En un artículo anterior presentamos las características del principal mecanismo de sostenimiento y reproducción de la sociedad: la confianza que depositamos en otras personas, grupos o instituciones, y que otros depositan en nosotros. Prácticamente todas las interacciones que establecemos a diario, así como nuestras opiniones y convicciones más profundas, están fundadas en la confianza. Por esta razón la llamamos en aquel artículo, utilizando una metáfora arquitectónica, la argamasa del orden social. Pero como todo cemento, debe ser bueno (el edificio completo podría venirse abajo si no lo fuera). Antes de comenzar la obra debemos evaluar su calidad. Siendo así, una pregunta crucial es cuándo se encuentra justificada la confianza. O cuáles son buenas razones para confiar en una persona o institución.
En este artículo no pretendemos responder aquellas preguntas, sino sólo husmear en algunas estrategias que utilizamos a diario para hacerlo.
Saludando la confianza
Obtener respuestas nos resulta especialmente crucial cuando no disponemos de antecedentes del candidato a depositario de nuestra confianza, o no la tiene aquel ante quien nos presentamos como aspirantes a esa condición. En comunidades pequeñas todos se conocen y la confianza puede estar fundada en un tipo de probabilidad frecuentista, que no requiere mayor indagación: si José ha reparado muy bien prácticamente todos los zapatos que ha recibido en su taller de zapatero en este pueblo, es muy probable que también lo haga con los que le estoy llevando ahora. Eso sucede aún hoy en grupos pequeños y estables como la familia, los vecinos cercanos (cada vez menos, y la instalación de rejas en los frentes de las casas tiene mucho que ver con eso), los compañeros de trabajo o los amigos de larga data. Pero conforme las comunidades crecen, las interacciones aumentan y para confiar se requieren signos de confiabilidad.
Tú no puedes probar todas las manzanas del supermercado antes de decidir cuáles llevar (tienes buenas razones fisiológicas y legales para no hacerlo). En su lugar eliges algunas de ellas, observando su color, tamaño, algunas veces presionándolas para valorar su consistencia (que no te vea el encargado). Obtienes información de algunos indicadores de bondad de la manzana, que sabes (ahora sí por experiencia anterior directa) que correlacionan bastante bien con aquella buena condición. Y apuestas. En lo sustantivo utilizamos la misma estrategia cuando de depositar la confianza en otro se trata.
Destinamos mucho más tiempo del día del que nos percatamos a producir signos de confiabilidad ante otros, sea por acciones individuales (formas de decir, de vestir o de recortarse la barba, lugares que frecuentar, etcétera), sea en el marco de rituales orientados a la producción colectiva de aquellos signos. Y a evaluar esos indicios proporcionados por otros. Para dar cuenta de la importancia de tales estrategias, quisiera destinar buena parte de este breve espacio a considerar un caso del segundo tipo, una práctica que algunos de nosotros practicamos media docena de veces al día, como poco. Me refiero al ritual del saludo.
Existen decenas de variantes que se asocian a lo formal o informal de la ocasión, el conocimiento previo de los participantes y otras circunstancias. Pero en lo sustantivo ocurre de este modo: se encuentran cara a cara dos personas. Una de ellas dice: “Hola, ¿todo bien?”. La otra responde: “Bien, ¿vos?”. La primera, a su vez, responde: “Bien”. Durante el transcurso de este intercambio verbal ambas personas se estrechan las manos o se dan un beso. O se abrazan. Si se encuentran a cierta distancia, levantan la mano diestra (la derecha para la mayoría de los humanos de la cual no formo parte) abierta y con los dedos separados. Algunas veces (si la distancia es mucha y se corre el riesgo de que el gesto no resulte visible a su destinatario) moviendo levemente la mano a izquierda y derecha, varias veces.
¿Qué es todo esto? En primer lugar, como vimos en el artículo anterior, uno de los fundamentos de la confianza es la verdad. Me refiero a ser honesto y a aparecer, por tanto, ante los demás como una persona creíble. Ese es el cimiento de la confianza en el testimonio. Y todos sabemos muy bien que algunas veces no está todo bien con nosotros. Tenemos días malos, debemos atravesar situaciones estresantes o angustiosas. Algunos días simplemente dormimos poco y nos sentimos mal. Entonces, ¿por qué siempre saludamos así? Se podría argumentar que se trata de una forma de cortesía o de gentileza.* Pero no es el caso.
Si lo cortés no quita lo valiente, mucho menos lo honesto. No parece racional sacrificar un principio tan fundamental como la credibilidad por los buenos modales. Creo haber encontrado una posible forma de resolver este enigma hace poco tiempo: el objeto de nuestras preguntas y respuestas en el ritual del saludo no somos nosotros mismos (nuestro estado de ánimo, la intensidad de nuestras preocupaciones), sino la situación de interacción que se está iniciando.
–¿Está todo bien conmigo?
–Sí, está todo bien contigo ¿Y tú conmigo?
–Sí, está todo bien contigo.
Como decíamos, mientras el intercambio verbal ocurre, una de las personas extiende su mano y la acerca a la mano del otro, girando levemente su cuerpo, lo que hace que su cabeza se acerque a la humanidad del otro. Existen pocas posturas de vulnerabilidad a un ataque más brutales que esa: con la mano abierta, hacia abajo, el brazo extendido, el torso desprotegido y la cabeza propia cerca del puño del otro. Si, en lugar de bien, está todo mal, te encuentras en problemas. Pero existe una más brutal: al enfrentarte a un perro agresivo, lleva tu cara frente su boca, ponla de costado (tu oreja cerca de su mandíbula) y cierra los ojos (por favor, no lo hagas nunca). Pues eso es lo que hacemos al dar un beso en la mejilla. Algo similar sucede al aceptar un abrazo, que consiste en permitir que el otro se lance sobre nosotros, con sus brazos extendidos, directo a nuestro cuello.
La mano extendida no requiere mayores comentarios. Se trata del signo típico para indicar que venimos “en paz”. El gesto puede rastrearse en las tradiciones orientales y occidentales más antiguas. En una de sus representaciones, el Buda levanta una de sus manos, abierta, mientras apoya la otra, también abierta y con la palma hacia arriba, en una de sus rodillas. El Cristo lo hace en muchas imágenes. El Sagrado Corazón es una de ellas. Quienes no tengan formación ni intereses religiosos, pero sí algunos años sobre el planeta, seguro recuerdan al apache saludando en señal de paz al héroe de las películas del Far West (how). Lo contrario de la mano abierta es el puño cerrado. Prácticamente lo único que se puede hacer con la mano cerrada es golpear. Otra alternativa es la mano entrecerrada sosteniendo un arma.
El ritual del saludo incluye el testimonio de ser digno de confianza respecto de mis buenas intenciones, junto con una prueba física, un acto de confianza. Uno que supone exponerse deliberadamente a ser agredido por el otro si sus intenciones no fueran buenas.
Todo lo anterior son hipótesis. Pero resultan plausibles. Y tú mismo puedes ponerlas a prueba. En estos casos, como en muchos otros, para saber qué función cumple un dispositivo, lo mejor es desenchufarlo. Si tienes la hipótesis de que el aire acondicionado tiene por función refrigerar el ambiente (escribo estas líneas en medio de una ola de calor), o si no tienes la menor idea para qué sirve y quieres indagar al respecto, desenchúfalo.
Hacer que las cosas dejen de funcionar como se espera que lo hagan es una estrategia metodológica estupenda para conocer qué función cumplen. Fue la propuesta de Harold Garfinkel con su etnometodología. Prueba con este otro dispositivo. Cuando el próximo humano se acerque a ti y te salude, pon cara seria y a su pregunta acerca de cómo estás, responde con firmeza y mirándolo fijamente: “mal”. O simplemente no contestes su pregunta. Sólo míralo fijamente. O si te toca iniciar el saludo cuando llegas a una reunión, hazlo con el resto de las personas, e ignóralo a él.
Pude confirmar lo anterior hace décadas. Fue en una época en que el país había recuperado la democracia pero algunos emprendimientos aún se obstinaban en producir beneficios. Se trataba la mía de una propuesta turística en la costa este del país, de esas que ofrecen poca comida, mucha bebida y la música es la protagonista. Y la de ellos (uno funcionario del ex Instituto Nacional del Menor y otros del Ministerio del Interior) la de recorrer ese tipo de locales, simular haber encontrado menores de edad, amenazar con imponer una cuantiosa multa y sostener esa declaración hasta escuchar el consabido “¿cómo podemos arreglar?”.
No sé si lo habían programado de antemano o los atrajo el sonido de la música (estaban tocando, al aire libre, los Chicos Eléctricos, con Pol Sónico de The Supersónicos en la batería, y aquello se escuchaba a tres balnearios a la redonda). Lo cierto es que llegaron esa noche a nuestra “propuesta turística”. Vi bajar de una camioneta oficial a varios. Uno de ellos se instaló en el centro del lugar. Me acerqué a él y me presenté dándole las buenas noches, con mi nombre, apellido y rol (era el dueño del lugar). Mientras decía esto, extendí mi mano hacia el uniformado, que en la ocasión no llevaba uniforme. El hombre se mantuvo en silencio, mirándome fijamente y con los dos brazos inmóviles al costado de su cuerpo, el derecho tapando levemente su arma de reglamento. En ese momento me di cuenta de que estaba todo mal.
Les aseguro que en aquella ocasión no pensé “vaya, qué poco cortés es este hombre”. En su lugar supe que estaba en problemas. Si algo debemos destacar del oficial de la ley, fue su honestidad desde el primer momento. Efectivamente estaba todo mal, como tuve oportunidad de confirmar una hora más tarde en la comisaría del pueblo.
Tenemos aquí un ritual cotidiano, orientado a producir signos de la confianza más básica. La que se requiere antes que cualquier otra: confío en que no vienes con intención de agredirme. Te muestro que yo tampoco lo hago con esa intención.
A esta ceremonia primaria le siguen otras que parecen perseguir el mismo fin. Una reunión de trabajo, por ejemplo, donde se encuentran personas que no se conocen o se conocen poco, no comienza tratando los temas que motivaron el encuentro. Se habla del clima, de cómo estuvieron las vacaciones, del comienzo de clases de los hijos. Se evitan temas potencialmente conflictivos, como preferencias político-partidarias, o se tratan de manera bromista, como la victoria de un equipo de fútbol sobre otro el domingo anterior. Todo esto tiene por objetivo reafirmar que está todo bien. Les aseguro que si dos grupos de barras bravas de equipos rivales se cruzan en una esquina luego de un partido, jamás van a preguntarse cómo pasaron las vacaciones ni si ya compraron los útiles escolares para los nenes. Temas de conversación de este tipo tampoco suelen escucharse en los interrogatorios policiales, a excepción de cuando se aplica la estrategia del policía bueno y el policía malo, teniendo justamente por objetivo (del primero de ellos) dar al sospechoso la sensación de que está todo bien (confía en mí, chico, cuéntame lo que sucedió, que todo va a estar bien). Soy algo distraído, así que olvido poner el señalero o ir por la senda lenta al manejar a poca velocidad. Ese tipo de cosas. Ninguno de los conductores que se ofendió conmigo por eso bajó su ventanilla para decirme “parece que se viene la lluvia nomás, ¡qué tiempo loco!”.
Produciendo confiabilidad
Una vez que recibimos los signos de que se puede confiar en los otros, y que ellos recibieron los nuestros respecto de ser dignos de confianza, en este nivel tan básico y necesario, comienza la producción específica de signos de confiabilidad. Russel Hardin destaca en el libro Trust and Trustworthiness que la confianza tiene, típicamente, naturaleza tripartita. A confía en B para realizar la actividad X. Ya sabemos que el otro viene en paz, que podemos confiar en él respecto de eso, pero ¡puede ser un desastre arreglando cañerías!
Los signos de confiabilidad específicos consisten en la presentación de credenciales acerca de nuestras habilidades, competencias, conocimientos, o lo que esté involucrado en la tarea que vamos a emprender juntos. Pueden incluir la empatía, el buen carácter, el trato agradable y tantas otras cosas (estoy pensando en las personas que cuidan niños chicos). También la sumisión o la falta de iniciativa (estoy pensando en el Ejército). Esta etapa nos resulta familiar.
Para comenzar, la indumentaria. Muchos abogados siguen usando saco y corbata, cuando nada de eso es necesario para realizar su tarea en términos sustantivos. Muchos médicos, túnica blanca, aunque el único riesgo de mancharse pueda representarlo el bolígrafo con que completan el recetario. Las maestras se siguen guardando del polvo, con similar indumentaria que los médicos, mucho tiempo después que la tiza fue sustituida por el marcador. Todos estos son signos de confiabilidad para tareas específicas. Los mecánicos tienen las suyas (cuanto más grasa en el mameluco, mejor). También los pintores de casas. Soy confiable para hacer tal cosa, porque en eso consiste mi trabajo. No puedo mostrarte todos los resultados de mi trabajo (como José, el zapatero del pueblo), pero sí los signos exteriores que acreditan que lo hago.
El uso de terminología especializada se incluye en este tipo de estrategias. En general sucede con las profesiones, pero es muy común en los oficios. Los mecánicos son expertos en ese arte, pero nadie jamás conseguirá superar a los informáticos. “Sé sobre este tema y sé mucho más que tú. De hecho, sé tanto más que tú, que ni siquiera consigues entender todo lo que digo”.
La estrategia alcanza el nivel del absurdo en situaciones en las que una persona propone una alternativa a la que tú confías, pero –como sabe que no confías mucho en la suya– toma prestado signos de confiabilidad de la primera. El uso de términos científicos para designar terapias alternativas es un caso de este tipo. Como el merengue terminológico en seis sílabas, del tipo bioneuroemoción con el que Enric Corbera te vende una solución para tu vida, consistente en visualizar lo que quieres lograr, para así lograrlo. “Todo está en tu mente. Para ser rico, sólo debes repetirte a ti mismo que ya lo eres”. Tienes una buena oportunidad para hacer cambiar de opinión al terapeuta en el momento en que te exija el pago por sus servicios. Simplemente dile que no le pagarás, pero que visualice que lo has hecho.
Y obviamente está la presentación del currículum. Como el albañil que tiene por costumbre relatar hazañas de su oficio, vinculadas a la tarea menor que le has encargado. Por ejemplo, le pides que repare la mocheta de la puerta de tu casa, y ahí lo tienes contando cuando, colgado de dos cuerdas, hizo las mochetas de todas las ventanas de un edificio de 15 pisos. Hasta te indica en qué esquina se ubica la construcción. “Sabes de qué edificio te estoy hablando, ¿verdad? Seguro pasaste varias veces por ahí”.
Obviamente, hacen lo propio muchos de quienes ejercen una profesión universitaria.
Ser bueno presentando tus credenciales puede jugarte una mala pasada, como parece que le sucedió a Sergio Massa en el debate televisivo previo al balotaje argentino. Massa mostró ante el auditorio que era un político profesional, a diferencia de Javier Milei. Lo paseó durante todo el debate. Y perdió en el balotaje. La hipótesis que manejaron algunos medios del país vecino resulta muy seria: Massa exhibió con brillantez sus competencias como político profesional. Pero muchos argentinos no confiaban en ese tipo de profesionales.
Meena Krishnamurthy sostiene en (White) Tyranny and the Democratic Value of Distrust que la desconfianza no es necesariamente ausencia de confianza. Puede ser confianza en que tu acción será negativa. En sus palabras: “Para que A desconfíe de B, A debe tener la confianza de que B no actuará con justicia”. Massa presentó en el debate abundantes signos de que era muy competente para hacer algo que muchos electores no querían.
Los riesgos de la confiabilidad
Al interpretar signos podemos fallar. Nos sucede con el mundo inanimado, mucho más aún cuando los productores de esos signos son seres con voluntad. El mejor estafador es aquel que mejor domina el arte de hacerte creer que puedes confiar en él.
Un dicho popular postula que “no sólo hay que serlo, sino parecerlo”. Varias veces escuché esa afirmación de boca de personas que parecen pero no son. Uno de los mejores corolarios de aquel principio es el siguiente: “El secreto de la vida es la honestidad y el trato justo. Si puedes fingir eso, lo tienes hecho”. Lo verás en muchas páginas de internet atribuido a Groucho Marx. Si investigas un poco, verás que ha sido también atribuido a un par de docenas de personas conocidas. No conviene confiar mucho en lo que lees en internet. Pero el corolario en sí es genial. Presenta en pocas palabras los dos principios de la confianza que analizamos en el artículo anterior (la verdad y la reciprocidad) e incorpora todo el juego de signos, con una pizca de cinismo.
Confiar supone asumir el riesgo de ser traicionado. Leer los signos de confiabilidad, también. Sin embargo, somos buenos aprendiendo de los errores, y vamos mejorando nuestras capacidades en esta como en tantas otras cosas. Pero el riesgo siempre está presente, como en cualquier juego. La recompensa lo vale. En un punto, en el acierto o en el error, llegamos al casillero que dice: “OK. Hagámoslo”.
(*) La gentileza parece ser otro principio moral universal, casi a la altura de la verdad y la reciprocidad. Jugando a la paleta con mi hija en vacaciones, veíamos a la pelota viajar lejos cada vez que uno de los dos hacía un tanto. Buena parte de las veces un perfecto desconocido observaba su trayecto, dejaba de hacer lo que estaba haciendo, corría hacia la pelota, la tomaba y nos la lanzaba para que no tuviéramos que ir hasta ella ¿Qué es esto? Lo he visto cientos de veces. Yo mismo lo he hecho unas cuantas. La función de la cortesía es tan fundamental para la reproducción social, que amerita un tratamiento mucho más exhaustivo del que podemos realizar en este artículo.
- Más sobre esto: ¿Por qué confiamos?