En 1840, cuando el explorador francés Jules Dumont d'Urville investigaba los confines australes del mundo en su búsqueda infructuosa del polo sur magnético, la Antártida era tan desconocida y casi tan inaccesible como una región de otro planeta.
Después de un viaje sacrificado en el que perdió a varios marineros, el francés avistó tierra antártica en enero de 1840 y tuvo que esquivar peligrosamente un montón de icebergs para acercarse a la costa con sus buques Astrolabe y Zelée. A bordo de dos botes pequeños, logró finalmente desembarcar en terra incognita junto a parte de su tripulación y la reclamó para su país en una ceremonia formal que incluyó una botella de vino Bordeaux.
Tras colocar la bandera francesa “en una tierra que ningún otro humano ha visto o pisado”, la bautizó “Terre Adelie” en honor a su esposa e inició junto a integrantes de su comitiva una colecta científica (comenzando por piedras, para probar que efectivamente habían pisado el continente antártico).
Durante su exploración se toparon con varios ejemplares de un pingüino de aspecto carismático que jamás habían visto. Tenían la cabeza y el lomo negros, con un distintivo anillo blanco alrededor de los ojos. La tripulación se llevó algunos a bordo a modo de “trofeos vivos” y “pese a sus protestas”, lo que permitió que un año después fueran descritos para la ciencia y bautizados como pingüinos de Adelia (Pygoscelis adeliae), el mismo nombre que se le dio a aquella tierra hasta entonces desconocida.
Dumont d'Urville sobrevivió a los peligros de aquel viaje y obtuvo fama por su descubrimiento, sólo para morir muy poco después de una forma más mundana que aventurándose en el fin del mundo: sufrió un accidente de tren junto a su esposa, inspiradora de los nombres de la tierra y el pingüino descubiertos.
El pingüino de Adelia también obtuvo su fama desde entonces, aunque a menudo por motivos sensacionalistas. Las prácticas recogidas en el estudio “Hábitos sexuales del pingüino de Adelia”, escrito tras la expedición posterior del aventurero Robert Scott, escandalizaron de tal modo al zoólogo que lo redactó que tildó a los pingüinos de “depravados” y de “patoteros”.
Su impacto fue tan profundo que decidió esconder su escrito y redactar las partes más gráficas en griego antiguo, lo que provocó que su trabajo científico fuera descubierto recién 100 años después. Para completar la reputación inmerecida que esta especie ganó debido a nuestra tendencia a la antropomorfización, el pingüino de Adelia fue también el primer animal en el que se registró el intercambio de sexo por bienes materiales (además del ser humano): más precisamente, por piedras, aunque a diferencia de los franceses d’Urville no las precisa para impresionar a sus coterráneos sino para armar sus nidos (como se comunicó en el artículo de 1998 titulado Las hembras de pingüinos Adelia adquieren material para nidos de machos por fuera de la pareja después de participar en cópulas extrapareja).
En tan sólo 180 años la situación del pingüino de Adelia y los remotos parajes en los que vive han cambiado mucho. Parte de su ambiente, lejos de ser prístino, inmaculado e inaccesible, sufre ahora los efectos del calentamiento global, la presión de la pesca, el tránsito marítimo y otras actividades humanas. Pero estos impactos lo afectan de forma diferenciada: mientras en la Antártida oriental estos pingüinos no atraviesan demasiados problemas, en la occidental, donde está la base antártica uruguaya, la especie viene decreciendo a un ritmo preocupante en los últimos 50 años.
Saber cómo y dónde se alimentan estos pingüinos en esos ambientes desafiantes y entender los problemas que enfrentan es clave para garantizar su futuro y el de la salud de todo el ecosistema. Y eso es exactamente lo que están haciendo investigadores uruguayos en colaboración con colegas españoles, argentinos y franceses.
Me lo dijo Adelia
Para estudiar los pingüinos hay que tener la fortuna y constancia de visitar con frecuencia los ambientes extremos en donde viven, que es lo que han hecho durante varios años los biólogos Ana Laura Machado y Álvaro Soutullo, del Centro Universitario Regional del Este (CURE) de la Universidad de la República.
Para Ana Laura, que tiene fascinación por los pingüinos desde chica, la oportunidad de estudiarlos en el marco de su doctorado llegó gracias a una reunión del Comité Científico de la Investigación Antártica (SCAR), a la que asistió junto a su tutor Álvaro Soutullo. Allí conoció al biólogo y ecólogo español Andrés Barbosa, un referente internacional en investigaciones sobre pingüinos, que la invitó a participar en los trabajos que venía realizando con estos animales en la Península Antártica Occidental.
La zona elegida no es casual. En la Península Antártica Occidental, una de las regiones más afectadas por el calentamiento global y la pesca de kril, las poblaciones de pingüinos de Adelia han declinado cerca del 50% desde los años 70. Por ser un depredador clave del kril, base del ecosistema antártico, y por su sensibilidad ante la desaparición de los hielos, el ecólogo marino David Ainsley llegó a definir a este pingüino como el “heraldo del cambio climático”.
Esta tendencia es bastante clara en la isla de Ardley, no muy lejos de la base uruguaya Artigas, una zona muy impactada por el tránsito humano y el turismo en la que conviven tres especies de pingüinos del mismo género: el de Adelia, el barbijo (Pygoscelis antarcticus) y el papúa o gentoo (Pygoscelis papua). Mientras el pingüino de Adelia y el barbijo han disminuido sus poblaciones 30% y 90% respectivamente desde que se hacen monitoreos allí, el número de papúa se incrementó en un 80% en el mismo tiempo.
Ese es justamente el dilema que interesaba al equipo de investigadores y que Ana Laura se propuso estudiar en su doctorado. Parece haber en esa zona una especie ganadora y dos perdedoras, aunque a los efectos prácticos de su trabajo se habla de una ganadora y una perdedora debido a que el número de pingüinos de barbijo es muy escaso en el lugar como para poder estudiarlos.
Si bien el doctorado de Ana Laura no busca dar respuestas concluyentes a un fenómeno que es multifactorial, las características distintas de estas especies ya dan algunas pistas al respecto y demuestran por qué el pingüino de Adelia es un indicador tan valioso de la salud del ecosistema antártico.
“Los pingüinos de Adelia y barbijo son mucho más especialistas en su alimentación en esa región de la Antártida, comen básicamente kril, mientras que los papúa son un poco más plásticos, también come peces y calamares”, cuenta Ana Laura.
El pingüino de Adelia es además pagofílico, lo que significa que depende de que haya hielo marino en algún momento de su ciclo de vida. Se queda al borde de plataformas heladas y se lanza desde allí al agua para buscar alimento. Más de un documental muestra cómo los pingüinos de Adelia forman una multitud apiñada que mira al mar, a la espera de un primer valiente (o descuidado) que se arroje a las aguas y tantee el panorama, para caer luego todos en masa.
“Los papúa son lo opuesto, se quedan en aguas abiertas y no migran mucho, lo que lon vuelve un poco más flexibles en verano. Son capaces además de atrasar las puestas de huevos, mientras que los de Adelia migran grandes distancias en busca de estas plataformas de hielo marino y cuando vuelven a su colonia ponen los huevos sin importar las condiciones ambientales”, agrega Ana Laura.
Para entender bien los desafíos de esta especie en una zona muy afectada por la acción humana, ya sea directa o indirecta, los investigadores analizaron su comportamiento a la hora de salir a buscar comida y se propusieron identificar sus principales áreas de alimentación. El resultado de su trabajo es un reciente artículo firmado por Ana Laura, Álvaro y Noelia Gobel del CURE, Akiko Kato, Marianna Chimienti y Yan Rouper-Coudert de la Universidad La Rochelle de Francia, y Andrés Barbosa del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, España. En él, el equipo pudo sumergirse con estos pingüinos en sus increíbles viajes por las aguas antárticas.
El restaurante del fin del mundo
Ni Ana Laura ni Álvaro ni ninguno de sus colegas se sumergieron literalmente en las aguas heladas. Equiparon a los pingüinos con pequeños paquetes tecnológicos que incluyen GPS, acelerómetros y sensores de temperatura y presión. Lo que hacen estos aparatitos –definidos por Ana Laura como “los Ferrari de los equipos de rastreo”– es identificar con precisión por dónde se mueven los animales, cómo lo hacen y a qué profundidad.
Estudiaron los movimientos de los pingüinos en tres temporadas de cría, que dividieron en dos fases. Por un lado la “guarda temprana”, que es cuando las crías recién nacen y demandan alimentación con mucha frecuencia. Por el otro, la “guarda tardía”, cuando los pichones de Adelia ya están más grandes y pueden quedar “desatendidos” más tiempo, pero exigen una cantidad mayor de alimento.
No sólo buscaban entender cómo cambian su comportamiento en cada fase según las demandas de las crías, sino también en “un escenario de cambio climático y en un contexto en el que el kril se está contrayendo hacia el sur “, explica Ana Laura. Por eso contrastaron los resultados con monitoreos de disponibilidad de kril en la zona, correspondientes a los mismos años del estudio.
Para Álvaro Soutullo, parte del interés de estudiar estos procesos fue también aportar información para el manejo ecosistémico y conocer más del rol de los pingüinos como indicadores de los ecosistemas marinos.
Acompañando la lógica de la crianza, encontraron notorias diferencias a medida que avanzaba la temporada de cría. Durante la “guarda tardía” los pingüinos demoraban el doble en sus viajes, se alejaban de la colonia y se sumergían a mayor profundidad que el resto del tiempo. Durante la primera fase o “guarda temprana”, sin embargo, hacían viajes más frecuentes en busca de comida, pero más cerca y a menores profundidades.
“Logramos ver que a medida que los pichones crecían podían estar más tiempo sin comer, pero al igual que un niño requerían más alimento. Comprobamos entonces que en esa fase los padres se alejaban más para encontrar comida y los viajes duraban más tiempo”, cuenta Ana Laura.
“También vimos diferencias entre un año en que estaba reportado que había poco kril y un año en el que había bastante. O sea, no sólo se iban más lejos a medida que avanzaba la temporada de cría, sino que al haber menos kril tenían que alejarse más incluso en la guarda temprana para encontrar alimento”, explica.
En resumen, el panorama no es nada sencillo para estos padres y madres sacrificados (en esta especie ambos se turnan equitativamente para estar al cuidado de la cría y traer alimento). Deben satisfacer las altas demandas energéticas de sus crías, una tarea ya complicada de por sí pero agravada por la retracción del hielo y las fluctuaciones del kril. Es un círculo vicioso, porque la falta de hielo también implica una disminución del kril, que se alimenta de las algas diatomeas que se forman en la parte de abajo de los grandes bloques sobre los que a menudo descansan los pingüinos. A su vez, la disminución del hielo marino permite que los barcos pesqueros lleguen hoy a lugares que antes eran inaccesibles.
Estos hallazgos van en línea con otros estudios hechos en colonias de pingüinos de Adelia, pero los investigadores sumaron una información fundamental de cara a posibles medidas de conservación. Usaron un modelo estadístico que les permitió identificar qué patrones de movimiento de los pingüinos correspondían a la búsqueda activa de comida para, de ese modo, mapear las principales zonas de alimentación de la zona.
“Esto es lo más novedoso del trabajo. Como los acelerómetros registran 50 datos por segundo sabemos cuándo los animales están capturando kril (por ejemplo, moviendo la cabeza para atacarlo) y eso nos permite estimar en cuáles de los buceos comen y en cuáles no, y cuánto comen en cada uno; de ese modo podemos identificar áreas precisas de alimentación donde deberíamos evitar que fueran los barcos a pescar durante ese momento específico del verano”, amplía Álvaro.
Pingüinos ya
La principal área de alimentación de los pingüinos de Adelia en la zona está localizada dentro de la bahía de Maxwell, que es frecuentada sistemáticamente por más del 60% de la población en busca de kril y se encuentra en un radio de diez kilómetros de la colonia. Pero el estudio halló también un segundo punto ubicado a 35 kilómetros, cerca de una zona llamada Monte Orca (un volcán submarino inactivo), al que acude un 20% de los ejemplares, generalmente en la fase de “guarda tardía” de las crías o en momentos en que el alimento escasea.
“Al igual que ocurre en otras estructuras similares bajo agua, como cañones submarinos, este monte genera una productividad local alta de comida para los pingüinos gracias a una serie de procesos oceanográficos. Es en esto en lo que queremos avanzar, en identificar en otras regiones este tipo de zonas que parecen lugares predecibles o seguros de alimentación, por decirlo de algún modo, porque en ellos hay una alta disponibilidad de nutrientes”, señala Ana Laura.
En eso trabajan ahora con especialistas del Instituto Antártico Argentino que investigan otras colonias de la especie, con la idea de comprobar si esto mismo que observaron se replica en otros lugares y si es posible entender este proceso regionalmente. Esto es muy relevante en “un área que cambia rápidamente y en el contexto del debate actual de las unidades de manejo para la pesca de kril, para lo cual la identificación de las zonas de alimentación de los depredadores representa una información crítica”, asegura el artículo.
Si el pingüino de Adelia es un buen indicador de la salud del ecosistema antártico, como se ha sugerido, lo que está mostrando en la península occidental no es alentador. La isla Ardley es un Área Importante para la Conservación de las Aves según Birdlife International, así como un Área Antártica Especialmente Protegida y un sitio CEMP (Programa de Seguimiento del Ecosistema) para la Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCAMLR). La pesca allí no es significativa hoy, pero no ocurre lo mismo en los alrededores y no sabemos qué puede pasar allí en el futuro.
No más terra incognita
La isla Rey Jorge o 25 de Mayo, donde se encuentra Ardley, está ubicada justamente en una de las regiones que registran mayor pesca de kril. Por eso, “identificar áreas relevantes de alimentación en la vecindad de otras colonias de pingüinos, como en la costa norte de las Islas Shetland del Sur y el estrecho de Bransfield, donde se concentra la pesca de kril, podría permitir tomar medidas de conservación a escala local”, aseguran los autores.
Por ejemplo, que “el ordenamiento pesquero del kril que hace la CCAMLR asegure que en esas zonas la interacción con buques de pesca sea mínima”, ilustra Álvaro.
Implementar estas medidas de conservación “cuando la disponibilidad de alimento disminuye podría jugar un rol clave en mitigar el impacto de la pesquería en las poblaciones de depredadores”, agrega el artículo.
El trabajo es sin dudas un buen punto de partida para identificar áreas de importancia ecológica en las que tomar acciones concretas, algo crucial en un contexto en el que el triple efecto combinado de la reducción del hielo, la retracción del kril y los efectos de la pesquería amenaza con seguir golpeando a predadores clave del ecosistema como los pingüinos, pero sus implicancias van más allá de lo que ocurra con ellos.
“Monitorear lo que les pasa a los predadores nos permite inferir lo que está ocurriendo en el resto de la comunidad ecosistémica, y en ese sentido nosotros usamos los pingüinos como ‘sensores del ambiente’”, cuenta Álvaro. En síntesis, no sólo importa lo que les está pasando a los pingüinos, sino también lo que eso nos dice sobre lo que ocurre en el ecosistema y que se traduce en recomendaciones de manejo como el ordenamiento pesquero o incluso las áreas protegidas.
Para peor, a las exigencias que enfrentan los pingüinos de Adelia hay que sumarle la desigualdad de género, según muestran los nuevos trabajos de Ana Laura y sus colegas. Son las hembras las que están sufriendo el costo físico más alto durante estos viajes en busca de comida.
“Queremos terminar de armar el cuento con estas nuevas investigaciones y ver cómo culminan las hembras la temporada reproductiva y cómo afrontan el invierno, ya que luego migran muchísimos kilómetros y esto puede repercutir en el suceso reproductivo y afectar el tamaño poblacional de las colonias”, cuenta Ana Laura.
Para saberlo habrá que esperar a que se publique el próximo capítulo de esta historia, desarrollada en el contexto de las realidades opuestas que viven los pingüinos de Adelia y los pingüinos papúa en la isla Ardley, una zona ya impactada por el aporte de agua dulce por deshielo y la concentración de actividad de buques en la zona.
Según lo que sabemos de esta película, hay allí una especie que es exitosa y otra que no, aunque si observamos el cuadro completo y la forma en que se relacionan los distintos actores de este culebrón antártico, hay motivos para sospechar que no sólo perderá el pingüino de Adelia cuando corran los créditos.
Artículo: Using latent behavior analysis to identify key foraging areas for Adélie penguins in a declining colony in West Antarctic Peninsula
Publicación: Marine Biology (enero de 2024)
Autores: Ana Laura Machado, Akiko Kato, Marianna Chimienti, Noelia Gobel, Yan Coudert, Andrés Barbosa y Álvaro Soutullo.