Hace unos 480 millones de años surgió un nuevo grupo de seres vivos en nuestro planeta, al que hoy les decimos insectos. Bastante después, hace alrededor de 150 millones de años, cuando los dinosaurios y los mamíferos ya llevaban tiempo andando por la Tierra, llegaron otras formas de vida, las plantas con flores, a las que hoy denominamos angiospermas. Algunas de esas plantas con flores daban frutos que unos primates curiosos apreciaban y que comenzaron a domesticar y cultivar hace apenas unos 15.000 años.
El asunto es que algunas de estas plantas y sus frutos también eran apreciados por aquellos insectos que llevaban aquí muchísimos millones de años más que los primates curiosos. Así que durante el siglo pasado esos primates comenzaron a recurrir masivamente al empleo de insecticidas para aumentar los rendimientos y las ganancias obtenidas con sus cultivos. Un mono con una escopeta química que le disparaba a todo lo que se movía en sus plantaciones. Sin entender bien qué pasaba y sin importar demasiado por qué algunos insectos se las agarraban con algunos cultivos y otros insectos con otros, alcanzaba con rociar con insecticida para librarse de la molestia. Hasta que llegó la Primavera silenciosa.
En aquel libro la investigadora Rachel Carson recogía artículos publicados previamente por ella en los que mostraba y denunciaba los efectos de los pesticidas, especialmente el insecticida DDT, en el ambiente y otros seres vivos que no eran el objeto de su aplicación, como las aves. Aquel fue el puntapié mediático para terminar prohibiendo el DDT en casi todas partes, lo que no implicó que los insecticidas dejaran de usarse. Por el contrario, hoy somos testigos de un irracional ciclo en el que las empresas agroquímicas lanzan sus productos, la comunidad científica demuestra años después su efecto perjudicial para el ambiente y diversas formas de vida (nosotros incluidos), las autoridades regulatorias consideran prohibir su uso aun mucho más tarde, sólo para asistir a la promoción de un nuevo producto alternativo que vuelve a iniciar todo el proceso.
Hoy es evidente que tenemos que utilizar la menor cantidad de insecticidas posible (y que ese poco que usemos deberá aplicarse de forma adecuada, en el momento indicado y con estrictos controles). Y para ello pasar de concebir el problema como una guerra contra los insectos, en la que nuestro éxito depende de la cantidad de bajas que les inflijamos, a tratar de entender las dinámicas que explican por qué determinados insectos son pestes para determinados cultivos en determinados momentos puede ser un cambio de enfoque sumamente valioso. Es imposible no pensar en todo esto al leer el fascinante artículo Preferencia y desempeño de un escarabajo coccinélido herbívoro: un estudio comparativo de los rasgos defensivos de la planta huésped, la preferencia de los insectos y su supervivencia, firmado por Anna Burgueño, María Eugenia Amorós, Emilio Deagosto, Belén Davyt, Martina Díaz, Andrés González y Carmen Rossini.
Más aún: son todos investigadores e investigadoras que realizaron este trabajo desde el Laboratorio de Ecología Química de la Facultad de Química de la Universidad de la República (algunos ya no están hoy allí y, como el polen en las patas de una abeja, se han dispersado a otros departamentos o instituciones).
“¡Ecología química!”, exclama uno con el pulso agitado por la curiosidad. ¡Pero claro! Si la interacción entre plantas e insectos está mediada por químicos, en lugar de confiar en un bélico Ministerio de Defensa Química y Fumigaciones, suena razonable adentrarnos en la ecología química. Así que en pleno éxtasis tras haber leído esta investigación que nos muestra cómo los San Antonios del zapallo de la especie nativa Epilachna paenulata prefieren dejar descendencia en las plantas de zapallo de la especie Cucurbita maxima antes que en las de Cucurbita moschata (las que nos dan un tipo de zapallo criollo y el calabacín, respectivamente), vamos encandilados al encuentro de Anna Burgueño, María Eugenia Amorós y Carmen Rossini.
Hay que comunicarse más
“La ecología química es básicamente el estudio de procesos de comunicación en la naturaleza”, dispara Carmen ante mi fascinación por su campo de estudio. “En tanto haya dos organismos que tienen una relación en la naturaleza que está mediada por sustancias químicas y que esa relación tiene sentido en lo ecológico, se trata de ecología química”, amplía. Y dado este marco, en esta disciplina entran muchas cosas.
“El descubrimiento de la penicilina, por accidente, era ecología química, aunque en ese tiempo no se hablara de eso, porque era un hongo produciendo una sustancia defensiva que le ayudaba a matar a todos los que estaban compitiendo con él en el entorno. Cada vez que te pares en la naturaleza y estudies cómo ha sido seleccionado evolutivamente un compuesto para mediar una relación entre organismos, eso es ecología química”, afirma Carmen contagiando entusiasmo. “Desde qué pasa entre dos bacterias hasta la atracción química en los seres humanos que explica por qué una persona se siente atraída por otra por el olor que tiene”, agrega, aclarando que esa última no es una línea que hayan abordado en el laboratorio que montó con Andrés González, dedicado a esta disciplina en 2003, hace ya 20 años.
El Laboratorio de Ecología Química de la Facultad de Química es el resultado de una importación cultural. Tanto Carmen como Andrés González estaban trabajando en la Cátedra de Farmacognosia y Productos Naturales, dirigida entonces por Patrick Moyna en la década de 1990. Moyna los impulsó a que hicieran su doctorado en Estados Unidos en un centro de referencia sobre la interacción entre plantas e insectos. “Él nos decía que si íbamos allí, íbamos a hacer algo diferente y que, de volver, íbamos a traer a Uruguay una línea de trabajo nueva y distinta”, recuerda Carmen. Y Moyna tenía razón: el abordaje que trajeron sin declarar por aduana en 1999 era completamente novedoso.
Fascinados con su doctorado, buscaban impulsar la ecología química en nuestro país. “No era la química de productos naturales que se hacía acá, que se enfocaba más en ver qué productos tienen determinadas organismos y ver para qué podrían servirnos, sino que en la ecología química se trata de ver qué compuestos hay en los organismos poniendo el foco en ver para qué les sirven a los organismos que los producen en la naturaleza y cómo se seleccionaron evolutivamente”, recapitula Carmen.
En un país agropecuario, además, más allá del conocimiento valiosísimo que de por sí implican estas interacciones en la naturaleza, entender las comunicaciones químicas entre plantas, insectos y hongos puede ser útil a la hora de la producción de distintos cultivos. “Hay una veta de ecología química aplicada en la que se utilizan estas señales químicas para generar trampas, o generar confusión sexual y evitar de esa manera que los insectos se encuentren. Eso lleva en algunos casos a aplicabilidades en la producción de alimentos”, dice María Eugenia, a quién Carmen define como “la genia de los bioensayos”.
“Muy cerca del concepto de ecología química aplicada que te decía Maru está el objetivo de utilizar todos esos canales de comunicación para, alterándolos de ciertas maneras, generar medios de control alternativos a los convencionales y evitar así seguir usando plaguicidas”, señala Carmen ante un gesto de total aprobación de Anna.
Les confieso que una de las cosas que me cautivó del trabajo, más allá de todo lo fascinante que en él describen, es que recién la última oración del último párrafo dice algo referido a una posible aplicación de lo que reportan: “Nuestros resultados, junto con futuras investigaciones sobre este sistema, podrán ser utilizados en programas de mejoramiento genético de cucurbitáceas, seleccionando plantas con factores de resistencia química o física a Epliachna paenulata y plagas relacionadas de cucurbitáceas”. Por lo general, los trabajos empiezan por ahí: hablando de un mundo que usa cantidades enormes de plaguicidas, se buscan estrategias para reducir su uso, etcétera. En su caso esa es la última oración, como dejando en claro que el camino es verdaderamente la recompensa, que es entender los fenómenos lo que luego nos puede beneficiar para pensar en desarrollar una forma concreta de resolver determinado problema. Sin entender la interacción entre plantas de zapallo y este San Antonio en particular, podemos bañar los cultivos con insecticidas, pero no sabremos nada de por qué prefiere estar en una especie de zapallo y no en la otra.
“Eso se da mucho en el caso de nuestros estudios de Epilachna, que es una de las líneas de trabajo más básicas que tenemos, porque no se originó por una pregunta concreta que fuera demanda del sector productivo”, explica María Eugenia. Y es que la Ecología Química no fue el único souvenir no tradicional que se trajeron Carmen y Andrés de su doctorado en Estados Unidos.
Trabajando con San Antonios
“Epilachna es parte de la herencia de Estados Unidos, tiene una historia muy larga en este laboratorio”, relata Carmen. “En Norteamérica hay otra especie de Epilachna que tiene sustancias químicas defensivas contra depredadores. Como esta especie, Epilachna peanulata, es propia de Sudamérica y no está en otro lugar del mundo, al volver del doctorado quisimos ver si en las nuestras se habían seleccionado el mismo tipo de cosas respecto de las defensas químicas”, amplía.
El laboratorio lleva años trabajando con el San Antonio de la especie Epilachna peanulata. Como los nombres comunes de San Antonio del zapallo, mariquita o vaquilla del zapallo no me cierran del todo, imaginé que ellas tendrían un apodo más cercano. Pero no. “Les decimos Epilachna”, dice Anna, aunque estoy casi seguro de que en algún pasaje se les escapó algún “las epis” más cálido.
Se trata de unos insectos nativos de Argentina, Brasil y Uruguay, de bello color naranja opaco con pintas negras. Se especializan en alimentarse de cucurbitáceas, plantas entre las que están los zapallos, las sandías, los pepinillos y otras. A diferencia de otros insectos, se alimentan de las hojas de la planta en la que se hospedan tanto cuando son larvas como durante la adultez.
Pese a su predilección por cucurbitáceas de interés económico, aquí en Uruguay estos San Antonios del zapallo no son un problema importante. “Hoy por hoy no es una plaga importante en Uruguay. En los cultivos de zapallo en los que se aplican pesticidas estos bichos no han generado resistencia. En la producción orgánica es distinto, si te agarrás estos bichos se complica, pero en los cultivos con uso de productos controladores Epilachna no es un problema”, afirma Carmen.
Las epis son autóctonas. También en esta región tenemos cucurbitáceas autóctonas, zapallos propios, aunque no son los que testearon en el trabajo. De hecho, el registro arqueológico de los cerritos de indios muestra que fueron de las primeras plantas que domesticamos en esta región, hace ya varios miles de años. “Traté de investigar cuál era el reservorio natural de Epilachna acá, incluso lo hice con gente de botánica, y no logramos darnos cuenta de cuál sería en la región. A lo largo de los años he hablado con gente de Argentina que trabajó con este bicho y nadie lo sabe, nadie tiene muy claro cuál es el reservorio natural de Epilachna. Sabemos todos que está en zapallos cultivados, pero el reservorio natural no”, confiesa Carmen. Pero volvamos a lo de que hoy no sea un problema.
“Puede no ser plaga ahora, pero eso puede cambiar”, afirma María Eugenia. “A veces cambian algunas condiciones y las poblaciones pueden explotar en algún lugar. Entonces tratar de adelantarse y tener ciertas herramientas para manejarlos está bueno”, afirma con coherencia. O si mañana se va hacia una agroecología más estricta y se prohíbe la aplicación de algunos insecticidas en determinados alimentos, generar conocimiento para entender más sobre estos insectos de manera de ver cómo podríamos encararlos sin recurrir a pesticidas es extremadamente valioso. Así que allá vamos.
Cuando el azar mete la cola (afortunadamente)
Como vimos, el grupo viene estudiando a los Epilachna desde hace tiempo. Al pasar me cuentan que si agarrás uno, seguro quedás con las manos naranjas debido a una secreción de ese color que realizan a modo de defensa y que está llena de alcaloides. Justamente eso fue lo que estudiaron en la primera publicación sobre este insecto del grupo, que salió en 2006. La idea de fondo era ver cómo estos compuestos defensivos podrían ayudar a defender cultivos contra otras plagas.
A ese respecto, encontraron que los extractos de alcaloides de los adultos de este San Antonio podrían ahuyentar a las hormigas. En 2008 dieron a conocer en otro trabajo algo fascinante al respecto: mostraron cómo los huevos adquirían estas defensas químicas tanto por parte del padre como de la madre, siendo el primer reporte de defensas endógenas biparental en insectos.
Posteriormente, reportaron en 2011 cómo estos alcaloides eran producidos por las epis empleando ácidos grasos. En 2013, junto con colegas de Brasil y Argentina, participaron en un trabajo en el que estudiaron qué aspectos químicos de las cucurbitáceas repelían a dos insectos, nuestro San Antonio y la oruga de la mariposa Pseudaletia adultera, conocida como lagarta, que afecta a varios cultivos, de manera de ver el potencial de derivados de las cucurbitáceas para ahuyentar insectos.
Pero en este trabajo cambian la pisada totalmente y se dedican a estudiar a qué se debe que las epis prefieran unas especies de plantas de zapallo y no otras. “El inicio de esta investigación fue medio azaroso”, dice Carmen, mostrando que en la ciencia estar atento es requisito para hacerse preguntas nuevas y relevantes.
“Nosotros teníamos un proveedor de semillas de zapallos de Cucurbita maxima y los hacíamos crecer en el laboratorio. Es ese zapallo del que cada vez hay menos, el que poníamos en el puchero, ese de cáscara verde, grandote y de pulpa bien naranja”, dice Carmen sobre las semillas que les proporcionaban productores orgánicos. Muchos a ese zapallo le dicen zapallo criollo, pero ya sabemos, los nombres comunes se prestan a confusiones. ¿Y el azar?
“Nosotros hacíamos crecer las plantas de zapallo para mantener las Epilachna y estudiar sus defensas químicas”, sigue con el cuento Carmen. “En un momento dejó de haber de las semillas que traíamos y tuvimos que cambiar de planta. Nos pasamos a Cucurbita moschata”, prosigue. Al zapallo sustituto le decimos, generalmente, calabacín. Y entonces... la cosa comenzó ir mal en su colonia de epis.
“En un momento logramos volver a las otras semillas. Pero como habíamos visto eso, una gurisa que estaba acá, que no está en este trabajo y que después dejó la química, me dijo que a los San Antonios no les gustaba esa otra especie de zapallo”, agrega Carmen, señalando que esa fue la génesis del presente trabajo.
En el fondo el trabajo que hicieron busca ponerse, con todas las comillas posibles, en la cabeza de estos San Antonios y trata de contestar por qué en una especie de zapallo les iba bien y en esta otra no tanto, en qué se basaba la predilección, que los atraía de una o los ahuyentaba de la otra. Buscaron respuestas en la química de las plantas. Analizaron los compuestos volátiles de una y otra especie. Luego hicieron extractos y los analizaron para ver si tenía que ver con compuestos presentes en las hojas que comían los insectos. Y finalmente analizaron la fisonomía de las plantas para observar si había diferencias en ese terreno donde estos bichos viven. Por qué este insecto prefiere a una y no a otra especie es una pregunta tan básica que, como veremos, resulta profundamente aplicada.
¿Qué prefiere un insecto?
El trabajo que publican no es engorroso pero sí minucioso. Tuvieron que fijarse en muchas cosas para responder por qué este San Antonio prefiere a una planta de zapallo de una especie a la de la otra. Caracterizaron los compuestos volátiles de las plantas así como los que están dentro analizando extractos. Observaron su comportamiento viendo hojas de qué especie preferían comer y en qué plantas preferían colocar sus huevos, anotando además de dónde provenía cada individuo de manera de ver si había alguna incidencia de la historia de vida en esas preferencias. Como si esto fuera poco, también analizaron la morfología de la superficie de las hojas de cada una de las plantas para ver si ello guardaba relación con lo que observaban. Tuvieron que ver múltiples cosas, algunas que supongo que se fueron incorporando a medida que cada paso no las acercaba a responder la pregunta.
Lo típico era analizar si había algún compuesto de las plantas que estuviera mediando la preferencia. En el trabajo señalan que tanto los compuestos volátiles como los de los extractos son característicos de cada una de las plantas de zapallo, al punto que listando algunos de sus componentes principales puede saberse fácilmente de cuál de las dos especies se trata. Pero eso no explicaba la preferencia de los San Antonios del zapallo, ya que se alimentaban indistintamente de una planta como de otra en los bioensayos de preferencia llevados adelante por María Eugenia. Había que seguir investigando.
“Un insecto herbívoro que tiene cierta especialización en la planta de la que se alimenta, como es el caso de Epilachna, tiene que encontrar la comida correcta, ya que si no lo hace, se muere, no se reproduce y no pasa sus genes a la siguiente generación. Para encontrar la comida correcta los insectos tienen una secuencia de decisiones a tomar. Si no están cerca de la planta, lo primero que usan son las sustancias químicas volátiles de la planta, porque son las que se pueden detectar desde más lejos de la fuente. El viento se lleva todos los olores de la planta y allá lejos el bichito en algún momento detecta el olor”, explica Carmen.
Los olores, en los insectos, son percibidos en mayor medida por sus antenas. Es imposible ponernos en lugar del San Antonio y hacernos una idea del mundo tal cuál este insecto lo percibe, pero apelando a analogías y demás artimañas, a falta de antenas humanas, es como si los insectos tuvieran narices en sus brazos. “Los grandes quimiorreceptores de los insectos son las antenas, pero no son los únicos, también los tienen en otros lugares, como en las patas”, apunta Carmen, quien agrega que “los compuestos volátiles son entonces los que actúan más a distancia. El bicho los detecta desde lejos lejos, vuela contra viento, que es el que le está trayendo ese olor, y va a llegar a la fuente”.
Una vez que el San Antonio llega al zapallo, o a la planta que sea que le trajo ese olor, lo que tiene que hacer es aterrizar. “Al contactar a la planta ahí ya entran a jugar sustancias químicas que no son volátiles y que pueden ser tóxicas. El insecto tiene que decidir si esas sustancias le van a permitir comer o no”, señala Carmen. Pero no alcanza sólo con eso. “Al estar allí entran en contacto con cosas relacionadas con la textura de la planta. Entonces al encontrar la planta hay otro nivel de decisión, que en algunos casos tiene que ver con cosas químicas y en otros con cosas más táctiles, que también van a incidir en lo que va a terminar comiendo”, señala.
Lo que dice explica por qué estudiaron todo lo que estudiaron. “Fuimos agregando cosas a analizar porque los resultados no llevaban a las respuestas que necesitábamos, y a su vez porque también tienen una secuencia lógica relacionada con esos procesos generales de cualquier insecto herbívoro para encontrar su planta correcta. Cualquier insecto herbívoro va a usar compuestos volátiles, señales visuales, y va a ver qué pasa con la textura de las hojas, si puede poner sus huevos en esa planta o no”, explica Carmen.
“Los insectos pueden responder de forma muy diferente a las mismas cosas”, agrega María Eugenia. “Con los tricomas, los pelos de la planta, por ejemplo, hay algunos insectos que les viene bien que tengan más pelos para protegerse, mientras que a otros, como en este caso, no les viene bien para oviponer. No es que haya una única respuesta a cada una de estas cosas y eso va a depender un poco de qué insecto estemos hablando”, agrega, llevándonos a uno de los grandes hallazgos del trabajo.
Una cuestión de pelos
El resultado más destacado de la investigación es que pese a que cada especie de zapallo tenía sus propios y característicos aromas volátiles y sus propios químicos en sus hojas, eso no era suficiente para explicar por qué a su colonia le había ido mal al cambiar de las plantas de zapallo criollo a las de calabacín. En los bioensayos de preferencia los San Antonios comían tanto de una planta como de la otra, las larvas prosperaban en ambas y en cada una se cumplía el ciclo vital. Sin embargo, al observar la puesta de huevos, algo pasaba.
“Las hembras de Epilachna paenulata pusieron significativamente más huevos en Cucurbita maxima, independientemente de la planta en la que fueron criadas como larvas”, comunica el artículo. ¿Qué pasaba? Algo maravilloso.
Las plantas, como dijo recién María Eugenia, tienen unas especies de pelos llamados tricomas. Para nosotros eso hace que las hojas se sientan más ásperas o tersas, pero para un insecto como las epis estas protuberancias pueden ser un problema similar al que encontraríamos al intentar armar una carpa en un terreno lleno de piedras y escombros. La encargada de revisar minuciosamente los tricomas de ambas especies de zapallo fue Anna, que de hecho ahora está haciendo su maestría estudiando los tricomas de las plantas de tomate y viendo su relación con otro insecto, la polilla del tomate.
“A veces esos microclimas que generan los tricomas dan la oportunidad de resguardarse y protegerse de enemigos, por ejemplo. A otro insecto, en esta pequeña escala, le puede impedir llegar al lugar donde tiene que alimentarse”, señala Anna. Es decir que no podemos sacar la conclusión de que las plantas sin pelos son mejores para todos los insectos. “Ni que las 'peludas' van a ser peores. Depende de en qué interacción te estés fijando”, señala.
“Es muy lindo acercarse a esa superficie”, dice Anna, que lleva varias horas al microscopio observándolas y describiéndolas. “Para mí es como entrar en un mundo en el que tenés que pensar distinto, como entrar a un pastizal. Un problema que nosotros podemos pensar que está explicado por una sustancia que perjudica al insecto, a veces capaz que es más simple, y puede ser que físicamente el insecto se encuentra una barrera o con capacidad de dañarlo”, sostiene. “Muchos de esos tricomas tienen paredes muy duras. No sé si alguna vez tocaste una hoja de zapallo, pero realmente son duritas, son ásperas para nosotros. Eso a la escala de un animalito como estos puede hacer una gran diferencia, pero a veces lo pasamos un poco por alto”, dice.
En el trabajo describen y caracterizan los tricomas de ambas especies de zapallo, que presentan cuatro tipos: dos tipos de tricomas tectores y dos tipos de tricomas glandulares. Los primeros son más como nos imaginaríamos un pelo, los segundos son apéndices más redondeados y no tan altos. A modo ilustrativo, los tricomas tectores tienen entre tres y seis células de largo –las contó Anna– y mientras los largos se ven a simple vista, los cortos sólo se aprecian al microscopio. “El número total de tricomas fue mayor en las plantas de Cucurbita moschata que en las de Cucurbita maxima; con Cucurbita moschata teniendo más tricomas tectores”, reporta el trabajo. Y justamente, las epis preferían menos tricomas, o eso dejaría ver su preferencia por poner más huevos en Curcubita maxima y en el hecho de que en esas plantas las hembras vivían más.
“Ya en los bioensayos de preferencia en los que les dábamos las dos opciones, siempre ponían huevos en los zapallos de menos pelos. En la variedad menos preferida era muy evidente esa frondosidad de pelitos, los veías a simple vista”, comenta María Eugenia. La diferencia de pelos era tal que Anna confiesa que pese a que las plantaban en bandejas separadas, no era necesario leer los cartelitos para diferenciar una especie de zapallo de otra, alcanzaba con fijarse en sus pelos. “Ahí fue que nos preguntamos si no sería eso lo que estaba haciendo la diferencia”, dice.
Por tanto, en el trabajo concluyen que “las causas inmediatas que median las preferencias de oviposición de las hembras pueden involucrar la abundancia de tricomas, elementos disuasorios de la oviposición, sustancias tóxicas o una combinación de estos factores”.
Saber más: la mayor aplicación de la ciencia
El artículo cierra entonces con la oración ya mencionada de que sus resultados, junto con más investigaciones, “podrían usarse en programas de mejora genética de cucurbitáceas, seleccionando plantas con factores de resistencia química o física para Epilachna peanulata y otras especies relacionadas que son peste de las cucurbitáceas”.
Allí tratan de hacer un puente entre lo que estudiaron y una posible aplicabilidad. Pero este tipo de trabajos trascienden lo que investigan y enseñan a pensar problemas. Prueba de ello es que Anna está estudiando los tricomas en la polilla del tomate. La investigación que realizaron permite hacerse la pregunta de en qué otras plantas puede haber variedades peludas o peladas sobre las que no habíamos considerado que eso pueda tener algo que ver con sus plagas. Lanzar una forma de acercarse a un problema es un aporte profundamente aplicado de este tipo de trabajo. Responder una pregunta abriendo la mirada.
“Qué casualidad. La semana pasada estuve leyendo en qué otras plantas habría que ver qué pasa con los tricomas a nivel local. La frutilla, la papa, el boniato, todas tienen tricomas y todas tienen potencialidad como para entrar a los programas que hace el INIA [Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria] de mejoramiento genético”, sostiene Carmen. “Todas esas plantas, desde el punto de vista de los tricomas, tienen potencialidad para hacer un montón de estudios” agrega.
“Incluso en el tomate, la gente del INIA trabaja con enemigos naturales que liberan como control biológico. Pero tienen el problema de que los insectos que ellos quieren no se asientan en el tomate y no saben bien por qué”, apunta María Eugenia. Los tricomas podrían tener que ver. “El caso ahí podría ser al revés, en vez de tener una plaga que no querés que esté, tenés un enemigo natural de plagas que tal vez no se asienta porque la planta tiene tricomas”, dice Anna.
María Eugenia agrega la dimensión de la soberanía: “En el caso de plagas nativas, no van a venir respuestas de afuera. Ese es como nuestro diferencial, trabajamos sobre cosas que nadie más va a investigar fuera del país. Si nosotros no generamos herramientas para plagas locales, no vamos a tener soluciones”. “Hay algunas líneas del laboratorio que van por este camino más básico y otras que surgen al revés y que parten de un problema. Puede ser una plaga propia de Sudamérica que sea particularmente un problema en Uruguay, y tratamos desde aquí de generar conocimiento. Como son plagas nativas hay un montón de cosas que no se conocen. Por ejemplo, nosotros desde este laboratorio identificamos feromonas que no se identifican en otros lugares, porque esos insectos no están o no causan problemas. Eso eventualmente lleva a ir por caminos más aplicados, de usar esas feromonas en trampas u otros mecanismos”, agrega María Eugenia.
Financiar este tipo de investigaciones a veces resulta complicado. A su vez, sin entender primero qué está pasando, es imposible pensar en posibles aplicaciones. Uno puede desarrollar un insecticida y sabe que ahí no va a sobrevivir determinado insecto. Pero eso es como comenzar a solucionar una diferencia entre países lanzando una bomba atómica. Entender las interacciones entre los insectos y las plantas está en la base para pensar luego en un mundo con menos agroquímicos.
“Es un poco la vieja cosa de ciencia básica versus ciencia aplicada, de para qué sirve la ciencia y qué países tienen que hacer qué cosas, ¿no? Esa es la discusión al final del día”, reflexiona Carmen. “No tengo ninguna duda de que no por ser un país pobre tenés que dejar de hacer ciencia básica. Entiendo que tenés que repartir recursos, pero como decía Maru, hay problemas que son sólo tuyos, nadie más los va a estudiar. Si no te acercás desde la ciencia básica primero, va a ser mucho más difícil después controlarlos”, sentencia Carmen. Ojalá la ciencia de calidad que hacen, como los compuestos volátiles de la planta de zapallo, se propague con el viento y atraiga a San Antonios curiosos y otros preocupados por mejorar la relación entre humanos, plantas e insectos.
Artículo: Preference and performance in an herbivorous coccinellid beetle: a comparative study of host plant defensive traits, insect preference, and survival
Publicación: Arthropod-Plant Interactions (setiembre de 2023)
Autores: Anna Paula Burgueño, María Eugenia Amorós, Emilio Deagosto, Belén Davyt, Martina Díaz, Andrés González y Carmen Rossini.