El cocinero francés Christophe Krywonis y el uruguayo Martín Pittaluga se conocieron en 1985 trabajando “en un lugar muy destacado de París, muy de moda”, que atendía clientes como Madonna y Robert De Niro, pero no se volvieron a cruzar hasta cuatro años después. Como remarca Krywonis, “no existía Internet”, así que volver a encontrarse fue una casualidad que para el nacido en Blois, en 1965, significó un cambio vital. Pittaluga buscaba personal para sumarse a un proyecto en Las Leñas, Argentina, junto con Francis Mallmann. “Había pasado un año en el Caribe [en la isla Martinica] y ya tenía ganas de irme de vuelta de Francia porque me había encantado ese viaje, y me dijo 'probá, vení conmigo'”, recuerda hoy, 35 años más tarde, sin haber perdido el acento.

Aterrizó en Mendoza de camisa hawaiana y pantalón de lino... porque las bromas eran el pan de cada día entre los dos amigos y el francés no tenía idea de que se instalaba en un centro de esquí. “No había tomado conciencia de que iba a un lugar frío”, dice. “Pero me adapté rápido”. Eso sí, eran unas coordenadas en las que, asegura, “era un desafío cocinar algo rico”, ya que costaba encontrar materia prima fresca: “un puerro, una zanahoria, era un milagro. Era todo complicado, hasta la cebolla, así que hacíamos muchos caldos”, resume.

Pese a ese panorama inicial, con el bagaje culinario de su país, Krywonis se fue haciendo un nombre también en Buenos Aires y Punta del Este. Hizo asesorías, tuvo una empresa de catering, y fue con su restaurante Christophe, un pequeño bistró de cocina abierta, que este francés puso la piedra fundamental de la movida gastronómica de Palermo Hollywood en 1997.

Pero el factor popular fue su presencia en televisión, primero en El Gourmet y, sobre todo, en otros canales, como jurado -prefiere el adjetivo estricto al de malvado- de programas como Masterchef Argentina, Masterchef Junior, Bake Off Argentina y Desafío a las brasas, que terminó de grabar hace pocos días.

El viernes 22 de noviembre le tocó inaugurar el nuevo ciclo Cocina con amigos, de La Huella, el afamado parador que su amigo Pittaluga codirige en José Ignacio, con un menú de pasos maridado con bodega Mataojo.

Bajo el pretexto de su visita, repasamos estos y otros asuntos del paladar, como servir raya, que en Maldonado y Rocha suele salir como pesca incidental y es habitualmente descartada por su dificultad de fileteado, o apostar al pollo a las brasas, un modo de acercar las costumbres francesas más accesibles.

¿El menú para La Huella tiene algo icónico de tu cocina o refleja más tu momento actual?

Está inspirado en muchas recetas que ya he hecho, pero también es un rencuentro con la gastronomía tradicional francesa. No soy un tipo que inventa, sino una persona que transmite un conocimiento ancestral, para decirlo de alguna manera, de la gastronomía en general, ya que con 35 años acá, obviamente, me inspiro mucho y me nutrí de muchas cosas que viví acá. Pero mi base es meramente francesa, así que de entrada hay una sopa de almejas al champán. Después tenemos una terrina de campo, a base de muchas carnes que están cortadas a cuchillo y que, luego de marinarlas, se cocinan y forman un paté delicioso.

El tercer paso es una raya, que consumimos mucho en Francia, con una salsa de berro, una juliana de puerros y una compota de tomate. Después de eso hay un gallito al vino tinto, que es mi emblema, porque tengo una rotisería en Buenos Aires donde hago un pollito al spiedo a leña. Le di el valor que le damos en Francia al pollo, con mucho vino tinto y muchas especias.

Un estofado, el coq au vin.

Exacto, pero es un gallito, un galeto, como dicen los brasileños. Y de postre hacemos una dacquoise, que es como un biscuit, entre macarons y pionono, a base de harina de almendras, con crema chiboust, que es una pastelera a la que le incorporo un poco de merengue italiano, con frutas.

¿Cómo cerrás el 2024, en el que concretaste Mon Poulet?

Fue mucho tiempo de pensar el proyecto de la rotisería. Empezamos la construcción hace dos años y, con mucho trabajo y lágrimas, en marzo abrimos y fue un éxito rápidamente. Al mes ya era muy concurrido, muy querido por la gente. Encontramos un rumbo de trabajo, de calidad. Siempre hay que mejorar las cosas, pero la verdad es que estoy muy agradecido. Me considero muy sencillo y trato de impactar por el sabor más que por la estética. Yo no soy la estrella, es el pollito.

Pero vos estás al firme. Es un negocio atendido por su dueño.

Sí, tuve un tiempo de ausencia por un viaje que tuve que hacer a Europa y después por las grabaciones de los programas de televisión.

Hace poco hiciste un posteo en redes que decía: “Nada más rico que la fritanga”. Toda una reivindicación de la cocina popular.

¡Totalmente! Lo frito no es malo. Hay grasas malas, las grasas saturadas, por ejemplo. Pero no todo es malo y, además, están las cantidades que se comen. No está mal si lo haces con moderación, realmente, de vez en cuando, no todos los días. El tema es el exceso. El problema para el gordo, como era yo, no es la galletita, es el paquete. A mí me encantan la milanesa, la papa frita, el buñuelo, el pescado frito, como dicen acá, las miniaturas. Son cosas sabrosas.

¿Dónde conseguís buenos animales? Acá los criaderos de pollo son muy polémicos.

Hay un tema con el pollo: el que compro es de exportación, no es un pollo orgánico, no hay pollo orgánico que valga, por una simple y sencilla razón: el costo. Además, mi pollo es joven, tiene 40 días más o menos. Por lo tanto, no tiene tiempo de desarrollar enfermedades. Donde los crían, no tienen antibióticos, hay un mito de la hormona, que es totalmente falso y erróneo. Si fuesen un poco más investigadores en sus dichos, verían que las hormonas son carísimas, entonces nadie tiene pollos con hormonas. Sí hay una transformación genética, seguramente, pero estos pollitos de 900 gramos son secos, no tienen inyección de agua para venderlos a mayor precio, para ganar más plata, y son muy ricos. La verdad es que no busco lo orgánico; hay que sacarse de la cabeza, porque todo orgánico es imposible. Somos 8.000 millones de habitantes en el mundo y, si todos queremos comer orgánico, nos morimos de hambre. Entonces, buscar la mejor calidad de lo que hay, sí, pero no trabajo un producto orgánico por cuestiones de costos. En este momento buenas papas no tengo; es un tema que hablé con muchos colegas. Nosotros usamos una tonelada y media por semana, es importante, y tuvimos dos semanas que nos volvimos locos, el producto no salía como queríamos porque no había calidad de papas. Entonces, esa búsqueda de productos, tanto del pollo como en las verduras o los lácteos, es constante.

Foto del artículo 'Christophe Krywonis: “Si todos queremos comer orgánico, nos morimos de hambre”'

El pollo es protagonista, pero también tenés sándwiches de trucha ahumada.

Tenemos trucha que viene del sur, de criaderos sin antibióticos. La compro, me fijo en la calidad, está buena de verdad, pero le debo una visita para ver realmente cómo es. Hay un tema con la crianza de la trucha que hace que sea menos nociva que el salmón, por ejemplo, o que la tilapia, que es otro producto también de criadero. Igual hay crianzas de salmón buenas, no como los que les dan harinas de pescados que vienen de Mauritania. Sabemos que hay una depredación de los fondos que hace que la gente se muera de hambre en Mauritania, mientras los pescados que podrían darle tranquilamente de comer a la gente van a parar a los salmones que van a criar para alimentar a los occidentales. Es una paradoja muy grande. Después está la contaminación ambiental, etcétera. En el caso de la trucha eso no se ha visto. Lo que me enteré hace poco es que hacen granjas en tierra ahora para no contaminar. El problema es lo que representa el consumo eléctrico o la cantidad de CO2 que va a requerir la producción de animales en jaulas. Eso es también una preocupación grande. Hay que pensar en todo; no sólo en el costo. Seamos honestos: para comer hoy, si te fijás en todo, no comes más nada. Concientizar, explicar, saber, es lo más importante. Después, con eso, organizar tu dieta de la mejor manera que te parezca o que te permitan tus recursos. Otra cosa importante a la hora del consumo: si vas a comer una manzana, no compres dos, compra una y mañana o pasado andá a comprar otra. El consumo justo hace que ganemos todos en salud y en plata.

¿Cómo fue el cambio para un cocinero a partir de la cirugía bariátrica?

Al principio, con mucho temor por no saber qué hacer, qué comer, porque uno sigue siendo gordo por dentro, y después uno se va adaptando, el estómago es un buen reloj y te dice qué sí, qué no y cuando llega un momento, dice ‘basta es basta’ y no comes más. Ahora estoy cinco kilos arriba y sé que tengo que cuidarme, o sea que es constante, pero como de todo. Evito el azúcar bastante porque el tema de la bariátrica hace que las carnes sean difíciles de digerir, pero el azúcar no, pasa solito. Entonces uno aprende a cuidarse, de no ir a los excesos.

El origen de tu vocación fue tu abuela. ¿Hay alguna receta de ella que todavía hagas?

Hay recetas que busco recrear, pero que no logro, como su galette de manteca, harina y agua, nomás, que era una delicia. Nunca la pude reproducir, pero hablando con mi mamá y viendo un poco de dónde venía, entiendo que la harina venía molida del pueblo, la manteca la hacía mi abuela y el agua era del pozo; todo eso le confiere un gusto que es difícil encontrar. Pero me acerco, por ejemplo, con la receta de raya con berro, o una sopa de ortiga que hacía ella, que estaba rica, también. O sea, tengo un poco de inspiración, pero era muy chiquito yo. Me puedo acordar de la crema pastelera de mi abuela, que me hacía rápidamente en la cocina económica para darme de comer en un potecito, y me encantaba, claro.

También tenés herencia polaca y yugoslava. ¿De ahí no conservás sabores?

Bueno, la parte materna es francesa, y mis abuelos paternos, yugoslavos y polacos. Ahí las comidas eran diferentes, como el pierogi o unos buñuelos que no sé cómo se llamaban, que hacían ellos, porque era muy chiquito cuando iba allá. Pero no marcó mucho mi vida gastronómica. Sí tengo buenos recuerdos de los pierogi, que me encantaba comer, o estas hojas de repollo, o el borsch y otras recetas así, pero en general comíamos como el común de los mortales.

Fuiste el que impulsó el boom de Palermo Hollywood.

Es cierto. En el 96 alquilé la esquina de Fitz Roy y Nicaragua. No había nada; había talleres mecánicos, productoras de televisión, el canal América y nada más, un bodegón de la zona, que ya cerró. Era muy barato el alquiler y podía ser una buena mezcla. Puse el primer restaurante y bueno, aparecí con esta tendencia y todos me decían que estaba loco. Yo también lo pensé: no había luz en la calle, era un baldío. Pensé que podía ser interesante el mix social y tuve razón. Por eso me decían el pionero.

La movida hoy tiene varios focos, ¿no es cierto? Villa Crespo, Chacarita, Colegiales...

Esos son lugares que empujan mucho, pero después tenés Villa Devoto, que es como una ciudad aparte, donde la gente de la zona va mucho a comer, muy concurrida. En el Centro hay algunos lugares también, pero digamos que el eje de Chacarita-Palermo un poquito, pero también Belgrano, no porque yo esté allí, hay muchos otros también, en el Bajo Belgrano, como Ultramarinos, Corte charcutería, Narda Comedor. No es que Belgrano esté de moda, sino que se puso a tiro, porque tenía un atraso en la oferta gastronómica muy importante. Digamos que es como una república dentro de Buenos Aires; cada zona es distinta.

Hablando de recuerdos, ¿cómo fue doblar la versión en castellano de Ratatouille (2007)?

Fue una grabación muy puntual, hecha para promocionar la película. Lo más gracioso fue que mi director de doblajes era un mexicano, el mismo que hacía la voz de Timón o de Pumba en El Rey León. Entonces cada vez que me hablaba, yo me mataba de risa y él se exasperaba, porque era muy serio y muy profesional, como son los de Disney. Pero fue una experiencia muy linda y sorprendente: cómo iba a imaginar que yo, cocinero, iba a hacer un doblaje de voz para una película. Para que tuviera más impacto buscaron unas voces y bueno, me eligieron a mí para hacer de un cliente que busca comer algo diferente y el ratón le cocina.

Atendiste a varias estrellas a lo largo de tu carrera. ¿Son clientes más complicados?

Sí, varios, seguramente, pero para nosotros era lo común. Por ejemplo, en Christophe, cuando venía Fito Páez a comer, era uno más. Para él era lo normal y para nosotros era un halago recibirlo, pero no se sentía diferente, y para mí era importante, justamente, hacer que Fito o don Pedro sean atendidos de la misma manera. Puede ser que a algunos no les guste. Christophe era muy chiquito, y en una mesa tenías uno del Partido Radical, en otro lado tenías una mesa con menemistas, otra del Frente para la Izquierda; tenías todos los horizontes políticos reunidos en mi local, era una cosa muy popu y se trataban todos bien. Otra característica que tenía era que yo no dejaba entrar a la prensa, no quería que fuese un motivo tener una figura pública o una personalidad política que está comiendo en ese momento. Me acuerdo de que cuando vino Jane Fonda, cerré todas las cortinas; nadie pudo acercarse. No sé si estaba grabando en Buenos Aires, pero David Byrne venía con su bicicleta holandesa, la guardábamos para que no se la afanaran en la calle y comía tranquilo. Hay que preservar la intimidad del cliente.