La inteligencia artificial (IA), de poder procesar emociones, se sentiría especialmente confortada por los Nobel entregados a la física y la química en esta edición 2024. El primero fue a parar a manos de tres investigadores que hicieron aportes relevantes para desarrollar las redes neuronales que hicieron posible el aprendizaje automático y profundo que está detrás de las distintas manifestaciones de la IA. Este miércoles el comité de Química de Premio Nobel decidió galardonar a otros tres investigadores –también hombres de Estados Unidos y de Reino Unido, como los del Nobel de Física– que usando software e IA realizaron maravillosos aportes a la bioquímica tanto por “el diseño computacional de proteínas” como por la predicción de sus estructuras.

El Nobel de Química 2024, entonces, nos permite no sólo acercarnos al fascinante mundo de las proteínas –las moléculas que hacen las cosas en los organismos–, sino también reflexionar un poco sobre el papel de la IA no sólo en el mundo que se nos viene, sino también en el que ya nos rodea. Vayamos primero a ver qué hicieron David Baker, Demis Hassabis y John Jumper para estar, a partir de ahora, en boca de todos.

Las proteínas y el desafío de su estructura

“Las proteínas son siempre un piolín de aminoácidos, unido uno detrás del otro, y que simplemente se pliegan de distinta manera. Cada proteína tiene una forma específica y gracias a esa forma es que pueden llevar adelante sus funciones”, nos decía el investigador argentino Alejandro Buschiazzo, que lleva tiempo al frente del Laboratorio de Microbiología Molecular y Estructural del Institut Pasteur de Montevideo de nuestro país.

Que las propiedades de las proteínas –entre ellas, qué hacen, dónde y cómo– dependen de la forma en que ese piolín se pliega tridimensionalmente es algo que se sabe desde hace tiempo. También se sabía que lo que dicta la forma del plegado es el ordenamiento de los aminoácidos en el piolín. Por ello, desde fines de la década de 1950 se recurre a la cristalografía de rayos X, una técnica que permite visualizar los átomos que conforman una molécula, para resolver la estructura de las proteínas en el espacio.

Pero claro, no todas las proteínas son aptas para la técnica, además de que lleva tiempo, trabajo... y dinero. A modo de ejemplo, Buschiazzo nos contaba que el cristalógrafo de difracción de rayos X que está en el Pasteur, uno de los cuatro que en 2017 había en América Latina, había costado medio millón de dólares. Pero de las más de 200 millones de proteínas conocidas de los más diversos organismos, con esta metodología se había logrado, con mucho esfuerzo y dedicación, conocer la estructura tridimensional de apenas unas 200.000.

Poder predecir la estructura de una proteína a partir de cómo estaban dispuestos los aminoácidos que se alineaban en su piolín pasó entonces a ser uno de los grandes desafíos de la bioquímica. Y en 1994 la comunidad científica se propuso resolver el desafío de una forma lúdica.

Competencia de predictores

En 1994 se lanzó una competencia abierta en la que año a año los participantes, investigadores e investigadoras de cualquier parte debían predecir qué estructura tendría una proteína a partir de la secuencia de aminoácidos que se les entregaba. La estructura de la proteína en cuestión había sido recientemente determinada mediante cristalografía de rayos X, pero esa estructura no era comunicada a los participantes. Si bien año a año había quienes se aproximaban, las predicciones sobre la estructura no mejoraban demasiado. Aun así, en 1998 pasó algo que traería importantes consecuencias, tanto para la bioquímica como para este rápido repaso del Nobel de Química de este año.

En 1998 uno de los participantes de la competencia de predicción de estructuras de proteínas fue justamente David Baker, quien se ganó la mitad del Nobel de Química 2024. Baker no se presentó solo a la competencia, sino que lo hizo junto a Rosetta, un software que venía desarrollando –¡junto a su equipo!– desde principios de la década de 1990 para justamente predecir las estructuras proteicas. Según reseña el Comité del Nobel de Química, en 1998 a Rosetta, y por tanto a Baker, “le fue bien en comparación con sus rivales”.

El asunto es que Baker fue por más. Lejos de contentarse por un buen desempeño en la competencia, se sintió atraído por una nueva idea que daba vuelta las cosas. ¿Y si en lugar de intentar predecir la estructura de una proteína a partir de sus aminoácidos usaban su conocimiento para crear nuevas proteínas, con determinadas estructuras deseadas, ordenando los aminoácidos? Se imaginan lo que vino después: les fue muy bien también en esto.

Lo de crear proteínas nuevas no era algo tan novedoso. Equipos de investigadores venían modificando algunas proteínas existentes, dando lugar a unas nuevas, pero similares a las producidas por organismos en la naturaleza. Lo de Baker y su gente fue en una nueva dirección: se propusieron crearlas desde cero, sin análogos naturales (de hecho, eso se conoce como diseño de novo). Como reseña el comité evaluador en el comunicado que fundamenta el premio, Baker decía algo así como que si querés construir un avión no empezás modificando un ave, sino que, entendiendo los principios de la aerodinámica, empezás a pensar en tu máquina voladora. En eso se metieron y lograron un sonado éxito en 2003, cuando publicaron un trabajo en el que daban a conocer cómo crearon la proteína Top7 a partir de la unión de 93 aminoácidos. Top7 no tenía nada similar en la naturaleza. Era obra del equipo de Baker y de Rosetta.

Desde entonces, la creación de nuevas proteínas se ha disparado, más aún cuando Baker liberó el código de Rosetta para que cualquiera pudiera utilizarlo y experimentar qué se siente crear una proteína que antes no existía o que sirva para hacer cosas provechosas para la salud, la industria, el ambiente o lo que fuera. El Nobel de Química se le entregó justamente por esto: por ser una pieza fundamental para “el diseño computacional de proteínas”.

Volviendo a la competencia

La competencia de predictores de estructuras de proteínas no atrajo sólo a Baker. En 2018 se anotó el equipo de Demis Hassabis, un investigador inquieto que ya era una estrella de la IA (por ejemplo, fue uno de los cofundadores de DeepMind en 2010, empresa que, comprada por Google, en 2014 desarrolló una IA que logró vencer al campeón humano del juego Go).

Baker ¡y su equipo! se presentaron a la competencia con AlphaFold, una IA creada para resolver cómo se pliegan las proteínas –de ahí el fold, que en inglés significa pliegue– y arrasaron. Mientras las predicciones venían logrando predicciones con a lo sumo 40% de aciertos, AlphaFold logró un importante 60%. Si bien habían avanzado, el parámetro deseado de éxito era una tasa de acierto de 90% o más. Y entonces llegó John Jumper, que al incorporarse a la compañía trajo nuevas ideas y ayudó a desarrollar AlphaFold2.

En la competencia de 2020, AlphaFold2 causó sensación. “En la mayoría de los casos, AlphaFold2 funcionó casi tan bien como la cristalografía de rayos X, lo que fue asombroso”, reseña el Comité del Nobel de Química. El desafío de predecir la estructura tridimensional de las proteínas a partir de sus aminoácidos había sido resuelto de forma satisfactoria. Y entonces, la otra mitad del Nobel fue para Demis Hassabis y John Jumper por sus aportes a la “predicción de la estructura de las proteínas”.

El código de AlphaFold2 fue hecho público por Google DeepMind. Según reseña el comité del premio, para octubre de 2024, AlphaFold2 ya fue usado por más de dos millones de personas en 190 países.

Siendo así las cosas, ¿no había que haberle dado el Nobel a John Moult y Krzysztof Fidelis, los creadores en 1994 de la competencia llamada Evaluación Crítica de la Predicción de la Estructura de Proteínas (CASP, por su sigla en inglés)? ¿No fue su desafío el caldo de cultivo tanto para poder predecir las estructuras proteicas como para la creación de nuevas proteínas?

¿Quiénes están detrás de la IA?

Como decíamos en el arranque de esta nota, el trabajo de los laureados en Química de este año nos permite algunas reflexiones de relevancia. En primer lugar, ante el constante bombardeo de las amenazas y cosas que podría implicar el avance de la IA, este Nobel de Química nos recuerda que hay mucho trabajo humano detrás de una IA que funcione. Tanto Baker y su gente, así como Hassabis, Jumper y su gente, dedicaron miles de horas de trabajo para que Rosetta y AlphaFold hicieran lo que hicieron. La IA no es algo que llegó y ya está, la IA es algo que se construye, se desarrolla y que se orienta a objetivos específicos. La pregunta no es IA sí o IA no, sino más bien una más amplia: ¿vamos a limitarnos a ser adoptadores de IA desarrolladas por otros o vamos a desarrollar IA propias?

Rosetta y AlphaFold reducen una cantidad de tiempo enorme tanto para predecir la estructura de una proteína como para dar pasos para crear una nueva. Detrás de ello hubo deseos, expectativas, sueños, ciencia y objetivos muy humanos.

Otro año de Nobel científicos con sesgo de género

Entregados los Nobel de Medicina y Fisiología, Física y Química, tres disciplinas de las clásicas ciencias duras o exactas, hay algo que salta a la vista: los siete galardonados son hombres. Por si esto fuera poco, cinco son estadounidenses y dos británicos.

Como ya dijimos en ocasión de entregas pasadas de los Nobel, todo premio es arbitrario. No hay nada en el trabajo de Baker, Hassabis y Jumper que los haga mejores investigadores que otros tantos hombres y mujeres que se dedican a la aventura de generar nuevo conocimiento. Lo que sí muestran estos Nobel 2024 es que sus comités evaluadores pescan siempre en las mismas peceras, ubicadas siempre en los mismos países y en las que hay sólo una restringida parte de los peces que hacen ciencia. Para bien o para mal, la ciencia es también eso: una actividad humana impregnada de todos los defectos, sesgos e inequidades que rodean todo lo que hacemos.