El músico Eduardo Gilardoni, recientemente fallecido, fue un compositor e intérprete de clave, nacido en el departamento de Colonia, en la localidad de Conchillas. A través de la siguiente entrevista, realizada a fines de la década de 1990 y rescatada del archivo personal de este cronista, queremos evocar su infancia en los pagos colonienses y su posterior trayectoria nacional e internacional.
También resulta oportuno rendir homenaje al compositor, uno de los más destacados a nivel coloniense y uruguayo. Su obra, al igual que la de otro pianista y compositor nacido en el departamento durante el siglo XIX, el músico ciego Miguel Hines González Amores, merece ser difundida y revalorada.
Transcurría el año 1997 cuando fuimos a la casa del compositor Eduardo Gilardoni. Era un antiguo caserón, ubicado en planta alta, próximo a la Facultad de Derecho y a la Biblioteca Nacional, en Montevideo. Allí, rodeado de sus cosas, un añejo clavicordio y mobiliario traído de Conchillas, recreamos por un momento su mundo personal, más o menos constante a lo largo de los años y desde su niñez.
¿Cómo fue su infancia en Conchillas? ¿Vivió parte del apogeo de las canteras?
Estuve allí hasta los quince años. Me vine en un momento muy especial: el año en que se vendió el pueblo con todos sus habitantes. Lo compró un particular, dando la posibilidad a las personas para adquirir sus casas. Se interrumpió de ese modo la tradición europea que lo caracterizaba, ya que era un pueblo inglés formado por inmigrantes.
Toda la gente que trabajaba eran extranjeros y pocos criollos. Mi bisabuelo, que era francés, experto en piedra, vino a dirigir la extracción. La piedra y la arena de Conchillas era de muy alta calidad. Con ella se hizo el puerto de Buenos Aires.
El pueblo tenía una vida social muy activa. El hotel siempre funcionaba a full. Se tomaba el té, se tocaba música y se bailaba. En todas las casas de los directivos había vajilla de plata. Había cuatro canchas de tenis en el Hotel. Una diversión de niños era subirnos en el último vagón donde se transportaba la piedra. Paseábamos cinco quilómetros así.
Crecí en una casa donde siempre se oía música. Mi padre tocaba el piano y la guitarra, y mi hermana el piano. Éramos seis hermanos, yo el menor. Mi tía, Mercedes Chedebeau, nos crio a nosotros. Era maestra rural, siendo la primera que desarrolló los comedores escolares en campaña, dando de comer a los niños con ayuda de vecinos. Estaba como directora de la Escuela de San Juan por aquel entonces. Y ahí fui todos los años de primaria. Permanecía una semana en San Juan y el viernes ya volvía para Conchillas.
Asistí al liceo en Carmelo. En esa ciudad tomé clases de piano con una profesora. No le entendía demasiado y dejé de ir. Tiempo después, cuando un día ella vino a Conchillas, yo le dije: “Sabe profesora, que dejé de estudiar el piano”. Entonces ella me respondió: “Ah, qué suerte. Yo no me animaba a decirte, pero nunca te encontré condiciones para la música”. Le agradecí en ese momento. En el fondo no me dolió, ni siquiera me importó. Pero cuando llegué a Montevideo y me puse a estudiar, el día en que di mi primer concierto, le envié el programa.
¿Y cómo fue ese traslado a Montevideo?
Nos mudamos todos, pues nadie quiso quedarse en el pueblo. Mi hermano mayor siguió medicina y otro química. Cuando mis padres notaron que mi inclinación era por la música, supieron que no podían permanecer en Conchillas.
Mis estudios musicales fueron muy rápidos. Venía decidido a lo que iba a hacer. No quería ser un concertista famoso, aunque tuve que dedicarme a la interpretación. Me interesaba la música en general. En especial la composición y el canto. Por eso estuve ligado a varios maestros de canto. A la larga realicé casi una especialización en ese terreno.
Vine de Conchillas y terminé el cuarto año de secundaria en el liceo Larrañaga. Pasé más tarde a la Facultad de Humanidades para hacer musicología. Continué estudiando el piano con la familia Giucci, en el liceo musical Franz Liszt. Allí empecé a componer. Aunque en el fondo soy autodidacta. Siempre fui muy impulsivo y no me agrada someterme a un método fijo. Esto durante años me acarreó un complejo. Tenía muchos compañeros que estudiaban composición todo el día, vivían estudiando, y escribían cuartetos y cosas. Gente que nunca hizo nada después, que solo se llenó de papeles. Pero ellos me echaban en cara que yo debía estudiar más seriamente. Cuando a los años estuve en España, para un festival de juventudes musicales, hallé la respuesta a ese asunto. Tocaba un violinista que había estrenado toda la obra de Bela Bartok para ese instrumento. Y en el programa se incluían diversas opiniones de Bartok sobre la música. Una que me marcó fue la siguiente: “El piano es un instrumento que se puede enseñar, pero compositor se es o no se es”.
Yo me siento compositor. Por supuesto que la parte teórica ayuda y es importante. No por nada analicé toda la obra de Schönberg y su tratado de composición. Además de oír mucha música.
En 1964 viajó a Europa, a España. ¿Cuál fue su experiencia allí?
Estuve dos años aproximadamente. Me perfeccioné en el piano con Alicia de la Rocha y en la técnica del acompañamiento vocal con Conchita Badía, gran cantante [soprano] y pianista, la última alumna de Enrique Granados. En verdad una madre espiritual para mí.
La permanencia en España fue a raíz de una beca del Instituto de Cultura Hispánica. Conocí a Joaquín Nin-Culmell, hijo del famoso compositor hispano-cubano del mismo nombre. Y a Federico Mompou. De ambos recibí consejos acerca de distintos aspectos musicales.
¿Cómo fue su trayectoria en la composición?
El que me impulsó a que yo escribiera algo para orquesta sinfónica fue Carlos Estrada. A él le gustaban mucho mis partituras. Siempre me pedía una obra para la Banda Municipal, que él creó. Entonces realicé la orquestación de nueve canciones, con cuerdas, y para voz de barítono o contralto. Se las llevé justo el día en que murió. Y quedaron sin ejecutarse, hasta que un día se hicieron por una orquesta del MEC. Tengo también un divertimento para clave y cuerdas, sin estrenar [en el año 1997], que hace tres años la filarmónica me promete interpretarlo, pero hasta ahora no lo ha hecho.
Sin embargo, prefiero la música de cámara y las micro formas. Escribo principalmente para canto y piano, pues empleo los materiales que tengo disponibles y con los que trabajo. La música para gran orquesta es difícil de difundir.
Para las canciones he utilizado textos de poetas españoles y uruguayos. Entre los españoles hay un ciclo sobre García Lorca, además de poemas de Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas y otros. De los nacionales Juana de Ibarbourou y Esther de Cáceres.
He compuesto pocas obras corales. Escribí música infantil y para teatro. Sobre las obras de García Lorca para la comedia nacional.
En cuanto al estilo, puedo decir que fui mucho más moderno de joven que ahora. Porque a los 16 años ya había leído toda la obra de Alban Berg, de Schönberg y de todo el grupo de Viena. Y no se puede evitar la influencia. Apareciendo canciones mucho más atrevidas a los 20 años que en este momento. Pero eso a mí nunca me importó. Yo hago música y basta. Que se fijen en esos detalles los musicólogos.
¿De qué forma se dieron sus contactos con el ambiente musical de América?
A la vuelta de España viajé por América. Fui al Brasil, donde interpreté obras mías en el Museo de Arte de San Pablo. También en Paraguay. En Santiago de Chile, por 1967, se estrenó mi ballet en homenaje a Mary Blyton. Ese ballet lo escribí en Barcelona en 1965. A Chile después fui en reiteradas ocasiones. En Argentina actué muchísimas veces. Desde hace cuatro años viajo todos los años a Estados Unidos para dar clases de interpretación de música vocal a la Universidad de Charleston. Conozco a varios compositores brasileños y argentinos. Somos muy amigos con Carlos Guastavino. Tengo archivada una inmensa correspondencia suya. A él le gustaba escribir muchas cartas. Siempre me reprochaba que yo le escribiera una vez cada mes y medio.
¿Qué opina de la difusión de la música clásica uruguaya?
A nadie le ha interesado apoyar la música. A ningún gobierno le motivó promocionar la obra de los compositores uruguayos. De Fabini, de quien tanto se habla, hay muy poco editado y se hace difícil conseguir grabaciones. A Lamarque Pons en vida nadie le dio importancia. Tocaba de noche en los cabarets y dormía tres horas. Así se murió. Ahora, después de muerto, le ponen el nombre a una calle y estrenan todas sus obras.
En el Uruguay todos no podemos vivir de la composición. Salvo que uno sea una persona de familia rica. Si no se tiene que dar clases, conciertos o hacer cualquier cosa para subsistir. No por eso hay que desanimarse, por el contrario, verlo como un reto y superarlo. A la larga quedan las obras. Mientras tanto, uno hace lo que le gusta, es decir, componer.