En 1883, Theodore Roosevelt hizo un viaje a las grandes planicies de Dakota del Norte (Estados Unidos) y se enamoró de aquel lugar de horizontes amplísimos, que a sus ojos era el último bastión del auténtico oeste norteamericano. Aunque tenía 24 años y le faltaba mucho para convertirse en uno de los presidentes más emblemáticos de los Estados Unidos, era ya un apasionado de la naturaleza y la conservación.
Viajó allí con el objetivo de cazar uno de los últimos bisontes del oeste, que tras la llegada de los europeos –y especialmente con la construcción del ferrocarril transcontinental– habían pasado de una población de decenas de millones de ejemplares a quedar al borde de la extinción. Para él, como para tantos naturalistas y conservacionistas de la época, no había nada de contradictorio en proteger la naturaleza y al mismo tiempo cazar animales, incluso aquellos que estaban amenazados.
Roosevelt usó la tecnología que tenía a su alcance para matar un bisonte y colgar la cabeza en su casa como un trofeo, pero no demoró en volver a Dakota del Norte. Cuando unos meses después su esposa y su madre murieron en el mismo día (y en la misma casa), buscó consuelo nuevamente en el oeste y se quedó en aquel estado varios años experimentando la vida de cowboy ranchero. Cuando mató su segundo bisonte, en 1889, se sintió melancólico y se percató que eran pocos los hombres que tendrían la chance de ver “la más poderosa de las bestias americanas”.
Su enamoramiento con ese paisaje y sus experiencias con los bisontes fueron determinantes para la creación posterior de los parques nacionales de Estados Unidos y la conservación de muchas especies. Cuando se convirtió en presidente en 1901, Roosevelt usó su autoridad para proteger 230 millones de hectáreas en el país y creó varios parques nacionales, reservas de aves y monumentos nacionales. Respaldó además las primeras reintroducciones de bisontes.
Fue natural que, luego de su muerte, se pensara en honrarlo con la creación de un parque nacional a su nombre en Dakota del Norte. Demoró unos años en hacerse realidad, pero el Theodore Roosevelt National Park protege hoy a los bisontes que su mentor una vez cazó, a alces y caballos salvajes, entre otros animales. Muchas cosas cambiaron radicalmente en poco más de 100 años, incluyendo la suerte de los bisontes. A diferencia de lo que ocurría en épocas de Roosevelt, investigadores y especialistas usan hoy la tecnología para monitorear y conservar estas especies. Entre ellos, un biólogo uruguayo que las observa desde arriba.
Nómadas del norte
El biólogo Javier Lenzi abandonó Uruguay en 2014 en busca de nuevas oportunidades, aunque ha seguido vinculado a investigaciones en nuestro país, especialmente las que analizan el impacto del plástico en la dieta de las aves.
Estuvo unos años en Indiana (Estados Unidos), donde investigó los paisajes sonoros y la contaminación acústica ambiental de algunas comunidades vulnerables (como la ciudad natal de Michel Jackson, Gary). Tras haber vivido un tiempo en Lafayette (la ciudad de Axl Rose, para seguir con los datos melómanos) emigró a Chile, donde investigó junto a la Universidad Austral el impacto y la recuperación de un humedal luego de una catástrofe ambiental provocada por una planta de celulosa en Valdivia. En 2021 llegó a las tierras añoradas por Roosevelt, donde se desempeña como investigador asociado en la Universidad de Dakota del Norte y lidera algunos trabajos vinculados al uso de nuevas tecnologías en el monitoreo de fauna, incluyendo uno publicado en las últimas semanas en Scientific Reports.
A Javier le interesa especialmente una tecnología cuya popularización está cambiando muchas áreas de nuestra vida, para bien o para mal: los drones. En las últimas décadas estos dispositivos se convirtieron en una alternativa económica a los vuelos en avión y también a los monitoreos terrestres, tanto para evaluar la situación de algunas especies como los cambios en sus hábitats, la prevención de desastres ambientales, el manejo de áreas protegidas y el control de caza, entre otras bondades. Parece una herramienta ideal, pero tiene también sus desventajas.
“Se asume que los drones son inocuos o impactan muy poco en los animales en relación a otras formas de obtener información, pero en realidad ese es un supuesto que no está muy evaluado, sobre todo en contextos de áreas protegidas en las que en general los drones están prohibidos para uso recreativo pero no para investigación”, cuenta Javier desde Dakota del Norte, donde viene de tolerar temperaturas de hasta 30 grados bajo cero.
“Ya hay investigaciones que desmienten eso”, agrega. El impacto de los drones en la vida silvestre obviamente varía según el equipo y la altura a la que se use, la especie que se investigue y su historia de vida. “Como la modificación de los comportamientos implica el uso de tiempo y energía, a largo plazo puede haber consecuencias en el estado físico de los animales”, explican Javier y sus colegas en uno de sus trabajos.
Es fácil darse cuenta por qué. Cuando un dron sobrevuela nuestras cabezas y hace ruido nos irrita y nos pone nerviosos, pese a que sabemos exactamente lo que es y a que en el peor de los casos estamos en un casamiento o en alguna playa, no luchando por nuestra supervivencia. Pongámonos entonces en la cabeza de un animal silvestre –no si Roosevelt anda cerca– e imaginemos los efectos de un dron, que puede ser percibido como una amenaza desconocida o directamente un predador.
“Nosotros investigamos ese supuesto en caballos salvajes y en bisontes en el Parque Nacional Theodore Roosevelt y evaluamos si existe un cambio en los comportamientos –como la alimentación, la vigilancia, el descanso, el aseo y los desplazamientos– en relación la presencia del dron en esa área”, cuenta Javier. Spoiler alert: aunque los drones se usen a grandes alturas, los animales saben muy bien que hay algo acechando allá arriba.
El que acecha en el umbral
Para evaluar la conducta de bisontes y caballos salvajes, los investigadores usaron drones a 120 metros de altura (la máxima permitida en Estados Unidos) y filmaron además a los animales desde tierra –y a distancia– para analizar su comportamiento por 15 minutos antes, durante y luego de los vuelos. Clasificaron también una serie de conductas para cada especie y las correlacionaron con un minucioso análisis de las imágenes.
Una buena noticia es que el uso de drones a esa altura no propició comportamientos de escape en ninguna de las dos especies. “Notamos que los caballos en particular están más atentos, vigilan más cuando está el dron, en tanto que descansan y se asean menos”, explica Javier.
En el caso de los bisontes, los desplazamientos y el tiempo de alimentación aumentaron significativamente con los vuelos de drones, mientras que el descanso y el aseo disminuyeron. Además, en ambas especies la mayoría de los comportamientos no volvieron a su estado inicial durante el período posterior al vuelo.
“Los drones usados en este estudio pueden haber sido percibidos como de bajo riesgo, dada la altura a la que se usaron y su tamaño pequeño”, indican los autores del trabajo, lo que no significa que hayan sido indiferentes a ellos. “El hecho de que el tiempo dedicado a la alimentación aumente en respuesta a la presencia de los drones respalda la idea de que lo notan pero no lo perciben como una amenaza que los lleve a dejar el área”, agregan.
En general, señalan, el comportamiento de escape es la respuesta usual de los mamíferos cuando los drones se convierten en un factor de perturbación. Un estudio hecho a caballos de Przewalski (especie de caballo salvaje seriamente amenazada) mostró que reaccionan de este modo cuando los drones vuelan a menos de 20 metros de altura. Trabajos realizados en Argentina con guanacos revelaron que vuelos a 60 metros de altura aumentan la posibilidad de disparar este comportamiento (aunque los guanacos pueden percibir los drones incluso a 180 metros de altura, especialmente cuando aumenta la velocidad de los vuelos). En la sabana africana, elefantes, jirafas, impalas, ñus, cebras y antílopes muestran comportamientos de escape con drones volando entre 20 y 60 metros de altura.
Para Javier, se trata de una primera evaluación que puede servir como base para futuros estudios en áreas protegidas, teniendo en cuenta que el uso recreativo y científico de los drones sigue en aumento. “Planteamos la necesidad de hacer este tipo de estudios para ver justamente cómo las especies reaccionan a los drones, las alturas a las que vuelan y los usos que se les dan. Además, proponemos que cada área protegida, de acuerdo a las especies que tiene, realice este tipo de estudios e incorpore este conocimiento a sus planes de manejo”, explica.
Estas recomendaciones no escapan a la realidad de Uruguay, donde el uso de los drones está regulado pero no en función de la afectación a la fauna o de la investigación, para la que no hay reglamentación específica. Por ejemplo, para uso recreativo está prohibido volar drones a más de 120 metros de altura, sobre centros poblados o concentraciones de personas, o perder de vista la línea del equipo, algo que no evita específicamente la perturbación de los animales silvestres.
El hombre que calculaba
En Uruguay el uso de drones para estudiar la fauna silvestre es aún incipiente, aunque es prometedor. A mediados de 2022, integrantes de la organización Ambá y técnicos de la Universidad de Río Grande del Sur (Brasil) usaron drones para evaluar la cantidad y distribución de una subespecie de venado de campo muy amenazada (Ozotoceros bezoarticus uruguayensis). Con vuelos periódicos durante más de diez días, que operaron a una altura de 130 metros, realizaron una primera estimación de 278 individuos en la Sierra de los Ajos (Rocha).
“Es necesaria más investigación para ordenar el espacio aéreo tomando en cuenta los posibles disturbios sobre la fauna local. Es un trabajo muy grande aunque la literatura disponible sirve como base para hacer lineamientos generales y luego afinarlos con investigación. Por ejemplo, sabemos que buena parte de los grandes mamíferos terrestres responden con comportamientos de escape a alturas menores a 60 o 70 metros. Sin embargo, hay grupos de especies que son muy sensibles a los disturbios y otros no tanto, por lo cual sería necesario generar conocimiento in situ que permita evaluar lo que ocurre con las especies más sensibles en los lugares donde se permite el uso de drones”, opina Javier.
Los drones no sólo son útiles para estudiar especies de gran tamaño que habitan terrenos abiertos, como los venados de campo o las ballenas francas en el mar. “Hay cámaras térmicas, cámaras espectrales y sensores que te permiten detectar animales en lugares más cerrados y de difícil acceso, como los bosques. Y en espacios abiertos podés usar drones también para detectar y contar animales más chicos, como las aves de pastizal, las especies que viven en humedales –por ejemplo carpinchos, nutrias o aves acuáticas–, o las que habitan zonas costeras o marinas, como tortugas, lobos marinos, peces e incluso algas y cianobacterias”, cuenta Javier.
Tienen muchas otras prestaciones. En Norteamérica se los ha utilizado para sobrevolar ballenas jorobadas y tomar muestras de su aliento exhalado, lo que permite examinar su flora bacteriana de una forma no invasiva. En Australia, los drones son entrenados para detectar automáticamente tiburones cerca de la costa y prevenir accidentes. ¿Cómo? Con inteligencia artificial, otra de las inquietudes de Javier Lenzi en Estados Unidos.
Yo, robot
Además de bisontes y caballos salvajes, Javier trabajó con otra especie que se distribuye más al norte, en tierra de osos polares, lobos, zorros árticos y belugas: el caribú (Rangifer tarandus), en especial una subpoblación que se encuentra amenazada y vive en el cabo Churchill al norte de Canadá.
La disminución de esta especie parece estar asociada a la actividad humana en todo su rango de distribución, pero estudiarla implica varios desafíos, debido al área amplia que ocupan, las condiciones climáticas exigentes y lo invasivo y costoso que resulta colocar collares de radio telemetría o GPS a los individuos para monitorearlos. En este contexto, los drones se convirtieron en una buena alternativa para obtener información, pero presentan otros desafíos. Los caribús se mueven en zonas tan extensas que el análisis de las imágenes obtenidas por ellos consume tiempo, recursos, se vuelve ineficiente y es proclive al error.
“Hablando de la idea de trabajar con imágenes de caribú, llegamos a la conclusión de que podía estar bueno generar un algoritmo de inteligencia artificial que contara y clasificara los diferentes tipos de caribú”, cuenta Javier. El trabajo resultante de esta idea fue uno de los primeros en aplicar la detección automática de mamíferos mediante drones en Norteamérica.
Para eso hubo que llevar al algoritmo una semana a la escuela y enseñarle no sólo a reconocer los caribús sino también a categorizarlos, ya que en las imágenes aéreas aparecen adultos, crías y “fantasmas”, que es cuando los caribús se mueven entre fotografías y generan repeticiones del mismo ejemplar cuando se arma el mosaico de las fotos. “Una persona quizá puede discriminar eso, pero cuando querés entrenar un algoritmo le tenés que decir que eso es un fantasma y que te lo clasifique como tal”, explica Javier.
Usando drones (que volaron a más de 75 metros para no causar perturbaciones), tomaron muchísimas imágenes de la población de esta especie y las ensamblaron en un mosaico para poder contabilizar a los ejemplares. Para entrenar la inteligencia artificial, dividieron esos mosaicos en imágenes muy pequeñas y “enseñaron” al algoritmo a reconocer cuáles contenían caribús y cuáles no y también a diferenciarlos por el tamaño. “A partir de ahí el algoritmo aprende a reconocer patrones en las fotos”, cuenta Javier.
Por supuesto que para poder enseñarle a la inteligencia artificial esto, primero hay que identificar manualmente a los individuos, algo de lo que estuvo a cargo un observador con amplia experiencia en esa población de caribús en particular. Culminado el proceso de aprendizaje, llegó la hora del examen para la inteligencia artificial, que en este caso vino en forma de duelo: humanos versus máquina.
¿Dónde están los drones?
La inteligencia artificial debió enfrentarse a dos “rivales” para medir su eficiencia. Los investigadores determinaron primero el número de caribús detectados por el algoritmo y cuántos fueron correcta e incorrectamente clasificados, tomando al observador experimentado como referencia. Luego calcularon la exactitud de estos resultados (que tan cerca estuvieron del valor de referencia) y su precisión (que tan consistentes fueron). Finalmente compararon su performance con la de un grupo de observadores voluntarios, que al igual que el algoritmo y el observador experimentado contaron y clasificaron a los ejemplares usando las mismas imágenes.
Los resultados fueron muy prometedores. La inteligencia artificial tuvo en general una exactitud del 80 % y una precisión del 90%. Le fue mejor que a los observadores voluntarios a la hora de detectar adultos y crías. Sin embargo, tuvo los mismos problemas que los seres humanos para detectar los “fantasmas” (un punto a mejorar en futuros modelos), aunque también allí tuvo mayor eficacia que sus contrapartes humanas.
Si en exactitud y precisión el algoritmo obtuvo un “aceptable”, en velocidad se llevó un “sote”. Tomó una semana entrenarlo, pero si se considera que esa fase sólo ocurre una vez, el ahorro posterior de tiempo y recursos es notable. Cumplido el aprendizaje, le llevó menos de 20 minutos procesar todos los datos, mientras que a los observadores les tomó entre 6 y 16 horas de labor frente a una pantalla (entre dos y seis días de trabajo). “En eso no tiene comparación, es impresionante. Y hay que pensar que siempre se puede mejorar el entrenamiento de los algoritmos para aumentar su exactitud y precisión. Los humanos no tenemos nada que hacer para competir ahí”, reconoce Javier.
Si bien resultados como estos dan pie a imaginar un futuro próximo en el que robots se encarguen de monitorear y analizar la fauna silvestre –o, siguiendo los clichés distópicos, servirse de los animales para rebelarse contra la humanidad– todavía falta que estos métodos automatizados mejoren, se generalicen y superen también las limitaciones técnicas de las cámaras y de los propios drones. Además, en línea con el anterior trabajo de Javier, los investigadores concluyen que “es importante que los planes de vuelo consideren que se debe minimizar el comportamiento de respuesta de los animales”.
A veces los investigadores no deben evitar que los drones molesten a los animales sino lo contrario. Javier trabaja ahora en un proyecto en el aeropuerto de Dakota del Norte, el octavo más transitado de los Estados Unidos, que busca prevenir las colisiones de las aves con las aeronaves. El riesgo es grande porque el aeropuerto está al lado de una planta de tratamiento de agua cuyas piletas atraen pelícanos, gaviotas, patos y una gran variedad de aves.
Para que las aves se vayan del lugar y disminuya el riesgo de colisión con los aviones, las autoridades de han usado hasta ahora maniquíes (la vieja técnica del espantapájaros), pirotecnia e incluso cañones de gas propano. “Nosotros queremos ver qué tal les va a los drones en eso de espantar a las aves y evitar que vuelvan, pero además estamos colocando radiotransmisores en los ejemplares, porque queremos ver qué pasa después de que las espantamos, hacia dónde van y cuánto tardan en regresar”, cuenta Javier. No les interesa sólo el aspecto práctico y más urgente, sino también entender cómo y por qué las aves hacen uso de ese paisaje y cómo impactan los drones en ese contexto.
Los drones pasaron a ser un elemento antrópico más con el que la fauna silvestre convive. Su uso tiene grandes ventajas y puede ser muy beneficioso para la conservación de la biodiversidad, pero al mismo tiempo muchas especies los perciben como una amenaza (googleá “águila ataca a dron”). Que haya investigadores dedicados a estudiar sus posibilidades y también sus efectos es una buena noticia, especialmente si hay uruguayos entre ellos.
Artículo: Feral Horses and Bison at Theodore Roosevelt National Park (North Dakota, United States) Exhibit Shifts in Behaviors during Drone Flights
Publicación: Drones (mayo 2022)
Autores: Javier Lenzi, Christopher Felege, Robert Newman, Blake McCann y Susan Ellis
Artículo: Artificial intelligence for automated detection of large mammals creates path to upscale drone surveys
Publicación: Scientific Reports (enero 2023)
Autores: Javier Lenzi, Andrew Barnas, Abdelrahman ElSaid, Travis Desell, Robert Rockwell y Susan Ellis.