Un libro y varios relatos sobre un lugar en el mundo en el que se recorta la historia del departamento de Colonia. Una narración que se parece a la infancia del autor, algo chueco por efecto de un zapato ortopédico, trayendo a la vida personajes pequeños, escenas cotidianas, historias locales que nos ayudan a comprender un pasado polifónico y complejo.

Chuequear es humano

Los viejos libros de Historia contaron a muchas generaciones sobre un mundo llevado por las riendas de héroes, próceres e iluminados. Respetabilísimos y bien encuadernados, esos libros eran los que leía mi abuelo paterno, los que mi abuela atesoraba como un legado y que había que pedir permiso para hojear. Yo me sentía observado por esos libros, altivos, magnánimos, cuidadosamente ordenados tras los vidrios de esas bibliotecas que se destinaban a lo más valioso de la casa.

Muchas generaciones se formaron leyendo historias de un Uruguay forjado por presidentes, caudillos, oficiales, doctores y cancilleres. Transmitían la impresión de que nuestra historia era una secuencia marcada por la acción de estas personalidades –varones por unanimidad-, seres predestinados para marcar el destino de una nación. Esas eran historias que caminaban derechito, sin vacilar, atravesando momentos agónicos, crisis y guerras intestinas.

Ese relato dejó en mis abuelos (¡y en tantos más!) la idea de que la historia era algo en lo que personas como ellos no tenían mucho lugar. No eran protagonistas, ni actores de reparto, ni extras, ni siquiera dobles de riesgo ¿Qué importancia podría tener para comprender el pasado la experiencia del empleado de una barraca, de una ama de casa en Rocha o de un trabajador del ferrocarril?

Quizá uno de los regalos más valiosos que nos deja el libro Historias Chuecas tenga que ver, precisamente, con una forma de comprender la historia a partir de los lugares y las personas pequeñas. Este libro surge en 2020 como una recopilación de memorias personales sobre la vida en Colonia Cosmopolita, y se renueva recientemente con una segunda publicación, en la que Carlos Delmonte Pons suma otros recuerdos y reflexiones personales. Ambos libros –conocidos amistosamente como “el uno” y “el dos”-, hacen de Colonia Cosmopolita el escenario de un conjunto de memorias situadas entre los años ’30 y los ’70, que se convierten en excusa para la reflexión amena, cálida como una charla de fogón. Junto a ese fuego imaginario, “Carlitos” –el narrador- nos interpela con discusiones existenciales y filosóficas, históricas, teológicas, y hasta deportivas.

Esa forma de comprender la historia como diálogo es lo que lleva a Carlos Delmonte a referirse a estos libros como “historias chuecas”. Podría haber escrito una “Historia de Cosmopolita” que caminara a paso firme, y en lugar de ello utilizó sus recuerdos para trazar un mapa incompleto, escenas a retazos de aquella localidad. El título anticipa a un narrador que contará su historia, pero esperando que otras personas agreguen la suyas, completando, corrigiendo o extendiendo ese rompecabezas; para que las historias “rengueen, pero de forma más elegante”.

Para seguir ese juego, los próximos párrafos son un diálogo con algunas protagonistas de esas historias. En este caso, tres mujeres que vivieron la Cosmopolita de Carlitos, y que se atreven a sumar sus recuerdos, con sus propias rengueras.

El Templo nuevo

El Templo nuevo

Gente como yo

-¡Pah-jarito!… -dijo Silvia cuando le propuse encontrarnos-. Uno cree que vive en el anonimato, y resulta que hay gente a la que le interesa tu opinión…

El estudio de la historia local y las vivencias de las ‘personas comunes’ ayudan a comprender mejor las características de una época. Podemos leer mucho sobre el “Uruguay de las vacas gordas”, el colegiado blanco, los controvertidos años ’60 o el surgimiento del Frente Amplio, pero esa imagen se enriquece más cuando incorporamos en ella una mirada desde lo local: la ciudad pequeña, el barrio, el paraje rural.

Entonces, cuando hacemos zoom en el mapa nos acercamos a las historias de vida y a lo cotidiano, a la realidad de una localidad a partir de la cual podemos representarnos una época. En Historias Chuecas, Colonia Cosmopolita es ese ‘lugar en el mundo’, que con sus particularidades y regularidades nos muestra una postal del Uruguay a lo largo de buena parte del siglo XX.

Silvia Benech y Susana Negrin son dos personas que se criaron en la Cosmopolita del libro. Sus historias contienen elementos similares a otras personas de su generación, aunque aparecen diferencias que las hacen únicas. Sus nombres quizá surjan en la guía telefónica, en el padrón electoral, en el registro de miembros de la iglesia local o en las fotos de un encuentro de coros.

Susana puede ser recordada por quienes pasaron por sus aulas en la escuela o en formación docente, y la historia de Silvia ocupa un lugar entre la de tantas familias dedicadas al tambo y la elaboración de dulce de leche. No sorprende, entonces, que ambas vean sus propias biografías como las de “personas anónimas”, de esas sobre las que el ojo de la historia nunca se detiene.

Pero en la conversación distendida estos recuerdos abandonarán el anonimato, y aunque al principio fluyen caóticamente, las anécdotas tienen un punto de anclaje en las ‘historias chuecas’ de Delmonte. Las escucho e imagino que en mi mochila el libro va encendiéndose en diferentes páginas, como si los recuerdos de ambas estuviesen despertando una y otra historia, evocándola, completándola o sumando matices.

Dónde conseguir el libro

En la Tienda del Museo Valdense (Colonia Valdense). Está abierta de martes a viernes, de 14.00 a 18.00. Los teléfonos para contactarlos son 45589372 y 098678595. También se les puede mandar un correo a [email protected].

Entonces empiezan a aparecer, como exhumados del pasado, los nombres, apodos y carácter de esas personas ‘como nosotros’ que dieron forma al entramado de esa Colonia Cosmopolita del siglo XX. Allí aparece el recuerdo de Alfredo Negrin, que hacía cuentos disparatados y que tiraba piedras a la luz de la esquina porque le impedía ver las estrellas; de Mario Baridon, condenado a ir cada verano a los “campamentos de niños débiles” para ser alimentado como ganado de engorde; o de Eduardo Carámbula, que enseñaba a cantar a los coreutas apretándoles la barriga con un himnario.

El club Wanderers, de pie a la izquierda Eduardo Negrin. Foto: Gentileza: Susana Negrin

El club Wanderers, de pie a la izquierda Eduardo Negrin. Foto: Gentileza: Susana Negrin

De ese vasto álbum de personas y personalidades también surge Elías Ganio, con su vino ‘católico’ y su tonada cocoliche; y Carlitos Lausarot, que había traído el primer televisor de la zona, algo que la gente venía de lejos para contemplar:

-No me puedo olvidar de Ilda, la esposa de Carlitos, que tejía sin mirar las agujas para no perderse la transmisión del día –cuenta Susana-. Y nosotros caíamos en su casa, quince o veinte a sentarnos en el piso, y ellos nos dejaban pasar. ¡No sé cómo nunca nos echaron! Bueno, imagino que en cierto sentido disfrutaban recibiéndonos.

Lógicamente, entre las anécdotas tienen un lugar privilegiado las travesuras de la niñez o las personalidades más especiales. En ambas categorías aparece el recuerdo de Alba Risso, una mujer oriunda de Montevideo que había llegado a la zona junto a su esposo Darío. Si bien Darío era nacido en Cosmopolita, para Alba había sido difícil esa adaptación, y su personalidad había causado más de un chisporroteo. Silvia recuerda que “tenía un carácter bravísimo”, tanto que los niños con solo verla apuraban el paso.

-Ella se sentaba en el murito de su casa a la hora de la salida de la escuela, y desde ahí veía a los niños cuando salían. Cuando pasaban, ahí los paraba y les gritaba alguna cosa…

-Una vez nos paró a todos juntos –agrega Susana- para retarnos porque le habíamos dicho a su hija que era una “bolsa de harina”. Los que venían a caballo ya imaginaban que se venía el reto, entonces le pegaban al caballo para pasar a toda velocidad. “¡Y que sea la última vez que le dicen a mi hija ‘bolsa de harina’!” –les gritaba ella.

Varias generaciones pasaron por esa escuela y también pasaron frente al murito de Alba. Quedó el recuerdo de una mujer firme, acostumbrada a defender lo propio con los dientes, y a no callar lo que pensaba.

-Sergio, uno de mis hijos, le tenía terror… -cuenta Silvia-. Por eso cuando pasaba en bicicleta la saludaba siempre, con la sonrisa más grande que tuviera. Pero lo hacía porque le tenía miedo y no quería que le gritara algo. Entonces un día viene Alba y me dice: “¡Pero qué simpático ese nene tuyo…! ¡Cómo me saluda!”. Y yo me moría de risa, porque en realidad él le tenía terror.

Templo nuevo (actual).

Templo nuevo (actual).

Fiestas, bailes y torneos.

Colonia Cosmopolita surge en el último cuarto del siglo XIX por acción de una de las tantas empresas colonizadoras que en la época adquirían tierras y fraccionaban para la venta a inmigrantes.

En este caso, la mayoría de los pobladores serían familias valdenses del Piamonte, pero sabemos que hubo pobladores anteriores, y que otras familias también se incorporaron a la colonia en aquella época (1). Este origen marcó otra singularidad de la colonia, porque la iglesia valdense funcionó allí como una institución que dinamizaba mucho más que la vida religiosa de la localidad: era una espacio de sociabilidad, de expresión cultural (con coros, grupos de teatro, torneos deportivos), importante incluso para el desarrollo económico de la zona.

Silvia y Susana recuerdan con especial encanto los campeonatos de voley y atletismo, las fiestas de la cosecha –con el inconfundible licuado de durazno-, el “Torneo de las Cuatro Esquinas” o los festivales de la Unión Cristiana de Jóvenes, para los que se armaba un gran escenario al aire libre. Susana señala a un lado y otro, recreando con gestos y movimientos los espacios y los diferentes momentos de la fiesta: los números de baile y canto, la poesía, las representaciones.

Hay cosas que te quedan y no te olvidás más: una es de una vez que vinieron los Curbelo, desde salón Sauce. Para hacer su presentación habían averiguado cosas de la gente de acá: quién hacía dulce de leche, quién era así o asá. Y los representaban y hacían chistes. Y tampoco puedo olvidarme de una vez que vino Lilio Pons desde Reconquista –Santa Fe-. Había venido especialmente con su mujer para bailar un chamamé. Cuando subieron al escenario… ¡llorábamos de risa! Pero nos reíamos de puro ignorantes que éramos, porque no conocíamos el chamamé, nunca lo habíamos visto. Ese chingui-chingui-chingui-quichingi nos parecía rarísimo, y mis amigas y yo llorábamos de la risa. No estábamos acostumbradas a ver ni oír el chamamé…

Sobre los bailes, Silvia recuerda que en cierto momento se había vuelto una moda organizarlos en la Sociedad de Fomento: “y se armaban las tales fiestas”. Poco tiempo atrás, un muchacho que estaba cortando pasto y limpiando ese terreno se encontró con una planchada bastante grande. Era la pista de baile, vestigio arqueológico de aquellas fiestas.

-Aunque en ese entonces los valdenses no bailábamos mucho –recuerda Susana-. No porque no se pudiera, el que podía bailaba. ¡Lo que pasa es que éramos unos troncos! Para el deporte y para cantar todo muy bien… pero el baile…

Sociedad de Fomento. Silvio Baridon, Salomón Rostan, Eustaquio
González, Carlos Marfurt, Denis González, Segundino Colman, Vico Pons, Fausto
González, Ernesto Baridon y otros, año 1950. Foto: registro personal de Eduardo Negrin.

Sociedad de Fomento. Silvio Baridon, Salomón Rostan, Eustaquio González, Carlos Marfurt, Denis González, Segundino Colman, Vico Pons, Fausto González, Ernesto Baridon y otros, año 1950. Foto: registro personal de Eduardo Negrin.

Hay historia en lo cotidiano: de Wanderers al almacén.

“-Deme un kilo de yerba, dos panes de jabón Bao, una lata de té, una bolsita de azul para la ropa, dos kilos de azúcar y dos de harina. -A ver… son cinco pesos con veinte centésimos. -Aquí tiene. ¡Hasta la semana que viene” (de Historias Chuecas I, p.74)

Más allá de las fiestas especiales, la vida de Cosmopolita y los vínculos se estrechaban en aquellos espacios de sociabilidad cotidianos, como el almacén de Eduardo y Betty, la escuela 21, el club Wanderers o la peluquería de Esteban Delmonte. Esta última tiene en Historias Chuecas un lugar especial, por haber sido para el autor una extensión de su propia casa; ese lugar donde la conversación del padre y los clientes traía novedades y temas de discusión, minucias del mundo adulto de las que ‘Carlitos’ podía captar pequeños retazos.

La peluquería era una verdadera agencia de noticias, porque allí los clientes desempacaban sus novedades, pero también porque el local funcionaba como central telefónica y oficina de correos. ¿Se imagina todo lo que pasaba por ahí?

Capítulo aparte merecía la escuela, no solo por las anécdotas de lo que ocurría a la salida, sino porque ella era un espacio de formación para la vida en la comunidad. En los años ’40 –cuando Carlitos frecuentaba esas aulas-, la escuela mantenía el sueño vareliano de formar en igualdad, al hijo del tambero como al del peón, al criollo y al extranjero, al de familia católica, atea, protestante o sin confesión. Por aquella escuela rural pasaban todos los niños y niñas de la colonia, con la costumbre de entrar y salir cantando canciones que las maestras componían.

Quizá en esa escuela Carlitos aprendió también el arte de la observación silenciosa, esa que después se traduce en relatos que nos transportan a lugares cotidianos como los viajes en la ONDA o en el “Expreso Boquense”, donde reaparece la educación como tema de conversación:

“…venía cargado de maestras que iban a Colonia a cobrar su sueldo en la Inspección Departamental. Venían de Valdense y de Rosario, subieron más en radial Juan Lacaze, luego Tarariras y Riachuelo (…) La genialidad de un grupo de maestras es que hablan todas juntas, al mismo tiempo. Los temas para mí eran bien conocidos, la conducta de los alumnos en clase, las dificultades con la Inspectora, el sueldo bajo, el sacrificio de ir a una escuela mal ubicada (…) si les descontarían los días en que hicieron huelga o si valía la pena estar afiliadas al sindicato. Los temas se sucedían en el griterío, y el ómnibus parecía una jaula de loras” (De Historias Chuecas II, p.183).

Si en los cuentos de Juceca -Julio César Castro- existía el boliche “El Resorte” como lugar de encuentro, donde los parroquianos desahogaban penas con queso y mermelada ‘para picar’, en Cosmopolita un lugar entrañable era “el almacén de Eduardo y Betty”.

Había surgido junto con la colonia como Casa Comercial de Loaces, y mucho después pasó a ser atendido por Betty Benech y Eduardo Negrín, los padres de Susana. Ubicado en el ‘centro’ de Cosmopolita, frente al templo valdense, no deberíamos engañarnos diciendo que el lugar era solo un comercio de ramos generales.

El almacén era un espacio de sociabilidad privilegiado donde la gente se encontraba y las noticias se dispensaban como si fueran un kilo de harina, jabón Bao o un par de alpargatas.

-Recuerdo todo el almacén, todo lo que se vendía y la gente que pasaba- cuenta Susana- También me acuerdo de salir con mi padre en la camioneta, a hacer los repartos hasta la Boca del Rosario. Pero se fundió con la crisis económica de mediados de los años 50, creo que por el 1958 o 1959. El almacén venía mal, costaba cobrar las cuentas y papá era incapaz de salir a cobrarle a la gente.

-Le daría vergüenza... -explica Silvia.

-No sé... Yo sé que él era un bohemio, no sé, un artista. Le gustaba cantar, dibujar, leer, jugar al fútbol, el atletismo. Pero no sé si era una persona para tener un almacén. Eso fue idea de mi madre, estoy segura. La verdad que la crisis afectaba a todos, y lo que precipitó el fin del negocio fue que el panadero que abastecía el almacén no pudo pagar las cuatro cubiertas nuevas que había comprado para su camión de reparto. Mi padre era la garantía y tuvo que hacerse cargo de la deuda. Cerraron. Mi madre se las ingenió para cobrar lo que los clientes debían, entregaron el teléfono, vendieron el juego de living y permutaron la camioneta por un tractorcito Fordson. Fue una herramienta que sirvió para reconvertirse. Años duros aquellos. Ellos tenían 35 años y ya tres hijos…

Mientras duró, el almacén de Eduardo y Betty fue “El Resorte” de Cosmopolita, el cruce de caminos en el que la gente hacía la compra semanal, preguntaba por los conocidos, traía novedades de Juan Lacaze o Rosario. Pero también oficiaba como “espacio de usos múltiples” para funciones de cine y otras actividades ‘de avanzada’.

Allí Carlos Delmonte llegó a ver las películas de Los Tres Chiflados, Sandrini o Pepe Arias, e incluso alguna de Mirtha Legrand, “que aunque usted no lo crea, ya existía”. Aunque el almacén no era formalmente un boliche, su ubicación se prestaba para ese rubro, sobre todo cuando había sed:

Mi abuelo Pablo Negrin tenía un potrero –dice Susana-, y ahí jugaban al fútbol. Él, mi padre, todos mis tíos. Un cuadro que se llamó “Wanderers”. Jugaban todos los domingos y después se iban al almacén a tomar algo. Y tenían unas mesitas de esas redonditas, donde jugaban al truco. Ah… ¡se había armado una controversia! Porque, ¿vos sabés lo que era abrir un boliche los domingos, frente a la iglesia? ¡Pero si eran todos los mismos que se juntaban, todos parientes! Pero muchos desde la iglesia decían que a pasar la tarde ‘había que venir acá, no ahí’. En aquel momento eso fue algo muy controvertido, y criticado.

En Cosmopolita, tanto como en Tarariras, San Pedro o Valdense, el siglo XX fue creando distintos espacios de sociabilidad, en los que se ponían en juego formas de poder, visiones del mundo, costumbres y valores éticos.

En la década del ’50, los jugadores de Wanderers que se sentaron a jugar al truco frente a la iglesia, los bailes en Rosario o la posibilidad de hacer el liceo en Juan Lacaze nos dan la imagen de un tiempo de transición; de localidades pequeñas que antaño habían sido un mundo que giraba sobre sí mismo, con la iglesia como eje. Ahora los espacios de sociabilidad se ampliaban, y con ello también las personas y realidades a conocer.

Almacén de Eduardo y Betty, año1952. Foto: gentileza Susana Negrin

Almacén de Eduardo y Betty, año1952. Foto: gentileza Susana Negrin

Recuerdos para continuar.

En el primer Historias Chuecas, Carlos Delmonte incluye un conjunto de textos que había escrito especialmente para su sobrina Sonia. Darío –esposo de Alba-, había fallecido en 1972 luego de un accidente de tránsito, cuando Sonia era pequeña. Siendo ya más grande, Sonia decía que le costaba recordar a su padre, lamentaba que las malas pasadas de la memoria infantil le hubiesen hecho perder muchas vivencias. Fue por eso que Carlos le escribió un cuadernito, que llamó “Sonia quiere recuerdos”.

La historia de Sonia es uno de los tantos hilos que componen la trama de Historias Chuecas. En cierto sentido, es una historia a través de la cual podemos ver cómo la memoria puede tener una acción terapéutica, ayudar a restañar las heridas, recomponer identidades o dar un sentido a lo que somos hoy. Sonia, como yo o como usted, tenía la necesidad de saber algo que por sus propios medios no podía conseguir. Como usted, o como yo, necesitaba que otros la ayudaran a recordar, que alguien más la acompañara en ese trabajo difícil de reconstruir lo que parecía perdido: la imagen del padre, su carácter, las charlas con el abuelo Esteban, la vida en Montevideo junto a su hermano ferroviario, el afecto de Alba; la vuelta a Cosmopolita y la casa improvisada en un galpón, la huerta como medio de vida, la pasión con que leía Marcha, el vínculo con los obreros de Campomar, la cooperadora de la escuela y las actividades de la iglesia.

-Para mí el libro fue una emoción tremenda –dice Sonia-. Yo tenía nueve años cuando falleció mi papá, y no tuve tiempo para preguntarle sobre su vida, su juventud y niñez. No tuve tiempo para que me contara esas cosas. Entonces le pedí a tío Carlitos que me compartiera sus recuerdos de mi papá, y fue así que me escribió ese librito. Ahora, cada vez que lo leo me produce una emoción tremenda. Porque es algo muy personal.

Dicen que hacer memoria es una tarea trabajosa, porque al recordar intentamos rescatar lo perdido, arrancar retazos del pasado de las aguas del olvido. Además, hacer memoria no es solo un acto racional, es un trabajo removedor, difícil de hacer en soledad.

En el libro, “Sonia quiere recuerdos” es un testimonio no solo de Darío y de la Cosmopolita de mitad de siglo, sino también el ejemplo de una memoria que se construye en forma comunitaria. Porque necesitamos de otros/as para hacer memoria, comprender eso que somos y lo que podría llegar a ser. Necesitamos de los recuerdos de los demás para que nos sirvan de tutor, para agregar piezas en los espacios vacíos, para corregir nuestras chuequeras o detenernos en lo que antes no habíamos visto.

-Yo siento que estoy adentro del libro, me veo ahí-. cuenta Sonia con la vergüenza de quien se sabe algo protagonista.

Sonia, Susana y Silvia se encontraron en las páginas de Historias Chuecas. Seguramente podrán encontrarse allí también quienes compartieron con el autor una época, o quienes hoy viven en Cosmopolita y conocen los desafíos del presente. Es seguro que otras personas podrán encontrar en este libro la imagen recortada de un pasado cercano, y de un presente que ayuda a comprender también otras realidades. Aunque nunca hayamos vivido en Cosmopolita, las Historias Chuecas nos devuelven una imagen del mundo con la que podemos entrar en diálogo.

(1) Sobre el accionar de las empresas colonizadoras en el siglo XIX y los conflictos generados en torno al surgimiento de la Colonia Cosmopolita, recomendamos el libro “La Modernización en Colonia” de Sebastián Rivero Scirgalea (Colonia, Ed. Torre del Vigía, 2015, páginas 52 a 66)

Silvia y Susana.

Silvia y Susana.

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