Cuando pensamos en las aves, por lo general, la imagen de temibles y grandes carnívoros no se nos viene enseguida a la cabeza. Es cierto, hoy tenemos en nuestro país aves de presa como las águilas moras y los gavilanes, o carroñeras como los buitres y los caranchos, pero no son tan feroces ni letales como un tigre o un jaguar (aquí sí pongo ejemplos de carnívoros de otras partes porque, salvo unos pocos y solitarios pumas, en Uruguay los grandes felinos se extinguieron hace mucho tiempo).
En nuestros días los carnívoros terrestres más grandes son todos mamíferos, aunque algún reptil como el cocodrilo también merezca atención. Pero en el pasado esto no fue siempre así, al menos durante un buen tiempo en lo que hoy llamamos América del Sur. Durante muchos millones de años, hubo unos descendientes sudamericanos de los dinosaurios que cazaban y comían carne causando tanto pánico como los grandes mamíferos carnívoros de hoy en día. Eran los fororrácidos, conocidos como las aves del terror, de las que en Uruguay se han encontrado fósiles en varias localidades.
Las aves del terror eran una cosa muy singular. Y como esa línea evolutiva el árbol de la vida no prosperó, no tenemos más remedio que recurrir a analogías de otros animales vivos y extintos para hacernos una idea.
Para empezar, los fororrácidos eran aves no voladoras, por lo que podemos buscar similitudes en las avestruces, emúes, casuarinas o ñandúes para hacernos una idea del gran tamaño de sus cuerpos, la longitud de sus patas y las alas reducidas. Pero claro, a diferencia de los avestruces, que pueden alcanzar a pesar unos 180 kilos, o de los ñandúes, con sus hasta 25 kilos, las aves del terror alcanzaron enormes dimensiones, llegando a pesar en el entorno de los 200 kilos, lo que las coloca entre las aves más grandes conocidas que existieron jamás en este planeta (superadas, entre otras, por las extintas moas de Nueva Zelanda y las aves elefantes de Madagascar).
Por otro lado, las aves del terror comparten características que hoy sólo vemos en las aves de presa, como fuertes picos comprimidos lateralmente y unas garras curvadas de cuidado. De hecho, su dieta consistía en otros animales que cazaban (así como seguramente carroñarían cuando se les presentaba la oportunidad). Estudios de biomecáncia realizados en nuestro país por los investigadores Ernesto Blanco, Andrés Rinderknecht y Washington Jones, con base en la tibia de un gran ave del terror encontrada en 1996 en las barrancas del balneario Arazatí, arrojaron que esa ave del terror, del género Devicenzia, podría correr a grandes velocidades y, más aún, quebrar los huesos de mamíferos golpeando con su patas cual karateca, accediendo así al nutritivo caracú.
Esta mezcla explosiva de gran tamaño, picos y garras para atrapar presas y gran velocidad para correr, ya alcanzaría para llamarlas aves del terror. Pero hay otro dato paleontológico extra que las hace aún más temibles: habiéndose originado el linaje en América del Sur hace unos 70 millones de años, durante muchísimo tiempo habitaron un continente en el que los mamíferos del orden carnívoro –félidos, úrsidos, cánidos, prociónidos– no habían arribado (comenzarían a llegar desde América del Norte hace unos 2,5 millones de años al formarse el istmo de Panamá).
En ese aislamiento que experimentó nuestro continente por buena parte del tiempo, los fororrácidos crecieron hasta alcanzar en el Mioceno, hace entre 23 y cinco millones de años, gran diversidad de especies –se conocen unas 18–, algunas de las cuales alcanzaron esos tamaños increíbles que hacían ver pequeños a los marsupiales carnívoros que por aquí andaban. De esta forma, se cree que algunas especies de fororracos –forma más simpática de decir fororrácido– fueron los depredadores tope de sus respectivos ambientes. Estando en la cima de los cazadores, el mote de “aves del terror” les calzaba al pelo. O a la pluma.
Como dato curioso, durante mucho tiempo los expertos en las aves del terror pensaron que estos carnívoros emplumados se habían extinguido hace un millón y medio de años. Sin embargo, fósiles encontrados en Uruguay demostraron que eso no había sido así. Un pequeño tarso metatarso hallado en 2007 en la cantera Casil, cerca de La Paz, en Canelones, por el paleontólogo aficionado Luis Castiglioni hacía sospechar que se trataban de restos de un ave del terror. Otros dos fósiles, que podrían pertenecer a un ave del terror del género Psilopterus, fueron colectados hace mucho tiempo por Alejandro Berro y depositados en el museo en Mercedes que lleva su nombre. Estos materiales, al ser estudiados en 2010 por los paleontólogos Herculano Alvarenga, Andrés Rinderknecht y Washington Jones, mostraron no sólo que se trataba de fósiles de aves del terror, sino que tenían cerca de 17.000 años. El artículo se tituló algo así como Los registros más modernos de aves fororrácidas del Pleistoceno Tardío de Uruguay y pasó a extender el tiempo que sabemos que las aves del terror vivieron en este planeta, es decir, su biocrón.
Ahora, un nuevo trabajo vuelve a sacudir la estantería de las aves del terror. Y nuevamente está involucrado el investigador Washington Jones, encargado de la colección de aves del Museo Nacional de Historia Natural.
Es que junto con Carolina Acosta Hospitaleche, de la División Paleontología de Vertebrados del Museo de La Plata de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, con quien ya había trabajado previamente, por ejemplo, describiendo el fósil más antiguo de pingüino de Uruguay, publicaron el artículo titulado ¿Eran las aves del terror los principales depredadores continentales de la Antártida? Nuevos hallazgos en el Eoceno temprano de la isla Seymour.
Allí, estudiando dos falanges ungueales –el último segmento de los huesos del dedo hacia el lado de la uña– de ave encontradas por Carolina en las proximidades de la base antártica argentina Marambio, ubicada en la isla Seymour, en perfiles de entre 56 y 47,8 millones de años, reportan que sus análisis morfológicos cuantitativos “apoyan firmemente la asignación a Phorusrhacidae o un ave similar a Phorusrhacidae”, es decir, a un fororraco. “Estas falanges pertenecían a un depredador grande o incluso gigante, con una masa corporal estimada de alrededor de 100 kg”, agregan en el trabajo, señalando además que “es muy probable que esta ave fuera un depredador activo, cazando y alimentándose de pequeños marsupiales y ungulados de tamaño mediano”, revelando que “las grandes aves carnívoras asumieron el papel de depredadores tope continentales, rol aparentemente subocupado por los mamíferos”. Así dicho puede no reflejar todo lo que el artículo implica. Así que ya mismo vamos al encuentro de Washington Jones.
Ciencia del Río de la Plata
Que Carolina invite a colaborar a Washington para el trabajo que estudia estas dos garras –así podríamos decirles a las falanges ungueales– no es sorprendente: biólogo especializado en aves, Washington se ha dedicado a la paleoornitología, el estudio de fósiles de aves, publicando trabajos sobre aves del terror, caranchos y buitres enormes del pasado, entre otros.
“A Carolina la conozco desde 2006 cuando nos encontramos en un congreso de paleoornitología que se hizo en Diamante, Argentina. Allí conversamos y vimos que teníamos muchas afinidades. Luego ella me invitó a dar unas charlas en un congreso de ornitología en el que había una sección de paleoornitología, y posteriormente trabajamos juntos en dos artículos, uno sobre el pingüino fósil de La Paloma y el otro sobre marcas de bioerosión en un hueso de ave, un anátido fósil que por ahora está sin determinar”, sostiene Washington.
La colaboración en este trabajo, además de todo ese trayecto en común, tenía una justificación adicional. La tesis de doctorado de Washington, que defendió en 2010, se titulaba Nuevos aportes sobre la paleobiología de los fororrácidos (aves: phorusrhacidae) basados en el análisis de estructuras biológicas. Allí, en particular, se concentraba en el estudio de lo que vendría ser el dedo dos de las patas de las aves del terror. Levemente levantado, el dedo terminaba en una garra grande y curvada en forma de gancho que las aves del terror habrían usado para sujetar sus presas. Los fósiles que nos hablan de esa arma que tenían en el pie las aves del terror son las falanges ungueales. Y precisamente, lo que había encontrado en la Antártida Carolina eran... ¡falanges ungueales! Llamar a Washington estaba cantado.
“Carolina realiza campañas de búsqueda de fósiles en la Antártida en las proximidades de la base argentina. Allí ha descubierto materiales de mamíferos, muchos fósiles de pingüinos que han sido objeto de publicaciones, así como de otras aves”, cuenta Washington. Durante la campaña antártica del verano de 2023 en la isla Seymour, su colega argentina dio con estos fósiles.
“Carolina entonces me avisa que tiene este material, una garra muy grande de un ave, y que sospechaba que podría ser un ave del terror. Me mandó la foto por Whatsapp y todo apuntaba a que estábamos ante un material de un fororrácido o un ave muy similar”, recuerda Washington. “A partir de ahí fue todo rapidísimo”, dice, y la fecha en la que entregaron el manuscrito del trabajo lo respalda: 13 de setiembre de 2023.
“Por lo general, la gente que estudia aves del terror o aves fósiles trabaja con cráneos o con huesos más interesantes. Yo decidí estudiar garras, que si bien tienen su romanticismo, porque son una especie de arma, no tienen mucho valor sistemático y no te permiten avanzar mucho a la hora de identificar especies”, dice un poco en broma y bastante en serio. “Las garras son huesos de valor más funcional que sistemático”, dice ya en plan paleoornitólogo en referencia a que nos hablan de cómo determinado animal andaba o cazaba más que a qué especie pertenecía. “Lo que tratamos de hacer en este trabajo fue identificar, sólo a partir de la garra, por lo menos el gran grupo, el orden o la familia a la que habría pertenecido esta ave”, sostiene. Y eso hicieron.
Estudiando los fósiles
“Cuando empezamos a tratar de analizar este material vimos que efectivamente existía la posibilidad de que pudiese ser de un fororrácido”, dice Washington. Pero además, tenían un problemilla.
“Se trata de una garra fósil del Eoceno de la Antártida, es decir, súper antigua”, dispara. Con sus cerca de 50 millones de años, las dos garras fósiles que estudiaron suponían varios desafíos. Para empezar, porque las aves del terror tuvieron su momento de esplendor –y de grandes tamaños– mucho después. “El gran momento de los fororrácidos es en el Mioceno. Fijate que entre este fósil y el esplendor de las aves del terror hay que atravesar todo el Eoceno, el Oligoceno y el Mioceno. La abundancia de especies de fororrácidos se da varias decenas de millones de años después”, dice Washington.
“La antigüedad del fósil además imponía un sesgo mental, nos obligaba a tener mucho cuidado, porque se trataría de un fororraco muy antiguo, encontrado en la Antártida, un lugar en el que no se encontraron fósiles de estas aves. Por otro lado, toda la filogenia y el estudio morfológico y sistemático del grupo indica que estas aves pasaron por un proceso de gigantismo pero que se da a posteriori”, apunta.
“Cuando emergieron, los primeros representantes serían pequeños y probablemente con ciertas características de vuelo como las de un ave convencional. Ese sería el grupo de los psilopterinos, fororrácidos chicos, de entre cinco y ocho kilos. Pero en el caso del fósil de la Antártida estamos ante una garra mucho más grande, es varias veces la garra de un psilopterino, y eso era otro problema. Teníamos un fororrácido súper antiguo, pero enorme. Eso desafía esa idea de ese proceso evolutivo hacia el gigantismo”, afirma Washington, confesando que al ver todo eso se dijo: “¡Pah, ¿qué está pasando acá?”.
“Hoy se considera que los psilopterinos, que eran relativamente pequeños, son los representantes más antiguos, y que de ese tronco se empiezan a hacer grandes por presiones selectivas. Pero este fósil de la Antártida, del Eoceno, con base en estimaciones de masa, habría rondado los 100 kilos. La garra es de un tamaño similar a la del Phorusrhacos longissimus, que es un bicho que anda fácil por arriba de los 100 kilos”, sostiene luego.
La garra indicada
“En estos fósiles estudiamos muy fuertemente la asignación del dígito”, dice Washington. Es un juego que le divierte desde que empezó su maestría y que fue el tema también de su tesis de doctorado.
“Las aves, en general, tienen tres dígitos hacia adelante y uno hacia atrás. Por ejemplo, las seriemas los tienen así. Tienen un pequeño dedito, una garrita chiquita, más arriba del piso, que es el dedo uno, y después tienen tres dedos hacia adelante, el dedo interno, que es el dedo dos, el dedo central, que es el dedo tres, y el dedo externo, que es el dedo cuatro. Y lo que se observa, tanto en las seriemas actuales como en la gran mayoría de los dedos que se conocen de fósiles de fororrácidos, es que el dedo interno tiene una garra muy peculiar, muy curvada, pero que a la vez tiene esa parte plana en la parte anterior, que sirve para apoyarse en el suelo”, explica con tanta pasión que más que paleoornitólogo parece un paleopodólogo.
“Mi tesis de doctorado propone que existen algunas características de las falanges de ese dedo que permiten llevar a esa garra levemente elevada. Imagínate un bicho corriendo con una garra así. Si no pudiera levantarla sería un problema, porque o se le enganchría, o rayaría todo o se rompería. En este caso estamos hablando de un animal de más de 100 kilos y que tiene garras súper curvadas que miden entre seis y siete centímetros de longitud, sólo la parte ósea. A eso habría que agregarle el estuche córneo, que serían al menos otros dos centímetros más. Ahí la garra ya pasa a ser un problema más grande para la locomoción que en el caso de la seriema”, señala.
“¿Qué hicieron los velocirraptores, los dinosaurios raptores, para solucionar ese problema?”, se autopregunta. “Tenían unas falanges del dedo en el pie, previas a esa garra, que logran que el dedo eleve la garra. Esa es la posición de garra súper cinematográfica de Jurassic Park. Los fororrácidos no tienen una cosa tan drástica, pero tendrían algo que permitiría elevar la garra, como algunas características de las falanges de ese dedo interno, y unas almohadillas que obviamente no se fosilizan porque eran de grasa. Esas almohadillas plantares del dedo serían bastante robustas y permitirían que la garra se elevara bastante”, se responde Washington.
“En este caso tenemos una garra súper elevada, que tiene todas las características morfológicas de una garra de dedo interno, del dedo dos. Justo esa es una garra que he analizado durante años, y eso es lo que se vuelca en este trabajo, tratar de identificar qué tipo de garra es”, resume. “Que sea una garra del dedo 2, del dedo interno, da la pista de que hay un ave enorme en el Eoceno de la Antártida que tiene un arma importante predadora y que implica también que es un ave terrestre, por la forma de esa parte de atrás, que es igual o muy parecida a lo que se ve en un fororrácido o en una seriema actual”, expone Washington.
Una identificación esquiva
De todas maneras, en el trabajo, si bien establecen esta analogía de tamaño con el ave del terror Phorusrhacos longissimus y describen características de la falange ungueal que hacen pensar que bien podría ser un fororraco, no pueden decir a ciencia cierta que efectivamente lo sea.
“No, no podemos decirlo. Según el análisis, hay una discriminación importante hacia que sea un fororrácido, pero si hacemos un análisis un poquito menos sesgado, cae entre los cariámidos, como la chuña y la seriema actuales, y los fororrácidos”, sostiene.
“Una de las características de las aves del terror es que tienen una garra raptora, pero la parte de atrás, donde apoya, es como una estructura plana. En las aves raptoras voladoras, que casi no caminan, como un águila o un halcón, las garras son para matar y, por ejemplo, para agarrarse de una rama. En las aves raptoras la parte de atrás de la garra es globosa, redondeada, no es plana. Y esa sí lo era”, afirma.
“Si pensás en términos actualistas, ¿qué bicho tiene hoy una garra curvada, asesina, pero no es un águila ni un halcón? Ahí entran las seriemas, que tienen esas garras con una parte plana donde apoyar un poco. Por lo tanto, en ese sentido esta falange antártica parecería ser algo así como de una seriema, pero por el tamaño enorme podría perfectamente pertenecer a un fororrácido. Es decir, tiene algunas características de garra de fororrácido y, por otro lado, tiene algunas otras características que lo alejarían un poquito de los fororracos que se conocen”, señala.
En el trabajo tomaron todas las mediciones posibles de ambas garras antárticas y las compararon con animales actuales, como la seriema, caranchos, chajás, así como fororrácidos extintos como Devicenzia, Psilopterus o Phorusrhacos. “Haciendo ese estudio morfométrico, numérico, vemos que entra en el rango de los fororrácidos, pero hay un sesgo porque hay cosas que no se conocen del grupo de las aves del terror. Entonces, según el peso que les demos a esos valores, si tomamos en cuenta el tamaño que tiene la garra o si no lo tomamos en cuenta, se acerca o se aleja un poco del fororrácido, por lo que podría no ser exactamente un fororrácido”, explica Washington. ¿Eso es malo?
“Teniendo en cuenta la antigüedad enorme que tiene, que no sea exactamente un fororrácido no es una mala hipótesis para nada”, responde. Sería sí un cariamiforme. Los fororrácidos son una familia dentro del orden de los cariamiformes. Son un grupo hermano de los cariámidos, que es el grupo que tiene hoy en día a las dos especies de seriemas, la chuña de patas negras y la chuña de patas rojas, que es la que vive en Uruguay. En este trabajo determinamos que sería del orden cariamiforme, pero su familia es, por el momento, incierta”, resume entonces.
No es un ave del terror... pero ¡es un ave del terror!
A los fororrácidos se los conoce popularmente como aves del terror, ya que eran carnívoros con un pico poderoso y una garra asesina en forma de gancho. Algunas especies fueron los depredadores tope en varios de los ecosistemas en los que vivieron, y en el Mioceno había especies que llegaron hasta los 400 kilos. Hasta ahí vamos bien.
Aquí tenemos un cariamiforme que pesaba poco más de 100 kilos. Tenía una garra asesina curvada que indica que era un ave raptora, es decir, un ave carnívora. En el trabajo dicen que debido a características de las falanges ungueales encontradas en la Antártida –el extremo aplanado– correspondería a un ave que caminaría como las seriemas actuales y las aves del terror. Es decir, era un ave raptora que, a diferencia de aves caminadoras de ahora, como los ñandúes o los avestruces, cazaría animales de tamaño considerable.
Hagamos entonces la suma: ave carnívora + garra adaptada para cazar + un peso entre 100 y 130 kilos + una antigüedad de 50 millones de años, es decir, principios del Eoceno. ¿El resultado de la cuenta es inequívoco: tenemos que empezar a llamarles aves de terror a otras aves que no necesariamente eran fororrácidos. Porque un ave carnívora de más de 100 kilos, más aún cuando sería el depredador tope de su ecosistema, es sin dudas un ave del terror.
“Está perfecto: ave del terror podría pasar a ser un nombre coloquial que abarcara a otras aves. No todos los nombres coloquiales en la zoología y en la paleontología tienen que coincidir exactamente con un grupo monofilético”, concuerda Washington.
“Podría perfectamente ser una línea desconocida de cariamiforme paralela al proceso evolutivo que dio lugar a los fororrácidos. O podría ser un fororrácido y entonces la historia de los fororrácidos es mucho más compleja y más antigua de lo que imaginamos”, sostiene.
O podría haber otras aves, ni siquiera dentro de los cariamiformes, que crecieron en tamaño y ocuparon ese nicho de ser el depredador tope y que, por lo tanto, en esa cosa del nombre coloquial ganchero, anduvieron causando el terror. “Sí, podría ser que no fuera un fororrácido y que tampoco fuera un cariamiforme y que tuvieran una morfología análoga en esta garra”, comenta.
El nombre popular ave del terror se les puso justamente porque las aves nunca alcanzaron tamaños enormes y fueron depredadores tope hasta que llegaron los fororrácidos. Si esta garra no era de un fororrácido, entonces hubo otras aves del terror anteriores a las aves del terror.
Un carnívoro entre presas
En el trabajo reseñan que esa ave carnicera de gran tamaño llenaría un nicho que hasta ahora estaba vacío en el registro fósil del Eoceno antártico. Se han encontrado allí mamíferos, algunos marsupiales pequeños, pero no grandes carnívoros.
“Stephen Jay Gould decía en el libro La vida maravillosa que América del Sur tuvo una época dominada por las aves. En ese momento en América del Norte los depredadores tope eran los carnívoros placentarios, pero en América del Sur los dominadores de los ambientes eran las aves carnívoras, los fororrácidos. Eso también lo dice George Gaylord Simpson en su libro clásico Aislamiento espléndido, donde dice que el aislamiento de América del Sur dio lugar a formas de vida peculiares, entre ellas aves que dominaban los ambientes desde el punto de vista predador, que es algo que hoy en día no se da o se da muy poco”, señala Washington.
“La Antártida en el Eoceno era un submundo que a veces quedaba aislado de América del Sur y a veces quedaba unido, con un clima totalmente distinto al que vemos ahora. Tenía bosques y un clima cálido. Allí ahora sabemos que había unos depredadores que eran enormes y que eran aves, y que tenían garras raptoras”, afirma con satisfacción.
“Probablemente fuera, como decimos en el título del artículo, el depredador tope en el Eoceno de la Antártida, salvo que luego apareciera un fósil de otro carnívoro de casi 100 kilos que le pudiera competir. Con lo que sabemos hoy podríamos decir que, en este ecosistema antártico, en el Eoceno, las aves parecerían dominar el ecosistema a nivel de depredadores”, expande.
“El relacionamiento de esta ave enorme y carnívora del Eoceno de la Antártida con ese tronco tan exitoso, entre comillas, de las aves del terror que después se dispersaron por toda América, es por ahora incierto. Todo indica que es un animal con una garra similar a los de los cariamiformes, pero hasta allí llegamos. El trabajo plantea preguntas interesantes, pero evidentemente no es concluyente”, dice con toda sinceridad.
“Hay por lo menos dos o tres alternativas que, por ahora, pueden ser factibles. O bien sería un fororrácido muy basal, o bien sería una línea paralela de cariamiformes desconocida que llegaron a tamaños enormes, o es otra cosa, un ave con una analogía muy fuerte con los cariamiformes”, sintetiza. Y en todo caso, le digo, fueron aves del terror antes de las aves del terror.
La más antigua y la más moderna
Washington estuvo en el equipo de investigadores que reportó el ave del terror más moderna del mundo con base en fósiles encontrados en la cantera Casil, en Canelones, y otros que estaban en el Museo Paleontológico Alejandro Berro de la ciudad de Mercedes.
El presente trabajo lo coloca ahora en el otro extremo de las aves del terror, ya que junto con su colega argentina reportan esta ave cazadora del Eoceno, que entonces pasaría, según vimos, a ser el ave del terror más antigua. Aun si alguien no aceptara que usáramos ese término para aves que no son fororrácidos, el mérito de Washington se mantiene, ya que recientemente publicó, también junto a Carolina, el trabajo titulado Información sobre el ave del terror más antigua (Aves, Phorusrhacidae) del Eoceno de Argentina.
“Allí estudiamos lo que sería el material reconocido como fororrácido más antiguo, que es de Argentina continental y también del Eoceno. Los de la Antártida serían un poco más antiguos aún”, dice Washington.
Además, si bien el fósil de Argentina continental, del Eoceno Medio (entre unos 47,8 millones y 41,2 millones de años), pertenece a un fororrácido, su tamaño lo aleja un poco de la idea que podemos hacernos de un ave del terror: los cálculos de masa que hacen en ese trabajo arrojan que andaría entre 7,4 y cinco kilos. Entonces vuelvo a la carga: trabajó con los fósiles más modernos de aves del terror y también con los más antiguos.
“Sí, tuve la suerte de estudiar los materiales más modernos de fororrácidos en Uruguay y ahora trabajé con los más antiguos, que son del sur de Argentina y de las proximidades de la base antártica argentina en la isla Seymour”, reconoce ante mi insistencia. Y ya que reflexionamos sobre estas investigaciones, Washington tiene otra reflexión para compartir.
“El campo de estudio de las aves del terror es extremadamente competitivo y a veces genera fiebres intelectuales. Por eso, que Carolina me invitara a colaborar en estos dos trabajos es extremadamente positivo. Esta apertura no sólo es muy buena, sino que muestra que lo mejor de la ciencia se logra trabajando en colaboración”, redondea.
Paleoornitólogos del Río de la Plata sean unidos, entonces; esa sería la ley primera. Porque con las cosas que afirman, seguro hay quienes pretenderán devorarlos desde afuera. Lo cierto es que tenemos todo para pensar que las aves ya andaban causando terror hace unos 50 millones de años en la Antártida. Y que entre todos los depredadores, el que más helaba la sangre de las presas era esta ave similar a un cariamiforme con sus más de 100 kilos. Entre nos y por ahora, el ave del terror más antigua reportada.
Artículo: Were terror birds the apex continental predators of Antarctica? New findings in the early Eocene of Seymour Island
Publicación _Palaeontologia Electronica (enero de 2024)
Autores: Carolina Acosta Hospitaleche y Washington Jones.
Artículo: Insights on the oldest terror bird (Aves, Phorusrhacidae) from the Eocene of Argentina
Publicación: Historical Biology (enero de 2024)
Autores: Carolina Acosta Hospitaleche y Washington Jones.