En 1940, cuando en plena Segunda Guerra Mundial Francia era invadida por los alemanes, también ocurría en aquel país el hallazgo de una de las mayores obras de arte prehistóricas. En los campos de los Labrousse, una familia noble gala que vivía próxima a Montignac, en la región de Aquitania, había una leyenda sobre una cueva. Se decía que durante la Revolución francesa un sacerdote de la familia se había refugiado en ella y que luego la entrada había sido tapada para ocultar un tesoro.
Un siglo después, en 1920, un árbol fue derribado por una tormenta, dejando en evidencia la entrada a la supuesta cueva de la fortuna. Sin embargo, el desenlace debería esperar otros 20 años, ya que los paisanos decidieron no ingresar y la volvieron a tapar, tras la desaparición de un burro que cayó por el hueco.
El 8 de setiembre de 1940 Marcel Ravidat, por entonces un pibe de 17 años, se puso el traje de Indiana Jones y, junto con su perro Robot, salió a buscar la famosa gruta del tesoro. Habían pasado horas de rastrillaje y frustración cuando Robot comenzó a ladrar entre los matorrales; su entusiasmo estaba dirigido a un hoyo de no más de un metro de diámetro y metro y medio de profundidad. Incentivado por el joven, cual perro en la playa, escarbó hasta que logró abrir un orificio para confirmar la leyenda. Pero era de noche y la expedición debía esperar. Marcel volvió con tres amigos y, luego de horas de minuciosa labor, lograron abrir un pasaje que facilitara la entrada del muchacho.
Después invitó a sus amigos a descender: lo primero que encontraron fue el esqueleto del burro desaparecido 20 años antes. Unos 40 metros más adelante, los jóvenes se enteraron de cómo era el famoso tesoro. Cual Capilla Sixtina, el techo entero de la cueva estaba tapizado con pinturas de caballos y toros y, según describieron tiempo después, lo que vieron era “una cabalgata de animales más grandes que la vida pintada en las paredes y el techo de la cueva y cada animal parecía moverse”.
Pero los muchachos no se apresuraron en dar a conocer la noticia y se dedicaron a explorar el sitio de manera autodidacta por varios días más, hasta que decidieron contárselo a León Laval, un maestro jubilado de la comunidad. Al llegar hasta la cueva, al principio el veterano se resistió a ingresar, un poco por incrédulo y otro poco por temeroso. Finalmente pudo corroborar que el hallazgo era de verdad importante y la noticia no tardó en llegar a Henri Breuil, la mayor autoridad en arte paleolítico de la época, que pasó meses estudiando el hallazgo.
En los 80 y tantos metros de longitud que tiene la cueva, se contabilizaron entre pinturas y grabados unos 1.963 vestigios gráficos; casi la mitad son animales. El más repetido era el caballo, representado 364 veces, seguido de 90 ciervos, unos cuantos toros y unos pocos bisontes. Sin embargo, aún resta descifrar unas 300 pinturas de animales de los que no se pudo identificar la especie.
Rigurosos estudios científicos concluyen que las pinturas tienen al menos unos 17.000 años de antigüedad; es un descubrimiento significativo, ya que se trata de uno de los primeros ejemplos conocidos de arte.
Ocho años después de haber sido descubierta, la cueva se abrió al público. La guerra había terminado y hacia 1955 unos 1.000 turistas ingresaban diariamente al lugar. Sin embargo, 15 años después debió ser cerrada nuevamente, ya que los niveles de dióxido de carbono emitidos por los visitantes empezaron a deteriorarla. Junto con los focos de luz utilizados, la respiración de los curiosos iba desvaneciendo lenta pero eficazmente los pigmentos de las paredes.
Marcel, nuestro joven Indiana, trabajó en la cueva hasta que fue clausurada. Murió en 1995, a los 72 años de edad. Poco se sabe de las aventuras posteriores de Robot, genuino descubridor del lugar, aunque en 1974 el autor estadounidense Guy Davenport escribió un cuento corto titulado “Robot” para honrarlo.