“Hay otros mundos, pero están en este” sostuvo el poeta surrealista Paul Éluard, dejando en evidencia no sólo que lo que cada uno de nosotros llama mundo es apenas una parte de algo mayor, sino también la imposibilidad de abarcar algo así como el todo.
Dado lo subjetivo de nuestra experiencia, y a pesar de todos los recursos que hemos desarrollado mediante millones de años de evolución, como el lenguaje, la empatía el procesamiento de las señales captadas por nuestras neuronas sensoras y más, podemos hacer el simulacro de entender qué le está pasando a otro ser humano, pero nos es casi imposible sentir el mundo tal como ese otro ser de nuestra especie lo está sintiendo. Cosas tan sencillas como un color o un olor, pese a que más o menos podemos concordar en qué es algo amarillo y en qué cosas tienen aroma a limón, los recuerdos, sentimientos y conexiones que cada uno ha establecido en torno a estas cosas en apariencia tan objetivas y externas a nosotros, hacen que podamos arrimarnos a lo que el otro entiende por amarillo y limón pero quedemos parcialmente por fuera de qué disparan esos estímulos en ese mundo que es otra persona. Si el otro es, además, un animal de otra especie, la cosa es aún más extraña o, como muestra el último libro de Ed Yong, que se acaba de editar en español, ese mundo de lo percibido es mucho más inmenso que lo que podemos llegar a experimentar jamás.
Titulado La inmensidad del mundo, la obra de Yong propone un viaje por otros mundos que están en el planeta Tierra y a los que sólo podremos acceder mediante volteretas intelectuales. Porque si bien podemos llegar a entender cómo una araña saltadora, un delfín, un pez eléctrico, un murciélago o un elefante reciben información del mundo que los rodea, siempre lo haremos a través de la limitada caja de herramientas de que disponemos para hacernos una idea de lo que está ahí afuera. Nuestros ojos no agotan la capacidad de recibir información lumínica. Nuestros oídos y tacto no agotan la capacidad de recibir información mediante vibraciones y movimiento. Nuestras narices y lenguas se quedan cortas ante la capacidad de obtener información química. Nuestro mundo es pues más estrecho que lo que sentimos. Y el mundo de cada animal más estrecho que la suma de lo percibido por el conjunto de los seres vivos. “Nada es capaz de sentirlo todo”, dice Yong para agregar luego que “y a nada le hace falta” hacerlo. Es que los animales percibimos aquello que resultó relevante para quienes nos antecedieron en nuestra línea evolutiva. Sobrecargar nuestros sistemas de procesamiento de señales nerviosas para información irrelevante no tendría sentido. Y dado que la naturaleza es bastante tacaña, gran parte de lo que se hace superfluo va quedando por el camino.
Envueltos en un Umwelt
Como bien reseña Yong, hay un concepto que define el mundo que percibe un animal. Acuñado en 1909 por el biólogo Jacob Von Uexküll, el término Umwelt proviene del vocablo alemán para referirse al entorno pero no refiere a lo que llamaríamos hoy el ambiente que lo rodea, sino a decir de Yong de la “burbuja sensorial” en la que habita cada ser vivo. De esta manera, si bien distintos animales podemos ocupar un mismo espacio físico, podemos habitar “Umwelten diferentes por completo”.
Esto podría ser fácil de suscribir cuando, por ejemplo, hablamos de un murciélago, que “ve” usando el rebote de ondas sonoras que emite y formando una “imagen” de lo que lo rodea de acuerdo al rebote que esas ondas producen al chocar con objetos sólidos, algo que luego imitamos desarrollando el radar. Pero no es sólo que el Umwelt de los animales con sentidos distintos a nosotros es diferente, si no que, como aclara Yong, eso sucede aun cuando los animales “comparten los mismos sentidos que nosotros”. Para una abeja que percibe la luz ultravioleta, una flor es algo muy distinto a la flor que nuestros ojos, ciegos a esa longitud de onda, pueden mostrarnos. Un elefante podrá detectar ondas sísmicas de muy baja frecuencia con sus pies que le informan de congéneres distantes, mientras para nosotros imperará un silencio/quietud/ausencia de vibración pasmosa. “Existen animales con ojos en los genitales, oídos en las rodillas, narices en las extremidades y la piel cubierta de lenguas” escribe Yong. Hay otros mundos, pero están en cada Umwelt, bostezaría Éluard.
“Nosotros tampoco somos unos zoquetes sensoriales”, nos tranquiliza Yong. “Cada especie tiene sus propias restricciones y libertades, y por ese motivo este no es un libro de listas, de esos que ofrecen una clasificación infantil de los animales en función de la agudeza de sus sentidos y los valoran sólo cuando sus capacidades superan a las nuestras. Este libro no se centra en la superioridad, sino en la diversidad” sostiene Yong con firmeza.
Ya puesto a dejar claras sus intenciones, el autor afirma que en su libro los animales son tratados como animales. “A veces la ciencia estudia los sentidos de otros animales con la intención de entendernos mejor a los humanos, utilizando criaturas excepcionales como los peces eléctricos, los murciélagos o los búhos” como meros organismos modelo para entender mejor cómo funcionan nuestros propios sentidos, afirma. También dice que en otras ocasiones se recurre a los animales para inspirar tecnologías, como los sonares militares que fueron perfeccionados tras estudiar a los delfines. “Todas esas motivaciones son legítimas, pero a mí no me interesan”, manifiesta Yong, agregando que “los animales no son meros sustitutos de los seres humanos ni combustible para tormentas de ideas: tienen su propio valor. Aquí exploraremos sus sentidos para entender mejor sus propias vidas”.
Y claro está: ninguna de las formas de percibir el mundo que poseemos los humanos salió de la nada. Cada uno de nuestros sentidos fueron forjados en millones de años de experimentación evolutiva. Nos quedamos con aquellas cosas ya probadas y con las innovaciones que aumentaban nuestras chances de supervivencia. Muchas de las que no quedaron por el camino. Formamos parte de un continuo y, de esa manera, por más que Yong se me enoje, hablar de los otros animales es también hablar de nosotros mismos.
Mucho más que cinco
Yong reseña que desde la época de Aristóteles se trabaja con la idea de los cinco sentidos que tenemos los humanos, a saber: vista, oído, olfato, gusto y tacto; pero como ya nos habremos dado cuenta, esa es una lista que a todas luces se queda corta. Sentimos la posición de nuestro cuerpo, la propiocepción, que, como comenta Yong, “es distinta al sentido del tacto”. También dice que podríamos agregar el sentido del equilibrio, relacionado tanto “con el tacto como con la visión”. Y al ver qué pasa con los otros animales, las cosas se hacen aún más complejas.
A modo de ejemplo, Yong cuenta que las serpientes de cascabel –pero no sólo ellas– perciben el calor de otros animales pero apunta que esos sensores están “conectados al centro visual del cerebro”, preguntando entonces si eso es algo que forma parte de su visión o si es algo diferente. Habla del pico del ornitorrinco que tiene sensores que detectan los campos eléctricos y la presión, y se pregunta si son sentidos diferentes o si se trata de un “electrotacto”. “En lugar de tratar de meter los sentidos animales a la fuerza en el cubo aristotélico, deberíamos estudiarlos tal cual como son” argumenta, e incluso señala que si queremos reducir las cosas, deberíamos apuntar a sentidos químicos –donde entrarían el gusto, el olfato y la vista– y los mecánicos –el tacto, el oído y los eléctricos–, dejando a los sentidos magnéticos “en cualquiera de las dos categorías o en ambas”. Una vez más, no se trata tanto de encasillar, sino de asombrarse por la diversidad que nos propone.
Para todos los gustos...
“y oídos, y olfatos, y tactos, y visiones y demás”, habría que agregar. El libro entonces se organiza en capítulos que proponen “una puerta de entrada a todo un abanico de cosas que hacen los animales con cada uno de los estímulos”, sin andar llevando la cuenta o creando sextos, séptimos o ene sentidos. Nos asomamos pues a “olores y sabores”, a “infinitas formas de ver”, al “sentido indeseado” –si será valioso sentir el dolor–, a las curiosas formas de percibir la temperatura, el contacto, el flujo, las vibraciones de superficie, el sonido, los ecos, los campos eléctricos y magnéticos, e incluso la unión de todos los sentidos.
La prosa de Yong es veloz y entretenidísima. Pasa de hablar con investigadoras e investigadores tan apasionados como él por el tema a zambullirse en la historia de la ciencia y los conocimientos que ha generado respecto a la percepción con la misma actitud juguetona con la que un delfín explora un nuevo ambiente. En reiteradas ocasiones describe con pulso y tino lo que animales están haciendo enfrente suyo, rindiéndose ante su extraña y a la vez familiar forma de vivir en nuestro mundo. Siempre nos deja maravillados.
“Saltar de un Unwelt a otro, o al menos intentarlo, es como poner el pie en un planeta alienígena”, dice invitándonos a leer las más de 400 páginas que se devoran con avidez.
Como dice Yong, pensar que cada animal está en su burbuja sensorial puede parecer algo restrictivo, ya que cada organismo está atrapado en un mundo que es imposible de ser percibido tal cual por otros. Pero para el autor “la idea es maravillosamente expansiva”, ya que “nos recuerda que hay luz en la oscuridad, ruido en el silencio, riqueza en la nada”. “Señala los destellos de lo desconocido en lo que nos resulta familiar, de lo extraordinario en lo cotidiano, de la magnificencia en lo mundano”. Así pues, asomarse al libro de Yong es emprender un viaje a un mundo más inmenso, más rico, más diverso, y sin dudas, nos sumerge en uno de los libros de divulgación de ciencia del año.
Libro: La inmensidad del mundo. Editorial: Urano. Autor: Ed Yong.
Dos uruguayos en el libro de Yong
La inmensidad del mundo nos habla de más de una centena de animales y de varias decenas de investigadoras e investigadores que estudian cómo perciben el mundo. En todo ese concierto de seres increíbles, aparecen dos uruguayos. Se trata de Ángel Caputi, quien hasta hace poco fuera investigador jefe del Departamento de Neurociencias Integrativas y Computacionales del Instituto de Ciencias Biológicas Clemente Estable (IIBCE), y del pez eléctrico nativo de nuestro territorio Gymnotus omarorum, uno de los modelos estrella de nuestra neurociencia. En el libro se citan tres artículos de nuestro entrañable investigador -publicados en 2011, 2013 y 2017- y en el capítulo de la percepción eléctrica Yong escribe que “Ángel Caputi ha argumentado que, en el caso de los peces eléctricos, el sentido eléctrico probablemente se combina con la línea lateral y la propiocepción (la conciencia de un animal de su propio cuerpo) para formar un único sentido integrado del tacto”. Cumpliendo la máxima de Estable, Caputi está allí para demostrar que con ciencia grande no hay país pequeño.