Desde la escuela, todos conocemos la frase “Cuando me quede sin soldados, pelearé con perros cimarrones”. Seguramente en el mausoleo de José Gervasio no adorna las paredes ni siquiera en letra chica, pero el mito, la leyenda, el boca a boca o vaya a saber qué, asegura que dichas palabras salieron de la boca del general en plena lucha por la independencia. Lo cierto es que el cimarrón uruguayo, joven con respecto a otras razas caninas, es nuestro único perro autóctono.

Eruditos en el tema consideran que sus antecesores ingresaron a la región durante la conquista española y portuguesa, en los siglos XV y XVI, sin que se detallen datos precisos de su linaje. Su aparición no tuvo la misma suerte que muchas razas que se sumaban a las flamantes urbes como exóticas, y gozaban así de privilegios relacionados con el estatus que generaban. Un rápido crecimiento, más que nada en el ámbito rural, llevó a que se formaran jaurías alejadas de los centros poblados y, por lo tanto, casi en estado natural. Lo salvaje conlleva una alimentación no controlada por el humano, y por eso el ganado –clave para el desarrollo económico de la época– sufriría las consecuencias.

Esta involución originó el nombre de la raza. Cimarrón se entendía como todo lo que, habiendo sido doméstico o civilizado, volvía a un estado silvestre. Eran tantos los perros que coparon los campos orientales que allá por el año 1730 los documentos dejaron registrado ese suceso. El padre Gervasoni, sacerdote jesuita, escribía entonces: “No he visto en país alguno perros en tan gran número”.

Esta información luce más como un dato del Instituto Nacional de Estadística que como un informe sobre las consecuencias que generaban estos animales en los campos. No obstante, pronto llegaron relatos que hablaban de cuevas cuya entrada “parece un cementerio por la cantidad de huesos que la rodean” y quizá, producto de cierto alarmismo clásico de la época, Gervasoni imploraba al mismísimo cielo que “faltándoles la cantidad de carne que encuentran ahora en los campos, irritados por el hambre, no acaben por asaltar a los hombres”.

Evidentemente las autoridades estaban al tanto del problema y no tardaron en organizar matanzas masivas, que dejaron a cargo de la población toda. Estaban obligados a realizarlas desde aristócratas y hacendados hasta los gauchos errantes. Fue tal la exigencia de la norma que los perros domésticos corrieron con la misma suerte; se limitó a cuatro el número de canes permitido en los hogares, que debían además permanecer atados durante el día y podían acceder a una especie de libertad condicional de noche (el límite lo marcaba la madrugada). El éxito de esa campaña fue rotundo: para 1788 se contabilizaban más de 300.000 perros eliminados.

Algunas hembras afortunadas lograron escapar del exterminio y se exiliaron en los montes del río Olimar y en otras zonas poco pobladas, logrando así preservar el linaje. Con el tiempo, muchos terratenientes del actual departamento de Cerro Largo retomaron la cría de estos perros, ya que eran bastante buenos en el trabajo con ganado y en la defensa de sus propiedades. De esta manera, sin querer queriendo lograron mantener la raza hasta hoy.

Quienes la valoran, destacan entre sus atributos que son guardianes y fieles, así como su habilidad para trabajar con el ganado y como cazadores de jabalíes. Actualmente existe una sociedad de criadores del cimarrón uruguayo. En 1989 la raza fue reconocida oficialmente por la Asociación Rural del Uruguay y el Kennel Club Uruguayo, y en 2006 también fue catalogada como raza pura por la Federación Cinológica Internacional (que agrupa a los kennel clubs del mundo).

Estos perros pesan aproximadamente entre 33 y 45 kilos, miden entre 55 y 63 centímetros de altura y tienen una esperanza de vida de unos 12 a 14 años, aproximadamente.

Esta raza, que el Ejército uruguayo toma como oficial, no presenta problemas a destacar en materia de salud, carácter y trastornos congénitos, aunque puede padecer enfermedades que son características de los perros de gran porte; la displasia de cadera, de codo o de rótula y la torsión del estómago son las afecciones que más se destacan entre la población cimarrona. Para un normal desarrollo cognitivo y comportamental, este tipo de perro necesita espacio, salidas frecuentes y ejercicios.