“Creo que lo más importante que puedes hacer para impulsar a las mujeres y niñas hacia las ciencias es mostrarles que es posible, que es un camino que pueden tomar”. Andrea Ghez (Premio Nobel de Física 2020).
Hace algunos años hice un curso en el área de ciencias sociales que trataba sobre temáticas de género, en particular sobre la desigualdad en las áreas STEM (sigla en inglés para Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemática) en donde los ámbitos son sumamente masculinizados. En ese curso un día dijeron que para que existan más mujeres en ciencia es necesario crear referentes para que ellas puedan imaginarse en ese rol, o sea, mostrarles que existen mujeres científicas.
Mi primera reacción ante esa nueva información fue incredulidad. Pensé: “Yo no tengo referentes, vengo de una familia de clase trabajadora en la que nadie hizo ciencias o algo parecido. La única universitaria es mi madre, pero en el área del arte, y mi padre es constructor. En la ciudad en donde nací sólo conozco una persona que estudió física con la cual nunca tuve vínculo directo, así que soy una excepción”.
Tiempo después, un 11 de febrero (Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia) logré desbloquear un recuerdo: a los cinco años vi una película que me voló la cabeza: Twister (estrenada en 1996). El personaje principal era la doctora Jo Harding (interpretada por Helen Hunt), una meteoróloga que tenía como objetivo crear un sistema que predijera cuándo se iba a formar un tornado y así mejorar los sistemas de prevención de catástrofes. Para ello se convertía en una cazadora de tormentas. Sobre su laboratorio móvil, montado en una combi, iba persiguiendo la formación de tormentas, viviendo aventuras muy peligrosas y apasionantes (aún recuerdo una escena en la que aparecía una vaca volando frente al parabrisas).
El personaje estaba marcado por una personalidad muy fuerte, carisma, liderazgo y pasión por la ciencia, sin dejar de mencionar su gran valentía. Lo reconozco: me impactó. Y desde entonces quise ser como ella: una científica. ¡Jo Harding fue mi referente científica de la infancia!
Para entender el impacto que tiene el rol de una referente científica en la niñez, es necesario partir del concepto de estereotipo de género. Según la Organización de las Naciones Unidas, este estereotipo es una preconcepción generalizada que surge a partir de suposiciones de cómo es o debe ser una persona a partir de características como sexo biológico, su orientación sexual o su identidad o expresión de género. Un estereotipo se vuelve perjudicial cuando limita la capacidad de las personas para desarrollar sus propias capacidades personales, profesionales, entre otras. Por ejemplo: creer que las mujeres son quienes deben asumir los roles de cuidado de los hijos y que los hombres son los proveedores económicos del hogar.
Este tipo de ideas preconcebidas tienen su origen a nivel social y limitan las áreas de desarrollo de los individuos generando desigualdad, como es el caso de los ámbitos profesionales en los que trabajan. Esta diferenciación de roles profesionales de acuerdo al género, también denominada segregación horizontal, tiene el impacto directo sobre lo que un niño o niña identifica como referente. En su hogar ve las tareas que realizan sus progenitores e implícitamente empieza a asociar tareas con su género (esto también se ve relacionado con los juguetes, por ejemplo: las niñas cuidando muñecas y los niños con autitos). En este hecho nacen las ideas de “cuando sea grande quiero ser lo mismo que papá/mamá”.
A partir de esto se ha estudiado el impacto de mujeres referentes en áreas de trabajo asociadas a hombres. Un artículo muy interesante publicado en 2017 en la revista Science por los investigadores Lin Bian, Sarah-Jane Leslie y Andrei Cimpian señala que “los estereotipos comunes asocian la capacidad intelectual de alto nivel (brillantez, genio, etcétera) con los hombres más que con las mujeres. Estos estereotipos desalientan a las mujeres a seguir muchas carreras prestigiosas; es decir, las mujeres están subrepresentadas en campos cuyos miembros aprecian la brillantez (como la física y la filosofía)”.
En el artículo los autores muestran “que estos estereotipos son respaldados e influyen en los intereses de niños de hasta seis años. Específicamente, las niñas de seis años tienen menos probabilidades que los niños de creer que los miembros de su género son ‘muy muy inteligentes’. También a los seis años las niñas comienzan a evitar actividades que se dice que son para niños que son ‘muy muy inteligentes’. Estos hallazgos sugieren que las nociones de brillantez basadas en el género se adquieren temprano y tienen un efecto inmediato en los intereses de los niños”.
Es por ello que mostrar mujeres trabajando en áreas comúnmente asociadas a hombres genera que las niñas a edades tempranas puedan identificarse con ellas, permitiéndoles de esa manera soñar con ser físicas, matemáticas, ingenieras, entre otras cosas. O en palabras de Sally Ride, tercera mujer en viajar al espacio, “no puedes ser lo que no puedes ver”.
De estudiante de Física a investigadora
Ya habiendo decidido estudiar Física un año antes, obtuve la primera oportunidad laboral en el Instituto de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República. Mi tarea consistía en diseñar los experimentos que se iban a exponer en la feria de ciencias de ese año.
Entre investigaciones bibliográficas en internet, libros, una pintada de cajas de colores, clavos, carpintería, prácticas, medidas de temperatura, diseño de carteles, captura de fotografías para colocar en imanes, redacción, costura de la tela del “espacio-tiempo”, conversaciones con el encargado del taller para los modelos de acrílico, un día se me acerca una investigadora del instituto, Cecilia Cabeza, y me dice (aún recuerdo sus palabras claramente): “Estuvimos viendo cómo has trabajado este tiempo y notamos que tenés un perfil experimental muy interesante. Estamos comenzando un proyecto en el laboratorio de enfrente y el viernes tenemos una reunión. ¿Te gustaría sumarte?”. Y así fue que comencé a trabajar en un laboratorio.
La doctora Cecilia Cabeza fue docente e investigadora del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias y fue la primera directora mujer de dicho instituto. Se destacó en el área de la física no lineal, dedicándose a temas como la inestabilidad en fluidos, circuitos caóticos y redes. Fue una gran física experimental. Además, en los años previos a retirarse formalmente, dedicó parte de su labor a cuestiones más sociales que le preocupaban, como la enseñanza de la Física en escuelas y liceos, además de las problemáticas de género, e hizo grandes contribuciones en el área.
Respecto de esto último, en la Semana de la Ciencia y la Tecnología de 2018 se presentaron los resultados de uno de los trabajos en el área realizado por Cecilia Cabeza junto con otros integrantes la Sociedad Uruguaya de Física. Allí se daban a conocer explícitamente los números que indican el gran desbalance de mujeres y hombres en la física. Sin embargo, resulta interesante ver algunos datos más a nivel general publicados a partir de la Encuesta Continua de Hogares de 2022. Allí se encuentra que en el área de ingeniería y tecnología 45% de los estudiantes que ingresan son mujeres, mientras que en áreas como la salud el porcentaje es de 70%. Esto es una clara muestra de la segregación horizontal mencionada anteriormente, lo que impacta generando sectores feminizados y masculinizados, vinculando profesiones a géneros.
Si ahora se consideran los resultados obtenidos en el Formulario Continuo de Grado y Posgrado (FormA) Docente de 2021 y nos centramos en los porcentajes de cargos docentes por grado en la Universidad de la República, se puede encontrar que los grados 1 y 2 están compuestos en 58% por mujeres; sin embargo, a partir de grado 3 ese porcentaje comienza a disminuir alcanzando un mínimo de 35% en los grados 5. Este fenómeno tiene el nombre de segregación vertical; las mujeres alcanzan menor cantidad de cargos de jerarquía y, en los casos en que esto ocurre, les lleva más tiempo hacerlo.
Lo anterior está relacionado con preconceptos vinculados al género en los que se percibe que un hombre con la misma formación académica que una mujer es más apto para esos cargos. Respecto de esto último Rhea Steinpreis, Katie Anders y Dawn Ritzke publicaron, en 1999, un estudio realizado en Estados Unidos en el que se consideraron 238 profesionales de la psicología (hombres y mujeres) a los que se les entregaron diversos currículums de postulantes imaginarios para un posible empleo de su campo de investigación. Dichos postulantes contaban con idénticos méritos, solamente estaban diferenciados por su género.
Se pudo observar que los hombres estaban mejor estimados que las postulantes mujeres y que valoraban mejor sus cualidades en áreas como la enseñanza, investigación y servicio. Lo más interesante es que este sesgo de género no sólo estuvo presente en los profesionales hombres, sino que las mujeres infravaloraban a las candidatas femeninas. Este trabajo fue retomado por la Universidad de Stanford, popularizando la investigación y sus resultados bajo el título ¿Por qué John consigue mejores contratos que Jennifer? (en el trabajo realizado por Standford no sólo se expone el sesgo de género, sino también la diferencia en los sueldos entre hombres y mujeres).
En 2018, Cecilia Stari (presidenta de la Sociedad Uruguaya de Física) fue entrevistada por la diaria respecto de un trabajo que hizo dicha sociedad sobre la situación de las mujeres en la física. Allí Cecilia remarcaba que el trabajo era “un gran insumo para dejar constancia de una realidad inaceptable” y sentenciaba que “la discriminación positiva tal vez sea una forma de apurar el proceso para disminuir la brecha de género”, entendiendo a la discriminación positiva como aquellas acciones entre colegas que ayudan a corregir micromachismos y actitudes que no son saludables para un ámbito laboral. No debemos pasar por alto que un ambiente con una segregación vertical muy marcada, como es el caso de la física, genera vínculos de poder desiguales, y eso es un factor de riesgo en el caldo de cultivo de la violencia de género.
La discriminación positiva, las referentes femeninas en la física y los grupos de contención formados a lo largo de la carrera pueden hacer la diferencia en la trayectoria académica de una estudiante, evitando la deserción o tal vez impactos más a nivel psicológico (síndrome del impostor, autoestima baja, entre otras cosas). Personalmente, mi referente fue Cecilia Cabeza. Ella fue quien me ayudó y me motivó a continuar mi formación a pesar del ambiente difícil y las frustraciones. Su calidad humana y su calidez marcaron el norte de qué tipo de investigadora en física experimental quiero ser.
De investigadora a referente: somos los pasos que dejamos en el camino
Hace algún tiempo, en una breve investigación para un proyecto final de uno de los últimos cursos de mi carrera, seleccioné a una mujer Nobel de Física para una investigación bibliográfica. Luego de una preselección me decidí por Maria Goeppert Mayer, quien fue galardonada con ese premio en 1963. Al escribir su nombre en el buscador de internet, fui sorprendida por muchos datos históricos y coincidencias.
Por ejemplo, fue profesora voluntaria (sin remuneración) y a tiempo parcial gran parte de su trayectoria; incluso alcanzando el premio Nobel mientras trabajaba por primera vez en su vida en un puesto de profesora titular a sus 57 años. Su elección de carrera no tuvo oposición de su familia dado que su padre era académico y siempre incentivó sus estudios, una situación bastante particular dada la época (1920). Sin embargo, desde pequeña el padre le decía “no seas sólo una mujer”, en referencia a que no quería que su hija fuera ama de casa.
A pesar de que cursó su carrera formal dando exámenes de manera libre por ser mujer, Maria constituyó la sexta generación de académicos en su familia terminando la carrera de Física. En 1960 se mudó a San Diego a trabajar en la Universidad de California de esa ciudad, en un puesto de profesora a tiempo completo. En 1963, al ganar el premio Nobel de Física, un diario local tituló: “Madre de San Diego gana Premio Nobel”, ya que además de investigadora criaba a sus hijos. Como si el hecho de ser madre imposibilitara a una mujer a seguir sus sueños y metas personales. He aquí, en San Diego, la coincidencia.
En 2021 subí por primera vez a un avión. Lo hice sola como partícipe de un intercambio académico de un mes. El destino: Estados Unidos, California, San Diego. Más en concreto: la Universidad de California. Sin querer caminé por los mismos lugares que una premio Nobel de Física. Tomé mate sentada en los bancos en donde tal vez Maria se sentó a leer un libro o discutir su modelo de capas nucleares con el que le dieron el premio mayor.
A pesar de no haber sido contemporánea, de no trabajar en su misma área de estudio y de no tener perfil teórico, es reconfortante y motivador pensar que pude estar en los mismos lugares que un premio Nobel de Física, o más aún, de una de las únicas cinco mujeres que han sido galardonadas con el premio mayor.
Cada una de nosotras que ha elegido el camino de la ciencia tiene la responsabilidad social de dejar alguna huella significativa de nuestros pasos, de ser esa referente para alguna niña. No con la obligación de que hagan ciencia, sino siendo la demostración viva de que es posible estudiar y ser lo que uno quiere ser sin importar el género, la nacionalidad, la etnia, la edad. Como dijo Gabriela González, física argentina y una de las líderes y voceras de LIGO, el observatorio de ondas gravitacionales de interferometría láser: “Para ser física no hace falta ser excéntrico o genio: hace falta tener pasión, curiosidad, entusiasmo y trabajar mucho... como en muchas otras profesiones”.