Quienes viajen por las rutas de Uruguay este verano cruzarán arroyos y cañadas con nombres de plantas: arrayán, canelón, sarandí, mataojo… Son árboles que abundan en los bosques fluviales del país e integran el repertorio de la flora indígena. Seguramente pocos viajeros reconocerían esos árboles si la velocidad les permitiera observar el paisaje con mayor detalle. No será por falta de interés o de amor a la patria, simplemente no convivimos con ellos y los desconocemos.
Si preguntamos por pinos, las cosas cambian. Enseguida aparecen las evocaciones: pinos y arena, necesariamente, verano, pinocha; el olor de la resina, las piñas para encender el fuego, el sabor del asadito. ¿Por qué este árbol europeo está más presente en el imaginario botánico nacional que tantas plantas comunes de la flora nativa? De las muchas maneras como llegan las plantas a la vida de la gente, aquí va una.
Soldados de las dunas
Primero fueron los médanos, y los médanos eran indeseables. Si no existieran todavía las enormes dunas móviles de Cabo Polonio, nos costaría imaginar cuál era el aspecto de la costa uruguaya antes de la llegada de los pinos, las acacias, los eucaliptos. Formidables extensiones de arenas móviles se paseaban por las costas platense y atlántica con tal desfachatez que los prohombres de la República no pudieron menos que ponerse manos a la obra. Uno de los más recordados es Henry Burnett, un inglés que, instalado en la ciudad de Maldonado, se propuso combatir las arenas que invadían sus tierras plantando árboles. Era la última década del siglo XIX y la península de Punta del Este quedaba entonces a muchas y altas dunas de distancia. Las crónicas cuentan que los habitantes de Maldonado sacaban de sus casas, con palas, a las escurridizas intrusas.
Burnett consiguió hacerse con una respetable cantidad de pequeños pinos marítimos (Pinus pinaster). No es que tuviera una predilección especial por esa especie, ensayaba también con otras para probar cuál se adaptaba y sobrevivía. Tuvo éxito. No fue el primero en cultivar el pino marítimo en nuestro país, pero pasó a la historia como el inglés que venció a las dunas.
El experimento no era novedoso. Un siglo antes, en una región de la costa atlántica francesa igualmente poblada de altos médanos y pantanos había comenzado un emprendimiento forestal que se convertiría en el bosque plantado más extenso del mundo. La región de las Landas, sobre el golfo de Vizcaya, se haría famosa por albergar un vastísimo monocultivo de Pinus pinaster.
Muchos textos recuerdan a Burnett y a otros plantadores de pinos y eucaliptos como combatientes empecinados que consiguieron ganar la batalla contra las arenas invasoras; tal es la metáfora bélica que se repite en los homenajes. Burnett incluso recibió una distinción del gobierno departamental de Maldonado, que creó a esos efectos la Orden de los Caballeros Cruzados del Árbol. Cabe aquí recordar que estos caballeros no plantaban solos los cientos y cientos de ejemplares que sustituyeron para siempre el paisaje dunar. Bajo su supervisión, peones y jornaleros llevaron a cabo la heroica tarea de trabajar por poco dinero y de sobrevivir con escasos recursos en ambientes hostiles, como los pinos.
Primero fueron los médanos, luego los pinos, más tarde las casas. Cuando, en las primeras décadas del siglo XX, se extendió la moda europea de los balnearios marítimos, los arenales improductivos llamaron la atención de los inversionistas. El éxito de Burnett garantizaba el triunfo sobre el páramo rebelde. El arsenal se reforzó con eucaliptos y acacias. Tal vez no hubo en ese gesto más inspiración paisajística que la de transformar dunas en monedas, siempre con las mejores intenciones y con la convicción de que estaban contribuyendo al progreso, el propio, en primer lugar.
Se plantaron ingentes cantidades de pinos marítimos en emprendimientos estatales y privados. Sería errado decir que las arenas desaparecieron. Están aquí, debajo de las casas y de los árboles. Removemos un poco el colchón de pinocha y tocamos la arena domesticada.
Viejos conocidos
Aquí están, los conocemos e incluso podemos identificarlos desde lejos. No han dado nombres a ríos o arroyos, pero están tan repetidos en la nomenclatura urbana como las filas de las plantaciones forestales. Los señalan los balnearios El Pinar y Pinamar, en Canelones, y Los Pinos, en Colonia, el barrio Pinares, de Punta del Este, y el de Atlántida, los nombres de innumerables supermercados, discotecas, quioscos, casas de veraneo, algunas avenidas.
Si observamos desde cierta distancia los pinares más añosos, vemos el desarreglo de las copas altas, abiertas, desordenadas. Como si esos gigantes desgarbados no hubieran sabido en qué dirección colocar sus ramas y se hubieran cansado de sostenerlas. No son especialmente interesantes como árboles ornamentales. Con el paso de los años, los pinos marítimos suelen perder las ramas más bajas y la forma que, de cualquier modo, sólo imitó el cono que asociamos a la palabra pino en algún momento de su juventud. Como una bandera rígida, los que fueron plantados más cerca de la costa remedan la dirección de los vientos predominantes, asustados de lo que trae el mar: sal y tormentas.
Ya sean la consecuencia de nuevas plantaciones o de la regeneración espontánea, hemos visto los pinos marítimos en todas sus edades. Y no es sólo su ubicuidad la que nos ayuda a reconocerlos, son sus hojas estrechísimas como agujas largas y algo retorcidas, unidas por una corta vaina que las mantiene juntas incluso una vez que cayeron, las piñas, que retiene varios años en las ramas aun cuando ya maduraron y liberaron las pequeñas semillas aladas, y la corteza, que forma gruesas placas en los ejemplares adultos.
Es cierto que hay otras especies de pinos entre nosotros. En los parques y en los jardines encontramos otros pinos del Mediterráneo, como el pino piñonero y el de Alepo. En espacios públicos de Montevideo hay ejemplares centenarios de un pino endémico de las islas Canarias (Pinus canariensis), y un pino asiático (Pinus thunbergii) se está usando para arbolar zonas costeras. Pero los que crearon la fisonomía de tantos balnearios uruguayos son los pinos marítimos, que en España se conocen también como pinos resineros.
En aquellas tierras se parecen más a mártires en penitencia que a ejércitos victoriosos. Su resina se ha usado desde tiempos antiguos para producir trementina, de la que se obtiene el aguarrás vegetal. La extracción de la resina es una tarea que, hasta hoy, se hace de forma manual, practicando incisiones en los troncos para que el árbol “sangre”. Allí los pinos no vacacionan.
Donde te encuentre el verano
Malvín y Carrasco recuerdan sus inicios como destinos turísticos en los pinos de sus jardines y veredas. Sobre todo Carrasco, donde todavía se eligen para el arbolado de las aceras como en los comienzos, cuando delinearon las manzanas y dieron las primeras sombras a los jardines de los chalets. Pero aunque encontramos grupos de pinos aquí y allá en Montevideo, incluso en la costa cumpliendo su labor de soldados de la duna, los pinares son experiencias que suceden fuera de la metrópoli. Destinados a crear balnearios, pinares y vacaciones, quedaron asociados en el paisaje y en el imaginario del ocio marino. Configuran las estampas costeras y los recuerdos del verano; ejercen sobre nosotros el poder de lo familiar y el encanto de la repetición de los placeres conocidos.
Cada cual podrá ponerle nombre a su pinar: el del parque Andresito, en La Paloma; los de Santa Teresa; los del rosario de balnearios de Canelones; los de la costa de Colonia. Por los caminos de la especulación inmobiliaria, los pinos marítimos llegaron a nuestras historias. Ya no les preguntamos qué hacen acá: tomaron el atajo de los sentidos. No hace falta estar cerca para oler la frescura intensa de la resina y escuchar el crujido de la pinocha que acompaña nuestros pasos. Bajo las copas, su sombra discontinua deja pasar algunos rayos de sol, el bosque inventado queda tatuado en la piel. El cuerpo todo agradece la dulzura del verano, como un consuelo. ¿Cómo se acompaña esto? Así: “Consolação”, en la guitarra de Baden Powell.