A comienzos de agosto de 2017, una serie de videos se viralizaron en redes sociales y terminaron llegando a los medios de comunicación uruguayos. En ellos, se veía a varios cazadores usando perros para capturar unos animales que parecían jabalíes y exhibiendo en más de una ocasión los “trofeos” frente a la cámara.
La caza del jabalí, especie exótica e invasora, está permitida en Uruguay en todo el año sin límite de ejemplares. Por lo tanto, más allá de las opiniones sobre la práctica en sí o sobre la decisión de filmar, y difundir, un acto de caza en esas condiciones, no había aparentemente nada ilegal en ello.
El problema es que los animales cazados no eran jabalíes, como varios de los propios cazadores dejaban en claro en los comentarios de los videos. Eran pecaríes, una especie autóctona extinta en territorio nacional por más de un siglo, reintroducidos en el país tan sólo unos días antes de la difusión de las filmaciones.
Parecido no es lo mismo. Mientras los jabalíes son originarios de la región euroasiática del Cáucaso y llegaron a Uruguay entre 1927 y 1928 debido a la iniciativa desafortunada del estanciero Aarón de Anchorena, que los introdujo para practicar la caza deportiva, los pecaríes ya llevaban millones de años en Sudamérica cuando arribaron los conquistadores europeos.
Hace más de 500 años el navegante florentino Antonio Pigafetta los llamó “cerdos con ombligo en el lomo”, en alusión a la glándula expuesta (y olorosa) de estos animales. Aunque las historias de los primeros exploradores reportan la presencia de miles de ejemplares en el país, para comienzos de siglo XX habían ya desaparecido, probablemente debido a un combo de factores como la caza, la competencia con otras especies y la transmisión de enfermedades. La historia de su infortunado devenir en nuestras tierras, debido a la intervención humana, ayuda a entender la indignación pública que provocó la difusión de los videos.
El incidente con los pecaríes puso en primera plana un tema que suele ser relativamente marginal para el público uruguayo y despertó, además del enojo de conservacionistas y lectores de noticias en general, un debate encendido sobre la caza en nuestro país. Más allá de la discusión sobre las implicancias morales de esta práctica, demostró la precariedad estructural de Uruguay en la regulación y fiscalización de la caza, así como las falencias del monitoreo de fauna en general.
En el debate sobre la caza, tanto en Uruguay como en el resto del mundo, entran en tensión varios grupos con un espectro amplio de posturas, pero que en los extremos parecen irreconciliables: hay animalistas, conservacionistas, académicos, autoridades, productores, pobladores locales, defensores de la caza de subsistencia y cazadores que reivindican la caza deportiva como una práctica con sus propios códigos.
Como en casi todos los temas vinculados a nuestra relación con los demás animales, los planteos dejan en evidencia contradicciones, inconsistencias inevitables y muchas preguntas que no tienen respuestas fáciles. ¿Puede un cazador ser un apasionado de la naturaleza, promover la conservación y al mismo tiempo tener un hobby que implica la muerte de animales? ¿Es ético decidir si un espécimen tiene derecho a vivir o a morir con base en si es autóctono o exótico en una región, algo que no es responsabilidad del animal? ¿Qué ocurre cuando negarse a exterminar una especie por motivos éticos provoca daños ecológicos, sanitarios, perjuicios graves e incluso la muerte a otros animales?
Estas y otras cuestiones complejas forman parte de discusiones globales sobre la caza, pero el debate uruguayo tiene también sus particularidades locales y revela una situación que no deja conforme a ninguno de los actores involucrados.
Para Juan Martín Dabezies, antropólogo especializado en la relación humano-animal del Centro Universitario Regional Este (CURE) de la Universidad de la República, el incidente con los pecaríes y sus repercusiones mediáticas representaron una gran oportunidad para explorar las conexiones y discrepancias entre los distintos actores implicados en el debate.
Él y su colega Antonio Di Candia, también antropólogo, realizaron un trabajo concienzudo que incluyó entrevistas, observación participativa y talleres, y que culminó en una serie de propuestas para mejorar la regulación de la caza del jabalí en Uruguay.
La culpa no es del chancho
Martín y Antonio sabían bien que el problema de la caza en Uruguay excede largamente a la caza del jabalí, que es legal si se cumplen una serie de requisitos (aunque algunos grupos se opongan a su existencia por motivos éticos). Su primer interés fue la caza furtiva, que se practica extensamente en Uruguay pese a estar expresamente prohibida por la Ley de Fauna, pero en la caza del jabalí vieron una buena puerta de entrada a un mundo más amplio y complejo que ahora siguen estudiando.
En los últimos años los cazadores de jabalíes se organizaron a nivel nacional gracias a la creación de la Asociación Nacional de Cazadores del Uruguay, organización que estuvo detrás de la redacción del controvertido decreto que flexibilizó la caza en el país.
Que el jabalí y el ciervo axis sean dos especies exóticas y consideradas invasoras en el país, además, permitió a los cazadores aproximar su discurso al de la academia y la gestión como un nuevo modo de legitimar su actividad en un contexto de muy mala imagen frente al público (algo acentuado por el incidente de los pecaríes).Ya no necesitan defender la caza como una actividad meramente recreativa, que abre cuestionamientos éticos, morales y ecológicos, sino presentarla como una herramienta de control, que dispara a su vez, en este caso no literalmente, sus propias discusiones.
“Arrimarse a estas narrativas que vienen de la academia o la gestión les abrió una ventana de oportunidad, porque pueden presentarse ante la sociedad incluso como servidores públicos. Esta oportunidad se basa en poder llevar a cabo un trabajo gratis para el Estado, un trabajo que tal vez no se haga de la mejor manera, pero es como un vacío que ellos vinieron a ocupar”, señala Martín.
Pero aun considerando estas dos especies como dañinas e invasoras, parte del público y de los activistas se opone a la caza. ¿Existe entonces un terreno de acuerdo que permita mejorar la situación en Uruguay para todas las partes y también para los animales? Eso se plantearon Martín y Antonio en un trabajo que duró dos años y que se realizó principalmente en el este del país.
En una primera fase se introdujeron en el mundo de la caza del jabalí a través de entrevistas con cazadores, gestores ambientales, animalistas y conservacionistas, y también mediante la observación participativa en jornadas de caza, almuerzos, conferencias y cursos de bioseguridad. Luego, generaron tres grupos de discusión con 16 participantes que representaban diferentes perspectivas sobre la caza recreativa. Estos grupos se enfocaron específicamente en los acuerdos y tensiones en torno a la regulación y el manejo de la caza a nivel nacional.
Los temas principales de discusión fueron la informalidad y percepción social de los cazadores, el uso de perros para cazar, el monitoreo de fauna y de caza furtiva, y la aplicación de nuevas tecnologías.
Un primer aspecto positivo de la experiencia fue que, a pesar del nivel airado de enfrentamiento –por usar un eufemismo que se queda cortísimo– que suele verse en las redes sociales sobre estos mismos temas, los participantes pudieron exponer sus argumentos y escuchar los de los demás. No sólo eso; hubo incluso acuerdo en algunos puntos.
Yo te entiendo, pero vos entendeme a mí
A los cazadores, gestores, animalistas y conservacionistas no los une el amor sino el espanto, diría Jorge Luis Borges. Todos coinciden en que Uruguay sufre por la falta de monitoreo de fauna, que el sistema de control del furtivismo es muy débil y que la informalidad de los cazadores es un problema. El primero de estos tres temas es el que muestra mayor grado de acuerdo.
Sin saber cuál es la situación sanitaria, ecológica y genética de las especies de interés, es imposible establecer una cuota adecuada de caza. “Es la información básica para decidir cualquier cosa. Sin eso, se abre la puerta a muchas discusiones. Los organismos a los que les compete eso no están ni cerca de tener la capacidad o los recursos para cumplir con eso, por más que tengan toda la voluntad del mundo y también lo consideren un tema clave”, agrega Martín.
Lo mismo pasa con la capacidad de control del Estado. No hay Policía entrenada específicamente para detectar ilícitos de fauna y la fiscalización es “marginal y deficiente”. “La Policía está a años luz de trabajar en este tema porque tiene que lidiar antes con un montón de problemas. Y los guardaparques de las áreas protegidas no tienen la capacidad de hacer nada con un cazador furtivo. El mismo control de las áreas protegidas deja mucho que desear porque suele haber un solo guardaparques para cuidar miles de hectáreas y, además, en caso de encontrarse con un grupo de cazadores furtivos armados, probablemente cuente sólo con una linterna y un teléfono”, señala Martín.
Hubo concordancia también en la mala imagen y la falta de entrenamiento de los cazadores en Uruguay. Hasta los propios cazadores de jabalíes consideran que las malas prácticas e informalidad de quienes actúan por fuera de la ley y la falta de control que hay sobre ellos repercuten sobre su reputación y predisponen al público en su contra.
En nuestro país no se expide una licencia para cazar ni existen clubes de caza que propongan alguna clase de código ético para esta práctica, como ocurre en países donde la caza recreativa está institucionalizada. Incluso la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza tiene guías para una caza ética. “La Asociación Uruguaya de Cazadores ha intentado meterse en estos temas, pero aún está lejos de poder promover discusiones nacionales que tengan un impacto significativo entre los cazadores”, apunta Martín.
Si bien los grupos animalistas dejaron claro que desaprueban que el Estado promueva una práctica que involucra la muerte de animales, hubo “un punto de conexión que debe ser explorado”, que implica que la actividad se haga al menos minimizando el sufrimiento de las presas. “En este sentido, los códigos internacionales de ética pueden ser útiles porque consideran como clave el bienestar animal”, apunta el trabajo.
Dabezies se pregunta: “¿Qué es ser cazador en Uruguay? No está muy claro. Hoy en día es una definición cultural, o de autoadscripción identitaria. No hay una descripción administrativa respaldada por una garantía de idoneidad”.
En la situación actual, “no hay ninguna garantía de que los cazadores tengan las habilidades mínimas o los conocimientos de fauna silvestre, de las épocas de caza, las normativas que la regulan y todo lo que vos precisás hacer para cazar”, agrega.
En la mira
Las discrepancias entre los participantes de estos grupos de discusión fueron más esperables y son de difícil resolución. De acuerdo a la investigación, hay dos puntos principales de desacuerdo (más allá del más evidente que se da entre los extremos, que es la prohibición o no de la caza).
“Uno de los aspectos más controvertidos de la caza en Uruguay es el uso de perros. Esto es criticado fuertemente por grupos conservacionistas y gestores ambientales, que se enfocan en el impacto indirecto en la fauna nativa; por los animalistas, debido a las lastimaduras, muerte y cría de perros de caza; y por los productores rurales, que argumentan que muchos canes son abandonados y terminan generando jaurías salvajes que atacan a especies productivas”, explica el artículo.
“Pese a todas estas críticas, es la modalidad preferida por los cazadores. Los perros son mucho más que herramientas de caza. Más allá de toda la dimensión instrumental de los perros como algo esencial para los cazadores, también son una forma de prolongar sensorialmente la experiencia de la caza”, prosigue.
En las entrevistas, los cazadores admitieron que esto es un problema para la conservación. Los perros pueden ocasionar daño a animales nativos, y en los casos en que salen con jaurías grandes (más de diez perros), son difíciles de controlar. Sobran los ejemplos recientes de animales amenazados que han muerto por ataques de perros, incluso de especies que raramente aparecen en Uruguay, como el yaguarundí.
“Hay una postura que dice: bueno, yo reivindico esto, que es parte de mi práctica cultural, pero sé que esta práctica produce un efecto negativo sobre la fauna silvestre y la ecología. Pero la caza con perros es una actividad que se hace en muchas partes del mundo y que se regula o tiene matices para que sus impactos potenciales no sean tan complicados”, explica Martín.
Lo que no puede ocurrir, aclara, es que un cazador tenga 30 perros a los que nunca entrenó y que salgan todos juntos y de una forma que hace imposible su control. “A nivel cultural o de la interna de los cazadores también debe discutirse quién puede ser criador de perros. No puede hacerlo cualquiera, debe haber algo que avale ese conocimiento y que genere derechos y responsabilidades”, agrega.
Una forma de reducir el uso de perros y minimizar así el impacto en la fauna nativa es la utilización de nuevas tecnologías. La caza nocturna con cámaras térmicas, por ejemplo, permitiría una extracción menos desordenada y más “quirúrgica” de los jabalíes, por decirlo de algún modo. Curiosamente, este es el otro punto en el que hay desacuerdo, pero principalmente entre los propios cazadores.
“Ahí entra en tensión la cuestión más cultural, tradicional e identitaria. Cazar con armas de largo alcance y con cámaras térmicas les permite supuestamente arrimarse a estas narrativas estatales de control de especies invasoras y también causar menos sufrimiento a los animales, lo que está más en línea con la perspectiva animalista y de conservación, pero para muchos eso es matar, no cazar, no entra allí la experiencia integral de la caza, y ahí se activan un montón de contradicciones”, señala Martín. Para varios de los cazadores entrevistados, la práctica implica mucho más que la muerte de la presa, a la que no consideran como su componente principal.
Volvemos entonces al tema de la “deportividad”, porque “en la medida que vos aumentás el uso de tecnologías, disminuís las posibilidades de que la presa escape y eso va en contra de los lineamientos de la caza deportiva”, apunta. O, como resumió el filósofo José Ortega y Gasset en 1943, “los progresos del arma son ajenos a la entraña de la caza”. Las contradicciones son evidentes, porque esta desigualdad de cazador y presa, que podría reducirse limitando la tecnología, es a costa de un mayor sufrimiento para el animal cazado.
Corriendo de atrás
Pese a las discrepancias de fondo y de forma entre los participantes de los grupos de discusión, el trabajo de Dabezies y Di Candia propone una serie de acciones potenciales de manejo que podrían aplicarse a corto plazo y ayudar a aliviar los impactos de la caza, o, al menos, sacarla de esa tierra de nadie en la que está hoy.
Uno de ellos es la expedición de una libreta o licencia para cazar. “Tener una licencia oficial que garantice que los cazadores están debidamente entrenados podría contribuir a reducir el furtivismo y las malas prácticas de caza”, indica el trabajo, además de que podría ayudar a integrar a los cazadores y mejorar su mala imagen.
“Es como una libreta de conducir, un mínimo que te demuestra que la persona que va a salir a cazar domina las básicas. Hoy en día no existe eso. Además te permite tener un registro. Y si vos cometés una infracción, esa licencia puede no renovarse o sancionarse por un tiempo”, argumenta Martín.
Por encima de la formalidad de un documento y de los aspectos punitivos, los autores del trabajo consideran que debe desarrollarse una ética de caza en el país. Otros países con más tradición cinegética “han llevado a cabo enormes discusiones sobre esto”, sostiene Martín, por ejemplo, sobre el tipo de municiones que se pueden usar, el momento justo para disparar, la clase de ejemplares que se permite cazar y hasta qué punto la “deportividad” va en contra del bienestar animal (aunque naturalmente se puede argumentar que disparar contra un animal siempre irá en contra de su bienestar).
Recomiendan también regular el uso de perros para reducir el daño colateral a la fauna nativa y mejorar el bienestar de los propios canes. La experiencia de otros países podría servir de guía al respecto. En algunos lugares hay un límite para el número de perros que pueden usarse al mismo tiempo o se prohíbe dejarlos sueltos durante todo el proceso. Como el control es justamente una de las patas flojas de la experiencia uruguaya, los autores insisten en que es necesaria una discusión interna entre los propios cazadores.
“Si yo fuese un cazador me preguntaría: ¿qué caza es la que queremos promover? Y si queremos mantener la caza con perros, tengamos una discusión a ver cómo lo queremos hacer y cuáles son los requisitos mínimos. Debe haber talleres, instancias de formación y respaldo de organizaciones internacionales con experiencia en el tema. Para que la imagen social de los cazadores cambie, para que los que hacen mal las cosas no arruinen la imagen de los que las hacen bien, según ellos mismos dicen, los propios cazadores tienen que liderar este proceso. Pueden invitar cazadores de otros países, aliarse con ONG, con la academia o con los ministerios, como ya lo hacen para otras actividades”, opina Martín.
“En contextos de recursos escasos, como en Uruguay, proponemos mejorar el manejo de la caza promoviendo un gobierno participativo con base en el compromiso y el diálogo de varios actores, compartiendo responsabilidades, derechos y beneficios”, señalan las conclusiones del trabajo, que insiste especialmente en “reforzar el desarrollo de organizaciones que respalden una ética local y compartida de la caza”.
Es difícil llegar a un acuerdo general en un tema tan controvertido como la caza, especialmente en un país en el que la conservación y el cuidado de la naturaleza están en el fondo del tarro de las preocupaciones de las autoridades y del presupuesto nacional. Justamente por eso es más relevante aún discutir estos temas y exponerlos al público, sin esperar a que los pobres “cerdos con ombligo en el lomo” o cualquier otra especie nativa seriamente amenazada protagonicen otro incidente desgraciado que despierte la atención general.
Artículo: Dreadful fun or environmental management? Agreements and disagreements around wild boar hunting in Uruguay
Publicación: Human dimensions of wildlife (noviembre de 2023)
Autores: Juan Martín Dabezies y Antonio Di Candia.