La confianza es la argamasa del orden social. El mortero elaborado con arena, cal y agua al que llamamos argamasa puede rastrearse hasta las construcciones de Çatalhöyük, en la península de Anatolia, la ciudad más antigua de la que se conservan ruinas. Mucho antes de que esta forma primitiva de cemento mantuviera unidas las piedras con las que se construyeron las viviendas de los primeros humanos sedentarios, aquel otro cemento, que conocemos como confianza, hizo posible que nuestra frágil y nómade especie sobreviviera y se expandiera por casi todo el planeta.

La sociedad se reduce, en última instancia, a seres humanos interactuando. Y el material que mantiene unida la compleja trama de acciones socialmente orientadas está constituido por la confianza que depositamos en los demás y en el hecho de que resultemos dignos de confianza para ellos.

Ciertamente existen personas más confiadas que otras, y las hay en extremo desconfiadas. Pero siempre se requiere algún grado de confianza para que la interacción humana (directa o indirectamente) se produzca. Apuesto a que la persona más desconfiada del mundo nunca abrió a escondidas un paquete de harina en el supermercado para asegurarse de que contenía harina y no arena. Es cierto que en este caso nuestro desconfiado personaje puede considerar que, de no ser harina, estaría en condiciones de demandar al supermercado. Pero si es así, significa que confía en el orden jurídico, es decir, en el conjunto de derechos y obligaciones que prescriben, entre tantas otras cosas, que no pueda venderse arena por harina. Lo hace porque confía en el testimonio de quienes le han informado acerca de la existencia de aquellas normas (seguramente no haya leído nunca el Código Civil). Confía además en el testimonio de quien en alguna oportunidad mencionó la existencia de una oficina de Defensa del Consumidor (no es necesario que haya concurrido alguna vez a ella). Confía en que el juez que atenderá la eventual causa de sustitución de harina por arena hará lugar a su demanda. Como en tantas otras cosas. Y aún lo hace en ausencia de cualquier garantía externa: si pregunta la hora a un transeúnte en la calle, confía en la veracidad del testimonio del desconocido, sin necesidad de exigirle que exhiba su reloj o su celular y aunque no exista ninguna norma que lo proteja contra eventuales falsificadores del tiempo.

Conviene pensar en la confianza como una relación. Su forma prototípica es aquella en la que A confía que B hará determinada cosa, y B en que A le dará algo a cambio. En esta forma primaria, B es a su vez digno de confianza para A en lo relativo a la cosa en cuestión, y A resulta digno de confianza para B respecto de lo que ofrecerá a cambio. Esta forma se extiende a otras más abstractas como la confianza en tipos de personas (como los médicos), en instituciones (como el Poder Judicial o el sistema de salud) y en abstracciones aún mayores como cuando escuchamos hablar de la confianza en la democracia. Alcanza su nivel más general con el interesante concepto de confianza generalizada, es decir, con la opinión de que se puede confiar en los demás, a secas.

Un mecanismo poco abordado

La centralidad de la confianza para la producción misma de la sociedad contrasta con el escaso interés que despertó en la filosofía moderna. Judith Simon sostiene, en The Routledge Handbook of Trust and Philosophy, que “la confianza surgió como tema de interés filosófico sólo en las últimas décadas del siglo XX”.

Simon propone que “esta falta de consideración de la confianza como un tema digno de investigación filosófica puede tener algunas de sus raíces en el impulso crítico de la filosofía en la época de la Ilustración: en lugar de confiar en nuestros sentidos, se nos alertaba sobre su falibilidad; en lugar de ser crédulos, se nos pedía que fuéramos escépticos ante las opiniones de los demás y que pensáramos por nosotros mismos; en lugar de confiar ciegamente en las autoridades, se nos señalaba el atractivo hostil del poder. Los sentidos, la memoria, el testimonio de los demás: todas las fuentes de conocimiento, pero el testimonio en particular, parecían falibles y requerían vigilancia y escrutinio más que confianza en el ámbito epistemológico. En el ámbito social y político, surgieron indicadores exhaustivos de reputación y la confianza en las autoridades fue sustituida gradualmente por sistemas democráticos basados en las elecciones como instrumento fundamental para expresar la desconfianza en la rectitud de los gobernantes”.

La rebelión contra el dogmatismo (en especial el religioso) exigía cultivar el arte de la desconfianza.

Pero necesitamos confiar. Tanto la filosofía como la ciencia y la política confirmaron cuán importante es eso cuando el movimiento de la desconfianza se volvió contra ellas mismas. Eso ocurrió a mediados del siglo pasado, en el tiempo en que Simon data el surgimiento del interés por el fenómeno. Aún hoy asistimos a una crisis de la confianza en la ciencia, como constatamos cuando la pandemia de SARS CoV-2. Y en la política, como también pudimos apreciar en aquella oportunidad. El triunfo electoral de Javier Milei en Argentina es también un ejemplo de pérdida de confianza (en los políticos). Mientras tanto, en el nivel más elemental, el de las interacciones uno a uno, asistimos al incremento progresivo del número de personas con las que entramos en relación, las cuales se vuelven a su vez cada vez más anónimas. Esta combinación (la compra de comida a través de una aplicación es un buen ejemplo) amenaza también la producción de confianza.

Y, sin embargo, confiamos. Quienes cuestionaron la efectividad de las vacunas que redujeron la incidencia de la covid 19 lo hicieron porque confiaron en el testimonio de personas contrarias al uso de aquel método, no porque realizaron sus propias pruebas de laboratorio. La reacción de parte del electorado argentino contra la casta política condujo a un voto de confianza a un político. Las crisis de confianza son, por lo general, de confianza en tal o cual persona, grupo o institución, pero no del mecanismo en sí.

Confiar es importante, pero también peligroso, afirma Carolyn McLeod en la entrada sobre la confianza en la Enciclopedia de Filosofía de Stanford: “Es importante porque nos permite depender de los demás –para recibir amor, obtener consejo, para que nos ayuden con la instalación sanitaria o lo que sea–, especialmente cuando sabemos que ninguna fuerza exterior les obliga a darnos esas cosas. Pero la confianza también implica el riesgo de que las personas en las que confiamos no nos ayuden, porque si hubiera alguna garantía de que lo harían, no tendríamos necesidad de confiar en ellas”.

Ese es un buen punto: por definición, confiar supone asumir el riesgo de ser defraudados, es decir, aceptar nuestra vulnerabilidad. Individualmente somos especímenes en extremo vulnerables. No contamos con colmillos ni con garras. Nuestra capacidad de desplazarnos deja bastante que desear, comparada con la de los gatos o las aves. Tenemos la razón, es verdad. Pero necesitamos cooperar para que los objetos de nuestro intelecto se transformen en edificios o aviones. Incluso en comida y agua potable. De hecho, necesitamos cooperar para que los objetos de nuestro intelecto se produzcan. Y la cooperación requiere el importante y riesgoso ejercicio de la confianza.

Confianza y creencia

El mayor crítico del espíritu de la Ilustración, en lo relativo al cultivo de la duda, se llamó Charles Sanders Peirce. Todos los artículos que he escrito en la diaria incluyen referencias a su obra. Peirce mostró que lo que hace posible el conocimiento no es la promoción de la duda sino nuestro deseo primario por destruir ese estado. La duda es paralizante. Si dudáramos que el piso que vemos delante de nosotros dejará de ser sólido, no daríamos el siguiente paso. Paralizante excepto para el pensamiento, que se activa ante los hechos sorprendentes, ensayando hipótesis que permitan transformarlos en casos previsibles de una nueva regla. El pensamiento busca eliminar la duda, para reemplazarla por la creencia. El motivo del pensar es la fijación de la creencia (este es justamente el título del artículo fundacional de Peirce de 1877). De hecho, si un caso nos sorprende (y, por lo tanto, nos hace dudar) es porque se aparta de alguna regla (creencia) que dábamos por cierta hasta ese momento. Es decir que la propia duda supone una creencia. Una que nos ha defraudado. Para vivir necesitamos creer.

Podríamos suponer que creencia y confianza son la misma cosa (podemos decir que confiamos en la solidez del piso). Yo mismo los he tratado apresuradamente como sinónimos, en artículos anteriores, al considerar del mismo modo la creencia en eventos naturales (como que el Sol salga por el este) y eventos de interacción humana (como confiar en el testimonio de la hora que me da un desconocido en la calle). La diferencia fundamental entre una y otra puede encontrarse en la afirmación de McLeod reproducida más arriba: “especialmente cuando sabemos que ninguna fuerza exterior les obliga a darnos esas cosas”. Creemos que el Sol saldrá mañana por el este, porque creemos en ciertas leyes (como la gravitacional, en este caso) que tienen por consecuencia la ocurrencia regular de determinados eventos. Y en términos mucho más generales, porque creemos en eso que tanto malestar producía a David Hume y que llamamos principio de inducción: creemos que, al menos en el mundo inanimado, el futuro se comportará como el pasado. Esas son las fuerzas exteriores a que hace referencia McLeod. Pero con los humanos las cosas no son tan sencillas.

Ninguno de nosotros teme que mañana al Sol se le ocurra hacer una de las suyas y salir por el norte para jugarnos una broma, o para sacar sabe quién qué provecho. Pero los humanos sí lo hacemos. Y a diario. McLeod presenta de manera muy gráfica esta diferencia al distinguir entre sentirse decepcionado y traicionado: “Uno puede confiar en objetos inanimados, como los despertadores, pero cuando se rompen no se siente traicionado, aunque sí decepcionado”. Ninguno de nosotros se siente traicionado porque comenzó a llover cuando estaba caminando por la calle, sin paraguas. Pero sí puede abrigar ese sentimiento hacia el presentador del clima, que horas antes afirmó que no se preveían lluvias. No acusamos de mala fe o de incompetencia al propio organismo ante la ocurrencia de una enfermedad, pero sí al médico que hizo un diagnóstico incorrecto o falló en una intervención.

Confiar, entonces, no sólo implica postular que las cosas seguirán siendo como hasta ahora, porque así funciona el mundo, sino que los motivos del depositario de mi confianza, para decir o actuar, serán tales que conducirán muy probablemente a que sucedan ciertas cosas y no otras. Walker presenta esta doble presunción afirmando que “esperamos que [los demás] actúen no sólo como suponemos que lo harán, sino como deberían hacerlo. En otras palabras, tenemos de ellos expectativas normativas y no meramente predictivas”.

Hacia una definición

Estamos en condiciones de proponer una primera definición de confianza. Según señala Diego Gambetta en su artículo “Can we trust?”, del libro Trust: Making and Breaking Cooperative Relations: “Cuando decimos que confiamos en alguien o que alguien es digno de confianza, implícitamente queremos decir que la probabilidad de que realice una acción beneficiosa o al menos no detrimental para nosotros es lo suficientemente alta como para que consideremos entablar alguna forma de cooperación con él”.

Esto parece algo restrictivo, pero resulta útil para comprender buena parte de las interacciones humanas.

Russell Hardin ha desarrollado, en la misma línea, su teoría del interés encapsulado. Afirma que “decir que yo confío en ti en lo relativo a algún asunto significa que tengo razones para esperar que tú actúes de acuerdo con mi interés respecto de dicho asunto, porque tienes buenas razones para hacerlo [...] Tus intereses contienen mi interés”.

Confío en que repararás mi calefón porque cobrar por tu trabajo es una buena razón para hacerlo. Tu interés en obtener dinero por tu trabajo se encuentra encapsulado en mi interés por volver a tener agua caliente en la ducha.

Utilidad y moral

El carácter aparentemente utilitarista (y, por lo tanto, restrictivo) de estos enfoques queda patente en algunas situaciones: ¿qué beneficio obtiene quien me dice la hora correcta en la calle cuando se la pido? O ¿por qué en algunas ocasiones evito actuar del modo más beneficioso para mí, como cuando digo la verdad sabiendo que me hubiera resultado más conveniente mentir?

Apuesto a que nos viene la misma palabra a la mente: moral.

Muchas de nuestras acciones están orientadas por valores, no por cálculos de utilidad. De hecho, la moral podría considerarse una fuerza exterior. Esa idea fue central en los orígenes de la sociología, con Émile Durkheim y sus hechos sociales. Pero veamos un poco más de cerca el problema.

Existen principios morales –dejemos por un momento de lado los fundados en intereses de clase– que aparecen de manera recurrente en todas las culturas, filosofías y tradiciones espirituales de las que tenemos noticia. Aquí van dos: la verdad y la reciprocidad.

No conozco ninguna tradición cultural, filosófica ni religiosa que promueva la práctica permanente de la mentira. Mientras tanto, los modelos de virtud de la enorme mayoría de estas tradiciones incluyen el convertirnos en personas creíbles ante nuestros semejantes.

Algo similar sucede con la reciprocidad, al punto de que se conoce como la regla de oro (por su recurrente aparición en las más variadas culturas) aquella que dicta que debes hacer a los demás lo que esperas que los demás hagan por ti, y abstenerte de hacer con ellos lo que no quieres que ellos hagan contigo.

Quizás doy la hora correcta cuando alguien me lo pide en la calle (digo la verdad) porque me resulta útil ser digno de confianza para otros. Con un desconocido puede no apreciarse tan claramente el mecanismo, pero sí en tanto miembro de una comunidad en la que cooperamos de manera recurrente. Quizás me resulte más útil, en el largo plazo, preservar mi reputación diciendo la verdad ante mis pares aun cuando en la situación concreta me hubiese resultado más beneficioso mentir.

En este sentido la moral podría no ser otra cosa que la conversión en principios de lo que nos resulta más útil colectivamente y en el largo plazo. Sé que tal afirmación puede ser cuestionada. Pero al menos parece funcionar para principios morales universales como los que mencionamos.

La verdad es el fundamento de la confianza en el testimonio. Y la reciprocidad, el cimiento de la confianza en los actos. Respecto de estos últimos, conviene incorporar la división del trabajo: también existe reciprocidad mediada por el dinero.

En la perspectiva presentada, la confianza podría considerarse el modo óptimo de interactuar con otros, de un modo tal que se maximice la utilidad colectiva y de largo plazo de la acción.

Racionalidad

¿Por qué confiamos? Creo que la respuesta más simple y apropiada es: porque somos seres racionales.

En el caso del depositario de la confianza de otro, ha quedado claro que le conviene, en el largo plazo, ser digno de confianza (si los demás no confían en su testimonio o en sus competencias, dejará de ser contratado para dar pronósticos electorales o para reparar calefones). ¿Y en el caso de quien confía? Este asume un riesgo (hemos insistido en ello). Pero no confiar tiene un costo. Uno que se vuelve insostenible a medida que la desconfianza se extiende. En este caso (como con la creencia) es más racional asumir el riesgo de ser defraudado (y en tal caso modificar el curso de acción cambiando, por ejemplo, de sanitario) que tener que someter a prueba directa todos y cada uno de los testimonios que recibimos y supervisar todas y cada una de las acciones de otros, cuya realización (de ser buena) nos produciría un beneficio.

De hecho, es imposible poner a prueba todos los testimonios y supervisar todas las acciones, no sólo por un problema de tiempo sino de recursos y competencias (personalmente no tengo, por ejemplo, cómo poner a prueba la existencia de galaxias).

Los límites de la confianza

En ciertas ocasiones es inconveniente confiar. En otras resulta imposible hacerlo.

Algunos filósofos han comenzado a considerar el problema de la desconfianza. Meena Krishnamurthy, por ejemplo, destaca en (White) Tyranny and the Democratic Value of Distrust su valor para la preservación de la democracia, en especial para la participación de las minorías políticas. La desconfianza puede ser necesaria para protegernos de la corrupción o de la tiranía. Esto aplica a todos los órdenes de la vida, desde que las relaciones de confianza no se establecen necesariamente entre iguales. Nunca lo hacen. Hemos excluido hasta aquí del argumento, de manera deliberada, el problema nada menor de la desigual distribución de recursos (poder) entre los actores que participan en una relación de confianza.

En el extremo, en tanto la confianza supone algún grado de reciprocidad, resulta imposible en aquellos casos en los que al menos una de las partes no puede o está impedido de dar algo a cambio o de salirse de la relación si la otra parte no actúa como se deseaba. La distinción entre confianza y dependencia puede resultar difusa en muchas situaciones, pero resulta valiosa. Cuando no tengo un plan B ante la eventualidad de que otro no haga lo que espero que haga, es decir, cuando mi dependencia del otro es absoluta, es razonable tratar ese tipo de interacción justamente como de dependencia, no de confianza. Esto aplica a lo que coloquialmente llamamos confianza ciega, que en realidad no tiene nada de lo primero. Como sostiene McLeod, “la confianza sin posibilidad de traición [...] no es confianza; las personas que confían unas en otras de un modo que hace imposible esta reacción no confían unas en otras”.

Todo lo anterior nos lleva a una cuestión más general, que es de naturaleza epistemológica: ¿cuándo está justificada la confianza? O, lo que es lo mismo: ¿cuáles son las buenas razones para confiar? Este será el tema de la próxima entrega.