Cuando se proponen agendas de trabajo para una determinada esfera de la acción política, por ejemplo la relacionada con ciencia, tecnología e innovación (CTI), suele insistirse, con razón, en que medir los resultados obtenidos es muy importante para apreciar la racionalidad de dicha agenda. Podría agregarse que la racionalidad del diseño de las agendas de trabajo también debiera apreciarse, en cierta medida, refiriéndose a indicadores. Si se partiera de datos capaces de caracterizar con la mayor precisión posible la situación de partida, las políticas transformadoras podrían afinar bien la puntería en las propuestas de trayectorias de cambio, sin pedirles peras a olmos que no pueden darlas y sí mostrando caminos de acción que los datos indican que, además de ser necesarios, pueden recorrerse.
El gobierno entrante ha manifestado su fuerte compromiso con la reversión de un conjunto de males sociales que aquejan a quienes son más vulnerables. Para ello, un eje definitorio de la estrategia a seguir busca alcanzar un cierto nivel de crecimiento económico capaz de solventar financieramente dicho compromiso. Es por ello razonable que ubique parte del esfuerzo en ciencia, tecnología e innovación en ese marco. ¿Qué nos dicen los datos respecto de la situación de partida de un esfuerzo de este tipo?
La proporción de empresas innovadoras en el total empresarial en industria y servicios de Uruguay es de 15%, según la última encuesta de innovación 2019-2021, organizada por la División de Evaluación y Monitoreo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación del Uruguay (ANII). Los datos de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), 2018-2020, para el conjunto de países que la integran —que incluye a los más altamente industrializados del planeta—, ubican esa cifra en 54%.
También surge de la última encuesta de innovación de la ANII que “menos del 1% de las empresas realiza actividades de innovación en el marco de la compra pública”. En un informe de la OCDE de 2017 se indica que la compra pública alcanza 12% del PIB de los países que la integran y 29% del gasto público. La compra pública que es específica para la innovación es el 31,9% de la compra pública en general. Este importante volumen de recursos se dirige en un 33% a empresas privadas. A nivel de la Unión Europea, la compra pública se caracteriza por su descentralización territorial; en Suecia, donde alcanza 16% del PIB, el 64% de la demanda corresponde a entidades públicas de nivel regional o local y es satisfecha en su inmensa mayoría, bien por encima del 90%, por empresas nacionales.
El papel del sector público en Uruguay en materia de innovación puede observarse —a partir de la encuesta de la ANII— a través de tres indicadores, para los cuales debe tenerse en cuenta que las empresas públicas y mixtas industriales y de servicios representan apenas 0,05% de la muestra de la encuesta. Esas empresas “aportan para el período 2019-2021 el 18% de la inversión en I+D”. Hay muy pocas personas con doctorado trabajando en empresas del sector industrial y de servicios, de las cuales 72% se desempeña en aquellas del sector público. Las empresas públicas y mixtas dan cuenta del 23% del total de profesionales realizando actividades de I+D.
Los datos más recientes de la Red Iberoamericana de Indicadores de Ciencia y Tecnología, Ricyt, 2022, dicen que en Uruguay sólo 2% de quienes investigan tienen como sector de empleo empresas, sean públicas o privadas; dicha cifra era de 56,6% para la Unión Europea en 2023.
Crecer incorporando ciencia e innovación
La estrategia de impulsar el crecimiento económico a través de la incorporación de tecnología e innovación a la actividad empresarial en industria y servicios, con todo lo atendible que es, enfrenta, a partir de los datos recién presentados, obstáculos serios, al menos si se entiende que es importante que en dicha estrategia participen empresas nacionales. Probablemente la inversión directa extranjera ya venga con niveles tecnológicos de frontera, pero seguramente las políticas de CTI y su articulación con el desarrollo empresarial y social del nuevo gobierno no se limiten a estimular esa inversión.
Entonces, ¿cómo hacer para ir cambiando esos datos que muestran a las claras lo lejos que estamos de realidades, como las de la OCDE o la Unión Europea, que tanto quisiéramos emular para construir una economía dinámica, basada en el conocimiento y motorizada por la innovación? ¿Por dónde empezar?
Primero que nada, conviene reconocer que podemos resolver problemas complejos y urgentes recurriendo a nuestras propias capacidades, cosa que hicimos en múltiples ocasiones. La pandemia de covid-19 es un ejemplo reciente y notable. Hubo lugar allí para la innovación, desarrollada conjuntamente por gente de la investigación y de la empresa, basada en décadas de investigación de calidad.
Segundo, conviene aprender de la experiencia, propia y de otras partes. ¿Qué tuvo de especial la innovación durante la pandemia? De los muchos aspectos a destacar, señalemos sólo dos: (i) los problemas que había que resolver mediante innovación tecnológica se conocían bien y las prestaciones que debían cumplir las soluciones estaban descritas con precisión; (ii) la demanda pública facilitó la interacción entre actores, aceleró los procesos innovativos y aseguró la utilización efectiva de los resultados. La experiencia de otras partes indica que las políticas de innovación desde la demanda, particularmente la compra pública innovadora, son especialmente indicadas para estimular la participación del sector empresarial, incluyendo a pymes, además de contribuir al logro de objetivos sociales mediante un uso intensivo de conocimiento.
A partir de esto, y dado que los datos muestran que el aporte de CTI al crecimiento económico va ser difícil de concretar en el corto plazo, es útil imaginar alguna estrategia complementaria que apunte, a la vez, a movilizar capacidades de forma intensa y a colaborar a la resolución o al menos disminución de la incidencia de ciertos problemas importantes. Si camino se hace al andar, lo que esta estrategia construya será cimiento de otras, más ambiciosas.
La estrategia imaginada requiere, simplificando al máximo, estas cinco cosas: 1) un conjunto de problemas priorizados para los cuales la innovación tecnológica puede aportar soluciones; 2) una caracterización precisa de esas soluciones de modo que puedan ser implementadas y luego efectivamente utilizadas; 3) investigaciones que den respuesta a los interrogantes que plantea el diseño e implementación de esas soluciones; 4) una demanda solvente y creíble que apoye esas investigaciones y estimule la oferta de soluciones por parte, en especial, de actores empresariales (conviene recordar que, según la última encuesta de innovación de la ANII, “el principal obstáculo identificado [para innovar] es el tamaño limitado del mercado”); 5) actores empresariales con capacidad de producir las soluciones a escala.
A esto se suman tres prerrequisitos para cualquier propuesta transformadora: 1) un espacio público dispuesto a habilitar procesos de aprendizaje científico, tecnológico e innovativo para proveer bienes y servicios de calidad con mayores niveles de equidad al conjunto de la población en sus órbitas de competencia, territorial o específica; 2) más espacios laborales para quienes investigan, especialmente fuera del ámbito académico; 3) menor riesgo percibido por las empresas para emprender innovaciones.
Combinando los primeros cinco requerimientos con los últimos tres requisitos, se puede armar la matriz descriptiva de la política de CTI imaginada:
Supongamos que valiera la pena invertir en una política de este tipo: ¿cuánto costaría? Aproximativamente, sus componentes serían las personas investigadoras a contratar para los departamentos de CTI, los costos de las investigaciones asociadas al diseño de prototipos y algún apoyo a empresas, aunque de estas últimas se esperaría que, ante una demanda segura y una I+D bastante avanzada transferida sin costos, abordaran la producción con fondos propios o con apoyos ya existentes.
Hipótesis (a título meramente tentativo): una dotación de 500 personas investigadoras con un salario equivalente a un grado 3 de la Universidad de la República con régimen de dedicación total (nuevos cargos, en su mayoría para los departamentos de CTI y algunos para reforzar ámbitos académicos); 50 proyectos de investigación por año -de dos años de duración- y dotación anual de 50.000 dólares. El costo de personal es del orden de 30 millones de dólares por año; el costo anual de los proyectos de investigación ascendería a 2,5 millones de dólares anuales, 32,5 millones de dólares para un PIB que, en 2023, fue de 77.241 millones de dólares.
Asumiendo que la inversión en I+D es la indicada para 2022 por la ANII, 0,63% del PIB, el costo anual de la política propuesta ocuparía un 6,8% de dicha inversión. No es trivial, pero tampoco parece excesivo para un abordaje, parcial, aunque altamente focalizado, de la política de CTI.
¿Y la gobernanza -o la institucionalidad- de una política de este tipo en qué consistiría? Se trata de una política con componentes fuertemente descentralizados en las acciones de identificación de problemas y de soluciones, por lo que requeriría espacios de “acopio de información” de tipo temático que permitieran la construcción, a través de necesarias priorizaciones, de una agenda de problemas a proponer tanto al espacio académico como al espacio empresarial. Un espacio de acopio de información temático evidente corresponde al área de la salud; otro al hábitat —vivienda, saneamiento, iluminación, entre otros aspectos—. De forma experimental, podría pensarse en ubicar estos espacios en la secretaría de CTI a crearse.
¿Hay algo revolucionariamente nuevo en este ejercicio de imaginación? En absoluto. Por ejemplo, el Ministerio de Salud Pública de Brasil contaba con una secretaría de CTI que en diálogo interno y con organizaciones académicas, de investigación gubernamental y agencias de financiamiento, apuntaba a la construcción de las respuestas que el ministerio necesitaba. Las modalidades de implementación del ejercicio son muy variadas, tanto en cobertura temática y territorial como en las formas de articulación entre actores. Pero principio tienen las cosas.
Es realista plantear una parte de la política de CTI como un experimento, diseñado con base en evidencia y seguido muy de cerca en su evolución. Sin ninguna duda, se van a presentar obstáculos. En el caso de la compra pública innovadora, la literatura internacional ha listado varios y ha propuesto manuales de buenas prácticas, no a copiar, aunque sí a aprender de ellos. Pero sin experimentar, sin innovar a nivel del diseño de políticas de CTI, ¿cómo mejorar esos datos del comienzo, que apenas se han movido en décadas, a pesar del fortalecimiento indiscutible de nuestra comunidad de investigación?
Lo fundamental es tener muy clara la mira: usar más y mejor nuestras propias capacidades, al tiempo que las incrementamos. Si esto se hace y, sobre todo, se sostiene en el tiempo, permitiendo procesos virtuosos de aprendizaje, la aguja se mueve.