ortiz, Rodrigo Ramos y Matías Arim.