Primera imagen: un feroz lobo gris mira en dirección a una cueva y piensa: “¿Esos humanos me darán sus sobras si dejo de cazar? ¿Qué podría salir mal?”. Segunda imagen: aparece un poodle con el corte de pelo más ridículo que se pueda imaginar, ganando el primer premio de un concurso canino.

La transformación de los perros gracias a la domesticación y el desarrollo de razas ha sido tan extrema que hemos convertido todo el proceso en una fábrica de memes, graciosos y sin embargo exactos.

Tanto el poodle como el chihuahua, el caniche, el bulldog (y todas las razas de perros que existen, así como los perros sin raza alguna) comparten el mismo nombre científico que los lobos grises que persiguen incansablemente presas en Alaska, los Cárpatos o cualquier otro sitio: Canis lupus. Los perros domésticos, llamados Canis lupus familiaris, para ser más precisos, según varios autores no descienden en realidad de los lobos actuales, como podría entenderse del meme mencionado, sino de un ancestro en común.

Es lógico, entonces, que perros y lobos compartan muchas características, aunque a priori no lo parezca si uno compara un lobo gris con Jazmín, el yorkshire de Susana Giménez.

Los lobos, al igual que otras especies sociales y cooperativas, cuentan con un conjunto de comportamientos llamados “estrategias de posconflicto”. Tal cual han mostrado varios trabajos fascinantes, pueden hacer las paces después de una agresión, consolar a las víctimas de un conflicto y apaciguar a los agresores, conductas que requieren una atención social hacia el estado emocional de los demás individuos. Tiene todo el sentido, porque necesitan de los demás miembros del grupo para sobrevivir.

Estas estrategias de posconflicto han evolucionado en los lobos en su vida en manada, junto a otros individuos de su especie. Pero los perros, al vivir desde hace varios miles de años en nuestra compañía, plantean una gran interrogante: ¿es posible que hayan mantenido algunas de estas estrategias, pero transformadas y redireccionadas hacia los humanos?

En muchas de estas cosas pensaban la veterinaria Laura Rial, la psicóloga Mariana Bentosela –ambas miembros del Grupo de Investigación del Comportamiento en Cánidos del Instituto de Investigaciones Médicas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y de la Universidad de Buenos Aires, Argentina– y el veterinario Juan Pablo Damián, del Departamento de Biociencias Veterinarias y coordinador del Núcleo de Bienestar Animal de la Facultad de Veterinaria de la Universidad de la República, Uruguay, cuando decidieron hacer una colaboración internacional e interdisciplinaria.

Estaban al tanto de varios trabajos previos en perros que han demostrado que pueden reconocer expresiones de emoción en humanos, experimentar contagio emocional e incluso ofrecer consuelo a una persona cuando esta se pone a llorar. De hecho, Laura y Mariana ya venían trabajando sobre la conducta de consuelo en perros, al grado de que Laura le dedicó su tesis de doctorado. Pero en una investigación recientemente publicada junto con Juan Pablo, debieron ir aún más allá y llegaron a montar una verdadera obra de teatro para perros con el objetivo de entender qué hacen y cómo reaccionan nuestros amigos de cuatro patas ante una pelea entre los humanos con los que viven.

No me ladres

En otras especies sociales que tienen estrategias de posconflicto, como los lobos o los chimpancés, los investigadores van al campo y los observan hasta que se produce espontáneamente un enfrentamiento o algo de ese estilo. Pero dado que las discusiones de pareja suelen ocurrir en los hogares, Mariana sostiene que “es muy difícil instalarse en una casa y esperar hasta que el perro observe un conflicto”.

Laura, Juan Pablo y Mariana debieron sustituir entonces el trabajo de campo con el diseño de un experimento controlado, que permitiera medir las reacciones de los perros ante este tipo de situaciones. Para eso, fue necesario hacer una verdadera puesta en escena digna de una broma de cámara oculta.

Para empezar, convocaron a voluntarios para participar; tanto los humanos como sus perros debían cumplir algunas condiciones. Sólo aceptaron perros sin antecedentes de conductas agresivas o miedo excesivo, y con un tiempo de convivencia de al menos un año con sus dos dueños (que serían los “actores” que representarían la discusión).

Con el objetivo de evitar sesgos en la conducta de las mascotas, se equilibró el sexo de los dueños en el papel de “agresor” y “víctima” de la discusión en el total de experimentos, y se alternó de igual manera el rol de los dueños principales y secundarios de cada perro (es decir, los que tenían un vínculo más cercano o más tiempo de contacto diario con el animal, lo que se determinó a través de una serie de cuestionarios).

En total reclutaron 24 perros de ambos sexos y de distintas razas y mezclas, con sus respectivas 24 parejas de humanos que vivían con ellos.

Los experimentos se llevaron a cabo en cuartos de cada hogar, pero diseñados por las investigadoras con la misma dedicación que un escenógrafo teatral, con cuidado de que de las condiciones fueran las mismas en todas las evaluaciones. Por ejemplo, los lugares en los que se colocarían agresor y víctima durante y luego de las discusiones.

Una vez hecho esto, usaron cámaras para poder seguir en forma remota las reacciones de los perros. Sólo faltaba un poco de dirección de actores y que luego empezara la función.

Se abre el telón

Tomando como base un trabajo previo hecho por el mismo equipo, crearon una “obra” simple que las parejas debían interpretar para sus perros, con dos variaciones: una en la que se produjera una discusión (el grupo experimental) y otra en la que hubiera un intercambio normal (el grupo de control).

En la primera, la pareja forcejea por un objeto durante cinco segundos en el medio de la habitación y uno de los dos (el agresor) le grita al otro (la víctima), de mala manera y con mucha gesticulación, frases como “¡Siempre lo mismo! No puede ser. ¡Dejás todo tirado!”. El agresor se queda con el objeto y durante 25 segundos sigue gritando y gesticulando, mientras la víctima permanece en silencio, baja la cabeza, se la cubre con las manos, retrocede hasta una silla y se queda allí con la cara tapada. Pasado este tiempo, el agresor también se dirige a su lugar designado, lejos del lugar de la víctima (en todos los casos se pidió a los participantes que no reaccionaran a lo que hacían sus perros durante el experimento).

Situación experimental de conflicto (A) y postconflicto (B). Fotos: gentileza del grupo de investigación del comportamiento en caninos.

Situación experimental de conflicto (A) y postconflicto (B). Fotos: gentileza del grupo de investigación del comportamiento en caninos.

En la segunda variación de la obra, los dos integrantes de la pareja toman el objeto, y uno de ellos lo describe con un tono de voz neutro durante cinco segundos, con frases como “Esto es un balde de plástico, lo uso para limpiar la casa”. Luego se queda con él sin necesidad de forcejeo y continúa hablando con voz calma por 25 segundos, hasta que coloca el objeto en una silla ubicada en el medio de la habitación, mientras la otra persona retrocede un paso. Inmediatamente después, ambos se dirigen hacia sus lugares designados.

No es un guion que permitiría al equipo ganar un premio Florencio Sánchez o un Martín Fierro de teatro, pero fue muy efectivo para lograr lo que buscaban.

Para sacarle mayor partido a la actuación y que los dueños emularan lo mejor posible una discusión real frente a los perros, los propios investigadores –con Laura como una de las protagonistas– hicieron un video de orientación para los participantes, mostrando cómo debían actuar en cada caso. “La otra carrera que tiene Laura es de actriz”, bromea Mariana. El video puede verse en la versión web de esta nota.