Hay acciones humanas que no parecen ajustarse al esquema de la utilidad. Me refiero a aquella vieja idea de que invertimos tiempo, esfuerzo, o dinero sólo cuando estimamos que el resultado de nuestra conducta nos reportará algún tipo de beneficio. Muchos sostienen que así somos. El teorema de Ludwig von Mises lo expresa de manera elegante: “todo ser humano actúa tratando de pasar de una situación menos favorable a una situación más favorable”. Von Mises es uno de los héroes de Javier Milei, y su teorema (a diferencia de su admirador), además de elegante, se me ocurre sensato. Y, sin embargo, a primera vista no aplica a todos los casos.

Este es el tipo de acciones aparentemente no miseanas que tengo en mente: jugando el pasado verano a la paleta con mi hija, en la playa, cada vez que uno de los dos hacía un tanto la pelota se alejaba velozmente de la improvisada cancha en la arena. La mayor parte de las veces alguna persona que la veía acercarse al lugar donde se encontraba suspendía lo que estaba haciendo para ir por ella y lanzarla de regreso. El costo de estas acciones puede estimarse menor (aunque algunos de ellos tuvieron que levantarse de sus sillas y correr tras la pelota), pero ¿qué beneficio obtenían? ¿A qué situación más favorable accedían luego del gesto?

Podríamos hipotetizar que querían mostrarse como personas solidarias frente a sus amigos o familiares, con los que compartían la mañana estival. Si así fuera, habría que explicar por qué mostrarse de ese modo les reportaría un beneficio o los ubicaría en una situación más favorable frente a sus compañeros de descanso. Pero algunas de aquellas personas no estaban acompañadas en la playa. Y seguramente no conocían a ninguno de los demás bañistas. Ciertamente no a nosotros. Lo más probable es que jamás volviéramos siquiera a cruzarnos.

Cuando en una parada de ómnibus, donde hay sólo dos personas que no se conocen y que seguramente tampoco se volverán a cruzar nunca, a una se le cae algo, es común que la otra lo recoja y se lo entregue. Lo mismo vale para dos desconocidos que llegan a una puerta, y uno le cede el paso al otro. Estoy pensando en ese tipo de acciones, que acertadamente llamamos de gentileza.

Etimología

En el origen de los términos que utilizamos para designar cosas, hay generalmente mucho para aprender acerca de las cosas que designan. Vayamos de derecha a izquierda.

El sufijo -ez (en este caso -eza) se utiliza en español para indicar cualidad o propiedad de algo. Por ejemplo, la dureza es la cualidad de lo duro, la fortaleza de lo fuerte, la belleza de lo bello. La gentileza es la cualidad de lo gentil (del latín gentilis).

A su vez, el sufijo -ilis se utiliza en latín para indicar cualidad, capacidad o pertenencia a la cosa nombrada en la raíz de la palabra. Gentilis significa perteneciente a una gens.

De modo que la gentileza es la cualidad de quien forma parte de una gens. Los pertenecientes a una gens son gentis (integran la gens tal). De allí proviene el término gente. Ser gentil (tener la cualidad de quienes pertenecen a una gens) y tener don de gentes (como se decía antaño) significan lo mismo. En lengua española son también sinónimos de gentil, amable, cortés, atento, educado, correcto y urbano.

El término gens se traduce literalmente como pariente (también como género, aunque esta segunda acepción es más clara en el génos griego), pero su sentido en la Roma antigua era más complejo. Una gens era una agrupación de humanos más extensa que la familia (curia) y menos que la tribu. Se componía de varias familias, que reclamaban sin embargo un ancestro común (aunque era un derecho de los integrantes de una gens adoptar a un extraño). A su vez, varias gens conformaban una tribu cuando compartían un territorio. 

La pertenencia a una gens tenía tal centralidad en la Roma antigua que las personas llevaban en sus nombres la denominación de aquella a la que pertenecían. Por ejemplo, Julio Cesar pertenecía a la gens Julia.

En su Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado (1848), recuerda Engels que “según el relato legendario de la fundación de Roma, el primer asentamiento fue establecido por un número de gentes latinas (cien, dice la leyenda), que estaban unidas en una tribu”. Estas gentes habitaban el territorio llamado Latium (Lacio). “A estos pronto se unió una tribu sabelia, de la que también se decía que contaba con cien gentes, y por último, una tercera tribu de elementos mixtos, de la que también se decía que estaba compuesta por cien gentes”.

Los integrantes de una gens romana tenían derechos y deberes entre los que destaca el derecho mutuo de herencia, la posesión de un lugar de sepultura común, los ritos religiosos comunes, la obligación de no casarse dentro de la gens, la tierra común, la obligación de protección y ayuda mutua entre los miembros de la gens, el derecho a llevar el nombre gentil y el derecho a adoptar a extraños en la gens. También el derecho a elegir al jefe y a deponerlo.

El concepto de gens, con sus derechos y obligaciones asociados, puede rastrearse en realidad en casi cualquier cultura y lengua. Es identificado por Engels entre los indios americanos. Pero es también, por ejemplo, el janas en sánscrito, la geschlecht en alemán, o la rod en ruso.

Pareciera que algunos de los derechos y obligaciones de los integrantes de una gens llegan a nuestros días asimilados a la familia (como el derecho de herencia, de identidad, y la obligación de no casarse entre familiares directos) y otros a la nación (como el derecho a elegir y deponer a un jefe). Y que el sexto se preservó en el significado del término gentileza: es cualidad de los pertenecientes a una gens el brindarse protección y ayuda mutua.

La ausencia de gentileza

Una persona pasea a su perro por la calle y ve el coche de su vecino estacionado, con las luces encendidas. El vecino está detrás de la reja de su casa, junto con su perro. Seguramente el primero detenga su paso para darle la noticia: “Dejó las luces del coche encendidas, vecino”. Y seguramente reciba por respuesta un “gracias, vecino” que ha debido emitirse a mayor volumen porque, entre tanto, los dos perros se están ladrando y mostrando los dientes con intenciones nada amigables.

En esta escena tenemos una muestra de lo gentil (los vecinos) y de la ausencia de gentileza (los perros). Los perros domésticos no suelen ser gentiles en tales circunstancias, pero sí lo son si viven juntos, tal como lo son entre sí los perros salvajes cuando forman parte de una manada.. De igual forma, si dos humanos, en lugar de cruzarse caminando, lo hacen manejando coches y tuvieran alguna diferencia (del tipo “¡tengo preferencia yo, anormal!”), probablemente competirán en actitud con los dos primeros perros.

Gentileza recargada: el altruismo

Por lo general ser gentil no requiere de mayor esfuerzo (de hecho, no serlo, como los perros domésticos que no viven juntos, sí lo requiere). Pero en algunas ocasiones no sólo supone esfuerzo sino asumir riesgos. O incluso alguna forma de sacrificio. A eso le llamamos altruismo y más difícil aún resulta entender esa actitud en el marco de una visión reduccionista de la utilidad.

Tengo muy presente la ocasión en que cruzando una calle muy transitada con un amigo (en verde, como corresponde) mi amigo fue atropellado por un coche. Es una esquina en la que doblan muchos autos y se produce ese clásico conflicto peatón-automóvil. El segundo debe dejar pasar al primero, pero a veces la regla no se respeta y otras (como fue el caso) la forma del cruce, sumado a una amena charla que el joven conductor venía teniendo con su joven novia, no permiten identificar la humanidad del peatón que cruza. Lo cierto es que mi amigo quedó tendido en el piso, sangrando por la cabeza.

Inmediatamente (como he visto en otras oportunidades) varias personas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y comenzaron a participar en la situación: una llamaba al 911, otras a las emergencias móviles, otras hablaban con mi amigo para procurar que no perdiera la conciencia. Un motociclista, que estaba en su horario de trabajo, cruzó su vehículo a pocos metros de mi amigo, quedando de frente a los coches que seguían doblando por la peligrosa esquina. En un momento en que intercambiamos miradas, me dijo: me quedo acá hasta que llegue la ambulancia. Y efectivamente lo hizo. Con su actitud evitó que un segundo coche atropellara a mi amigo (ahora, desparramado en la calle con menos chances de ser visto). Y él se expuso al riesgo de ser atropellado, al tiempo que sacrificaba un tiempo considerable que tenía destinado a su trabajo. Cuando llegó la ambulancia, se fue. Ninguno de nosotros lo conocía. Seguramente nunca lo volvamos a ver. Y si llegáramos a hacerlo (pueblo chico) es muy probable que ni nos reconociéramos.

El altruismo es la versión fuerte de la gentileza.

La otra cara: la discriminación

Las taxonomías son una gloria para la filosofía y para la ciencia. Clasificar, una de las estrategias privilegiadas del conocimiento. En el campo de la moral tienen, sin embargo, sus riesgos. Clasificar casos en categorías supone identificar los elementos que comparten y respecto de los cuales se diferencian de otros (los que, por ser distintos de los primeros, ingresan en otras categorías). Eso sucede con la identidad: formo parte de un grupo, porque comparto ciertas características con sus integrantes, y no las comparto con otros.

Con el paso del tiempo, gentil pasó de designar a los miembros del propio grupo en la Roma antigua a servir como etiqueta de “todos los otros”. En el latín pagano gentiles eran los que no eran romanos. En el mismo sentido los judíos llamaban gentiles a todos los que no pertenecían al pueblo elegido.

Gentil pasó a ser sinónimo de gentuza, podríamos decir. Esta designación genérica de todos los demás (como cuando distinguimos entre uruguayos e inmigrantes) tiende a desconocer la enorme riqueza y variedad de “los otros”. Y claramente a ubicar en un sitio superior a “los unos”. Lo interesante es que la propia designación de gentil, que tenía un alto valor en la gens romana como identidad propia, pasa a designar, de manera despectiva, o al menos desvalorizante, a los que no comparten la identidad propia.

Gentileza soft: la simpatía

Consideramos hasta aquí formas clásicas de la gentileza (como alcanzar una pelota), su ausencia (como ladrar detrás de una reja o insultar detrás de la ventanilla de un coche), sus expresiones radicales (el altruismo) y su contracara (la discriminación). Nos queda una variación que es de lo más común en estos días.

En un pasaje de Los vagabundos del Dharma, cuenta Jack Kerouac: “Llegó la noche de la gran fiesta. Casi podía escuchar el bullicio de los preparativos abajo en la colina y me sentía deprimido. ‘Oh, Dios mío, la sociabilidad es sólo una gran sonrisa y una gran sonrisa no es más que dientes, desearía poder quedarme aquí arriba, descansar y ser amable’”.

En algunas versiones en español, el original sociability (sociability is just a big smile) se traduce como simpatía. La traducción no es precisa, pero da cuenta de la variación a la que hacíamos referencia. La simpatía es la degradación de la gentileza. Es el “estimado” al comienzo de un mail, cuando sabés que, si algo no tiene por ti el remitente, es estima. O el “buenas tardes, ¿en qué podemos ayudarlo?” del empleado de tienda de shopping, que, con toda razón, hubiera preferido que ni atravesaras la puerta del local. Es el “feliz cumpleaños” (emoji de torta con velitas) que te desea por mail la emergencia móvil a la que estás afiliado, enviada por un robot que dispara un correo cada vez que el día y mes de nacimiento de un socio coincide con el día y mes actual. Uno que, en letras grises, al final, te advierte: “No responda a este mail”. La inteligencia artificial conversacional (como ChatGPT) constituye en la actualidad una de las entidades más simpáticas con las que podamos interactuar.

La simpatía, entendida como gentileza soft, pareciera haberse derramado más allá de las laderas de la colina de Kerouac, para bañar a las sociedades contemporáneas. De todas las variaciones creo que es la más peligrosa. Porque quien no es gentil nos recuerda que existe otro modo de actuar (justamente, de un modo gentil). Y quien es discriminado puede rebelarse contra esa condición. Pero cuando la gentileza se degrada a “simpatía”, se pierde la posibilidad misma de la gentileza.

¿Qué situación más favorable?

Todo lo anterior puede considerarse apenas como rodeos respecto a nuestra pregunta inicial. Si los seres humanos buscamos, al actuar, pasar de una situación menos favorable a una más favorable, ¿qué situación más favorable nos reporta el actuar de manera gentil?

Una hipótesis fue propuesta por José Datrino, conocido popularmente en Río de Janeiro como el Profeta Gentileza. A la edad de 44 años y tras la tragedia del Gran Circo Norte-Americano, en la que murieron más de 500 personas, Datrino dejó la casa donde vivía con su esposa y sus cinco hijos, y (respondiendo a lo que él interpretó como un llamado de “voces astrales”) se instaló en el terreno donde se había incendiado el circo. Plantó una huerta y se dedicó a consolar a las víctimas de la tragedia, que habían sido en su mayoría niños. Años más tarde comenzó a peregrinar por las calles de Río. Escribía sus “sermones” en las columnas de un viaducto de Río y portaba una tabla con sus diez mandamientos. El primero de ellos constituye un ícono de la ciudad de Río de Janeiro: gentileza gera gentileza (la gentileza genera gentileza).

No sólo los humanos

Podríamos complacernos con la idea de que los comportamientos gentiles son exclusivos de los seres humanos. La ilusión renacentista acerca de la novedad y superioridad de nuestra especie -que al menos en occidente se remonta hasta los primeros párrafos del Génesis bíblico- permanece aún entre algunos de nosotros.

Cuando pensamos en el mandamiento de José Datrino, de que “la gentileza genera gentileza”, seguramente pensamos en los de nuestra especie.

Sin embargo, observamos comportamientos similares en otros animales. Incluso entre seres vivos no animales. Un primate que acicala a otro (esa costumbre de buscar y quitar parásitos en el cuerpo de su compañero de manada) no sólo no está obteniendo un beneficio inmediato, sino que se expone a un riesgo. Para mejorar las chances de escapar de un depredador, te conviene tener la vista puesta en los alrededores, no en la espalda de otro mono. Estos comportamientos también se observan en aves, peces, e incluso insectos. El llamado acicalamiento social forma parte de un conjunto más amplio de conductas aparentemente no miseanas desde que no parecen conducir, en el aquí y ahora, a una situación más favorable a quien las practica. En etología se utiliza la expresión altruismo para dar cuenta de tales comportamientos: se trata de un tipo de altruismo no dependiente de una decisión moral, como nos gusta a los humanos.

Para decirlo sin rodeos: la situación más favorable de Von Mises no es otra cosa que la ventaja evolutiva de Darwin, cuando pasamos del aquí y ahora individual a la larga duración colectiva.

Tendemos a pensar que el egoísmo, no el altruismo u otras formas menores de la gentileza, otorgan esa ventaja. El propio Darwin abordó el problema en El origen del hombre y la selección en relación con el sexo (1871). Acertadamente hizo notar allí que “quien estuviera dispuesto a sacrificar su vida, como muchos salvajes, antes que traicionar a sus camaradas, a menudo no dejaría descendencia que heredara su noble naturaleza”. Sin embargo, hipotetizó a continuación que “una tribu que incluyera muchos miembros que (...) estuvieran siempre dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común saldría victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus; y esto sería la selección natural”. El concepto de selección de grupos aparece ya en estas líneas.

Retrocedamos un paso. Un salvaje dispuesto a sacrificar su vida por los demás no dejará descendencia (al menos no luego de su altruista deceso). Pero uno que no esté dispuesto a grados importantes de sacrificio (que pueden incluir poner en riesgo la propia vida) para proteger a su cría tampoco dejaría descendencia. Estoy pensando en el comportamiento de los teros.

Trabajo en un predio donde hay teros. En primavera tienen cría y entonces ajustan radicalmente su comportamiento para centrarse en el cuidado de los recién llegados. Al hacerlo, seguramente tienen menos chances de sobrevivir que si sólo se preocuparan por su propia seguridad. ¿Por qué entonces ha prevalecido la variante de teros que cuidan de sus crías? La respuesta en este caso es simple: porque si bien la variante que no lo hacía tuvo mas chances individuales de sobrevivir, sus crías tuvieron muy pocas chances de hacerlo. Al fin de cuentas, si consigues sobrevivir individualmente, pero tu cría no, no dejarás descendencia que herede tu “innoble naturaleza”. De modo que aún en la hipótesis del comportamiento genéticamente determinado (excluyendo cualquier forma de imitación, socialización, control social, etcétera) existe una ventaja evolutiva en sacrificar la propia seguridad de supervivencia por el cuidado de la cría. Esta ventaja sólo puede apreciarse colectivamente. Pero ello no supone juicio moral alguno. No hay, en el ejemplo (o no se requiere, para ser más precisos), una decisión basada en valores. Simplemente las variantes de teros que no cuidan a su cría no dejarán descendencia, mientras que las que sí lo hacen la dejarán. El solo paso del tiempo conducirá a la prevalencia de la segunda variante.

Volviendo al argumento de Darwin, si un animal, al ver acercarse a un depredador, avisa a sus camaradas emitiendo sonidos de alerta, ciertamente se ubica en una situación muy desventajosa: sus chances individuales de pasar inadvertido para el depredador descienden a cero. ¿Cómo han llegado entonces a prevalecer variantes que adoptan esta conducta? Darwin responde: porque, como grupo, tienen más chances de sobrevivir en tales circunstancias.

Irrumpe aquí el problema del oportunista. Supongamos que en un grupo en el que prevalece la variante altruista aparece un individuo extremadamente egoísta. Este espécimen tendría una ventaja evolutiva enorme, ya que se aprovecharía de los comportamientos altruistas de sus semejantes, que maximizan sus propias chances de supervivencia, y evitaría conductas altruistas propias, que las minimizan. Ganancia por todas partes.

Al menos dos hipótesis han sido propuestas para explicar el hecho de que, a pesar de ser cierto lo anterior, no prevalezcan los egoístas. La primera, propuesta por Hamilton (1964), lleva el nombre de selección por parentesco. Pensemos en una variante que conduzca a comportamientos altruistas, pero sólo entre los miembros de una misma familia. Esta variación maximizaría las chances de supervivencia del grupo (ahora más pequeño) y no aportaría a la supervivencia de integrantes de familias en las que predomina la “variante egoísta”. Una segunda hipótesis, sugerida por Trivers (1981), puede considerarse complementaria de la anterior. Postula la ventaja evolutiva de las variaciones genéticas que derivan en conductas altruistas condicionadas por la reciprocidad. Te rasco si tú me rascas luego, podríamos decir. Esta hipótesis extiende el altruismo más allá de la familia y se asocia aún más a la gens, que supone un agrupamiento de varias familias y admite la adopción de nuevos individuos provenientes de otras gens. En una entrega anterior propusimos que los dos requisitos fundamentales para la producción de confianza son la verdad (la esperanza de que lo que dices o haces es cierto) y la reciprocidad (la esperanza de que darás algo a cambio de aquello que te he dado).

Podemos incluso extender el argumento evolutivo a los demás reinos de la naturaleza. Los trabajos de Suzanne Simard, por ejemplo, sugieren que los hongos forman redes subterráneas entre las raíces de los árboles, conectando individuos de diferentes especies en un sistema cooperativo (micorriza). Estas redes permiten el intercambio de agua, nutrientes y señales químicas entre los árboles. Por ejemplo, en condiciones donde un árbol tiene acceso limitado a la luz, puede recibir carbono desde un árbol vecino. Simard también mostró que los árboles utilizan la red de micorrizas para comunicarse mediante señales químicas. Cuando un árbol es atacado por insectos o patógenos, puede enviar señales de advertencia a otros árboles conectados, que comienzan a producir defensas químicas para protegerse. Su investigación sugiere que los bosques saludables dependen de la cooperación entre múltiples especies de árboles, lo que contribuye a la preservación del ecosistema frente a cambios ambientales y perturbaciones.

Dedicamos una entrega a considerar estas y otras formas de “altruismo” entre plantas, que también pueden interpretarse en términos de ventajas evolutivas, siempre que consideremos al grupo, no al espécimen aislado.

Amor evolutivo

En la cosmogonía de Peirce, no sólo actuamos en un mundo que nos viene dado, sino que, al hacerlo, participamos en su creación. Esta idea es retomada en varios momentos de su obra. Por ejemplo, en ¿Qué hace sólido un razonamiento? (1903) afirma: “La creación del universo, que no tuvo lugar durante una cierta semana atareada en el año 4004 a. C.”, como sostuvo James Ussher, arzobispo irlandés que se tomó el trabajo de calcular la edad del Universo haciendo una lectura literal de la Biblia, “sino que está llevándose a cabo hoy y nunca terminará”. (...) Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nuestra pequeña función en la operación de la creación, echando una mano para hacer más razonable el mundo cuando, como se dice coloquialmente, ‘nos toca’ hacerlo”.

Quizás al actuar de modo tal que otro pueda pasar a una situación más favorable (como recibir de un desconocido una pelota en lugar de tener que irla a buscar a 50 metros) aún pasando nosotros a una menos favorable (dejar la silla de playa para levantarse a buscar y lanzar una pelota ajena, utilizada en un juego que no estamos jugando) aportamos, aunque sea infinitesimalmente, a la reproducción de un mecanismo que en muchas ocasiones nos ha conducido a nosotros mismos a una situación más favorable. Y que, de persistir, nos conducirá a nosotros a situaciones más favorables en el futuro. De este modo participamos “razonablemente” en la creación.

El viejo y olvidado sociólogo francés Gabriel Tarde tenía sus leyes de la imitación para explicar este fenómeno. Pero no se trata más que de una conducta racional, como intentamos mostrar en entregas anteriores, al abordar el fenómeno de la confianza. Tendemos a asociar racionalidad con utilidad individual y en el aquí y ahora. Y la racionalidad no es exclusivamente eso. Cuando digo no exclusivamente quiero destacar que muchas veces sí lo es. Mi amigo vio el coche que doblaba y se dirigía hacia donde estábamos cruzando. Pero estimó (me lo comentó luego de haberse recuperado) que su conductor iba a aminorar su marcha y a esperar que pasáramos. En este caso hubiera sido mucho más racional acelerar el paso, considerando exclusivamente su situación individual y el preciso momento en que ocurría. Pero otras veces lo racional es pensar el beneficio en términos colectivos y en el mediano o largo plazo.

El axioma de Von Mises es perfectamente cierto siempre que admitamos que muchas veces actuamos para pasar, colectivamente, de una situación menos favorable a una más favorable. La cooperación es racional, aun cuando implique pasar individualmente y en el corto plazo a una situación menos favorable.

Nos queda un problema por resolver: las formas más elevadas de gentileza, entendidas como bondad o incluso amor hacia los demás, pueden limitarse a un grupo cerrado de pares y contrastar con el desprecio e incluso la sumisión de “los otros”. Tanto en la gens romana como en el génos griego no participaban los esclavos. Del altruismo de los leones no participan las gacelas, como tampoco el león extranjero que se acerca a la manada en su recorrido por la sabana. Para este problema tenía también Peirce una solución. En La doctrina de las posibilidades (1878), refiriéndose a nuestras capacidades para realizar inferencias, escribió que somos conducidos a “que nuestros intereses no estén limitados. No deben pararse en nuestro propio destino, sino que deben abarcar a la comunidad entera. Esta comunidad, de nuevo, no debe ser limitada, sino que debe extenderse a todas las razas de seres con los que podemos entrar en una inmediata o mediata relación intelectual. Debe alcanzar, por muy impreciso que sea, más allá de esta era geológica, más allá de todas las fronteras”.

Uno lee algo así y dice: ¿cómo sería posible lograr tal cosa? Sin embargo, la tarea es sencilla. Sólo se trata de hacer la parte que razonablemente nos toca.

Probablemente exista aquí un punto extra para los humanos. Como especie, tenemos la capacidad de reflexionar acerca de nuestros actos en términos de sus consecuencias (de sus efectos, diría Peirce). Y de ajustar nuestras conductas en función de ello. En eso consiste ser racionales. Más allá de toda determinación genética, incluso más allá de las determinaciones culturales, en ciertos momentos de nuestra vida podemos (tenemos la capacidad de) ser reflexivos. Podemos abstenernos de hacer determinadas cosas, así como de hacer otras para las cuales no experimentemos un “impulso natural” (para utilizar una expresión poco feliz), basados en evidencia y en nuestras capacidades racionales para valorar esa evidencia. Podemos incluso promover determinadas conductas y desalentar otras durante la formación de nuestra cría. La educación formal inicial puede hacer mucho al respecto.

Todo esto puede considerarse una bendición, o una maldición. Al fin de cuentas podemos también ser poco razonables en la fijación de nuestros hábitos de acción. En cualquier caso, es así. Con todas las restricciones que puedan proponerse, tenemos capacidad de ajustar nuestras acciones. Por ejemplo, para hacer la parte que nos toca, cultivando la gentileza.