Todavía hace falta prender la estufa cuando Joaquín Pastorino y Mauricio Pizard abren su casa del Prado para dar una panorámica del trabajo que detallan en Huertas. Guía de prácticas agroecológicas biointensivas, su tercer libro junto a Grijalbo. El satinado de las hojas de las acelgas que crecen en el fondo podría ser prueba suficiente, pero se trata de una cuadra prolífica, donde el hábito parece contagioso, y hay vecinos que incluso cultivan verduras en la vereda.

Mauricio estudió arquitectura y Joaquín ciencias económicas, pero la plataforma Garage Gourmet los fue ganando. Joaquín se enfoca en la producción editorial, de los eventos o de los talleres que están organizando junto al estudio Gaucha. El local de Ollas, inaugurado hace un año en Mercado Ferrando, fue otra escala de un impulso gastronómico que se materializa de distintos modos.

A propósito de esto, la noticia es que vuelven en formato feria el 2 y 3 de octubre, el Fin de semana del Patrimonio, como cantina del viejo Mercado Modelo, en medio de una serie de activaciones que pondrá en marcha la Usina de Innovación Colectiva de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo con la Intendencia de Montevideo (entonces quedará inaugurado el Espacio Campo).

Manos a la tierra

La visita los encuentra preparando los almácigos, “como para adelantar la estación, porque no se pueden plantar hasta la última helada, si no te los quema. Mientras, los canteros y bancales que tenemos en el fondo están con lo de invierno. Hasta último momento no los cosechamos”. Así que con cajas o con nailon procuran distintos modelos de invernadero.

“Es un huerto biológico, no es químico, no le agregamos nada. Es distinto de la agricultura convencional de la agroindustria. Tenemos repollos florecidos, mucha cosa de invierno, las habas y las arvejas las vamos cosechando a medida que están, y lo que hacemos es asociar cultivos que vienen mejor de esa manera”.

Lo ornamental se alía con lo comestible; las legumbres abonan el suelo; las magnolias y los tulipanes, las rosas y las bromelias (alguien nombra a Marosa di Giorgio), el guaviyú y el tamarindo, la casita para pájaros, las tunas y los bonsái ostentan. “Acá tenemos flores y por allá frutales, un ciruelo, un damasco, todo está para brotar porque es de verano. Ese es un olivo; cada uno nos da de acuerdo a la escala que está plantado. Por ejemplo, el membrillo nos dio nueve la última vez. Nos da poco”, cuenta Mauricio, que no lleva un diario de huerta, ni siquiera una libreta, simplemente se acuerda de cada planta y su devenir. Con los membrillos, por cierto, elaboraron jalea.

Un sistema que utilizan en muchos casos son bancales lasaña, “que son elevados, no tienen fondo y tienen cartón, ramas de poda, por ejemplo, pasto seco, compost y arriba recién tierra. Entonces, el volumen de tierra es muy bajo y lo de abajo se va compostando siempre, tiene muchos microorganismos, es un sistema biointensivo. Las lombrices rojas, no las de tierra, van comiendo y liberando nutrientes para que las plantas los asimilen mejor”.

En el recorrido de canteros señala de memoria -no hay carteles- dalias enanas, hierbabuena, rábanos, zanahorias, rúcula, cilantro, eneldo, “para curar pescado”, piretro, “que se usa para hacer biopreparados que ayudan a ahuyentar a los insectos”, aunque también recurren al jabón potásico, a la tierra de diatomeas, todo para no intoxicar. Y tienen caléndulas, que también encantan a las plagas, y agapantos, planta-trampa para caracoles. Todavía rememoran con aires de sacrilegio cómo en aras de lograr buenas fotos para su libro permitieron que las pestes invadieran el huerto el verano pasado.

El terreno total comprende 450 metros cuadrados, pero hay que descontarle, además de la edificación principal, la casa del fondo, donde vive el padre de Joaquín; la huerta la van acomodando en los sectores más beneficiados con el sol. “Conviven lombrices, bichos de la humedad, está bueno, y acá tenemos lo que más nos gusta”, dice Joaquín señalando el “hotelito de insectos”. Cuenta que en las noches se calzan las vinchas con linterna, como mineros, y salen a “hacer redadas”. La idea es descubrir caracoles, ciempiés, plagas en general. Si una hoja cae en la tierra, explica, como son fotosensibles, de día no la van a atacar, pero de noche esa escena es como un registro acelerado de la vitalidad al detrito. Con el hotelito -un rejunte de cáscaras, piñas, cartón, cerámica y corchos- la intención es que los insectos benéficos (san antonios, por ejemplo) se refugien cuando llueve o hace frío; allí también ponen huevos. “Es una novelería tener el hotelito, pero en todas las huertas urbanas hay; para niños es lo más, y para nosotros también”.

Empezaron por plantar lo más fácil: rabanitos. “Tiene un ciclo muy corto y a los treinta días ya lo comés. Las hojas son muy fáciles también”, aconseja Mauricio. “Igual, a medida que empezamos a ver, fuimos buscando semillas y en nuestro intercambios del pícnic que hacíamos en el Jardín Botánico encontramos un semilla hermosa: el poroto vaquita, que es un poroto overo (una planta trepadora, de verano), y empezamos a ser un poco más específicos en lo que plantamos”, agrega Joaquín. “Es que al principio plantás de todo y después ves que ciertas cosas no las comés o que no te va tan bien con ese cultivo, y empezás a optimizar los recursos”, apunta. Entonces se enviciaron con la diversidad: con las acelgas y las zanahorias multicolores, con el daikon, con el tatsoi, probaron hasta con papa azul, pero no anduvo bien.

Conseguir la semilla no siempre es lo más complicado -tienen otras provenientes del banco de semillas de la huerta comunitaria del barrio Peñarol (que participó en el último libro) o de las ferias de orgánicos- pero a veces la prioridad es administrar la tierra. “Dos tipos de maíz, soja y canola” son las semillas transgénicas presentes en Uruguay, enumera Mauricio, así que el resto se puede sacar del fruto. El mayor problema, advierte, es dar con un híbrido, porque quién sabe qué sale en las generaciones siguientes.

Es reciente aún el borde que plantaron alrededor de un pequeño estanque en forma de riñón. “En permacultura se habla mucho de bordes salvajes, que son para alojar fauna y microorganismos positivos para la huerta”, señala Mauricio y detalla abejas y hasta alguna mojarrita. Faltan unos seis meses, explican, para que las plantas acuáticas y otras presencias terminen de redondear un ecosistema, que ya recibe visitas de pájaros y ranas.

Está además la compostera donde echan sus desperdicios orgánicos y cierran el ciclo. Lo que no hacen es arar, aclaran; dejan que el suelo y sus habitantes vayan creado una estructura y se hagan cargo de remover a su ritmo.

En equilibrio

Quien no tenga la fortuna de una “mano verde” -en la familia de Mauricio le dan crédito a ese atributo, dicen- puede pensar que un huerto esclaviza, pero ellos aseguran que le prestan atención “en los intersticios” de alguna otra tarea, como escribir o dar cursos. Los despeja salir y arrancar unas hojas a las que, por ejemplo, las agarró “la viruela” por la humedad. Lo más demandante fue pensar, diseñar y ejecutar la huerta, iniciarla y entrar en sinergia con el consumo del hogar. El mantenimiento sale de observar cómo va creciendo y acompañar el ciclo con cierta constancia.

Hace unos cinco años empezaron a plantar, primero en macetas, al principio frutales. Después fueron copando la tierra. Ahora van por el gallinero: ya proyectaron el espacio pensando tanto en la ventaja de contar con huevos caseros como en el abono natural.

“Yo soy de Pando y ahí teníamos un cantero en el que plantábamos cosas chicas”, cuenta Mauricio; el resto es curiosidad e internet. “De chico plantaba, en la familia había viñedo, con el cuelgue de grande nos fanatizamos”, asegura. Joaquín, que nació en la casa del Prado, se recuerda, de gurí, fumando chala de choclo en medio de la huerta que allí mismo mantenía su abuelo.

Cuando estaban en plena escritura de Conservas -que ya va por la cuarta edición- se metieron más en el problema sobre qué consumir y los increpó el espacio ocioso, la tierra abandonada. “Preguntar cosas de antes nos unió con nuestras familias”, relata Joaquín. “La gracia del huerto doméstico es ver que las verduras no son como te las muestran”, dice mientras saca de las crines una zanahoria no hegemónica, de esas que no pasan el filtro de la góndola.

Si para escribir Ollas (tres ediciones) tomaron apuntes de sus viajes, para Huertas les bastó experimentar en su casa, y les dio una gran mano el fervor pandémico por estas antiguas labores. Conforme adaptaban su dieta fueron sumando fermentados, para aumentar las defensas, dicen, y seguramente por allí, junto con los probióticos, vaya su próximo libro. Lo que aclaran, por si hiciera falta, es que la huerta en casa los provee pero no cubre todas sus comidas. “No somos fundamentalistas de que tenés que hacer todo”, se atajan. “Tenemos la masa madre, el kefir, la kombucha, el labneh... ya es demasiado”.