Primero, la indignación. Alguien graba una escena que considera intolerable –un engaño, un golpe, un gesto de desprecio– y la publica en una red social. Paso siguiente, la viralización. Los algoritmos hacen de las suyas y los clics actúan a la velocidad de la luz. Entonces la indignación se amplifica a gran escala.

Después llega la frutilla de la torta, que es la presión social: circulan mensajes, etiquetados y hashtags que exigen justicia. En muchos casos, las consecuencias de esa presión social digital se traducen en el plano físico con despidos laborales, sanciones, aislamiento, renuncias.

Ese, matices mediante, es el ciclo del escrache digital.

Hace algunos meses, en pleno recital de Coldplay, las cámaras captaron al CEO de una empresa tecnológica de Estados Unidos junto a la directora de Recursos Humanos de la compañía. Por las reacciones de ambos cuando aparecieron en la pantalla gigante, se entendió enseguida que se trataba de una situación de infidelidad. El contenido se viralizó en cuestión de segundos, y el caso derivó en la renuncia del hombre a su trabajo.

Semanas después, en Montevideo se viralizó el video de un hombre que fue grabado mientras golpeaba a su perra. La indignación fue inmediata. El Instituto Nacional de Bienestar Animal intervino y le sacó a la mascota, lo echaron del gimnasio del que era socio y lo despidieron de su trabajo. Securitas, la empresa para la que trabajaba el hombre, justificó en redes sociales la medida por su política de “tolerancia cero ante el maltrato, ya sea hacia personas, animales o el entorno”.

Y es que lo que antes quedaba en la esfera privada hoy puede transformarse en un juicio público sin jueces, sin derecho a defensa y con efectos inmediatos.

De la herramienta política al linchamiento digital

El escrache no nació en Twitter ni en Tik Tok. En Argentina, en la década de 1990, fue un recurso político para denunciar a represores de la dictadura que permanecían impunes. Como señala un análisis de la Facultad de Derecho de la UBA, los escraches “irrumpieron en escena como una expresión de ver los discursos de la política, de la memoria y de la justicia desde otras perspectivas, de pensarlos y actuarlos de formas distintas a las instituidas. El escrache formuló preguntas [...] que interpelaron al conjunto de la sociedad”. En ese contexto, colectivos como HIJOS transformaron el escrache en una herramienta de memoria y denuncia cuando la justicia formal no avanzaba.

Pero el escrache 2.0 es otra cosa. Porque es instantáneo, difuso, imprevisible. Hoy cualquiera puede ser objeto de señalamiento: un político, un docente, un vecino en un ómnibus o un desconocido filmado al pasar.

El escrache no es un invento de internet; la indignación pública existió siempre como mecanismo de sanción social. Lo que cambia con las redes es la escala y la velocidad a la que se multiplica. Como explicó a la diaria el sociólogo y psicólogo Matías Dodel, internet no inventó la indignación pública, sino que la amplificó. “La gente siempre se indignó y castigó públicamente a otros por conductas socialmente reprochables, pero en internet los costos de hacerlo bajan mucho y los beneficios individuales de mostrar rechazo se mantienen o incluso aumentan”, agregó el sociólogo, que también es docente.

Un rastro que no desaparece

Para Dodel, el escrache no puede entenderse sin abordar el concepto de ciudadanía digital, que tiene que ver con la forma en que nos comportamos en internet y con cómo administramos nuestra huella. “Hoy en día, mucha gente no es consciente de que lo que hace en redes queda registrado. Hay quienes se comportan como si estuvieran en la barrabrava de la cancha: insultan, agreden y después eso queda registrado”, advirtió el sociólogo, y recordó que luego eso puede jugar en contra al momento de postularse a un trabajo, por ejemplo. Porque hoy en día son muchas las empresas que investigan las redes sociales de un candidato antes de contratarlo.

El sociólogo indicó que incluso publicaciones de hace 20 años pueden reaparecer y convertirse en motivo de escrache. Eso es algo que se ve seguido sobre todo en figuras públicas: chistes racistas, comentarios políticamente incorrectos, posteos impulsivos.

En esa línea, la gestión de la privacidad y de la huella digital –qué mostramos en Linkedin, qué dejamos en Instagram, qué borramos o automatizamos para que desaparezca– se vuelve clave para evitar quedar expuesto. “Mi consejo es simple: comportarse como uno cree correcto todo el tiempo. No estamos hablando de infidelidades, sino de cómo relacionarse con los demás”, reflexionó Dodel.

De cierto modo, cuanto más expuesta está la vida digital de una persona, mayor es la posibilidad de que un fragmento fuera de contexto se convierta en arma de repudio masivo.

La vara social: infidelidad, maltrato animal y el rechazo de época

Los motivos que prenden la mecha dicen mucho de una sociedad. El maltrato animal, antes invisibilizado, hoy causa rechazo transversal e inmediato. Nadie lo justifica y las sanciones sociales son tajantes. La infidelidad, en cambio, que no es un delito sino un asunto moral, se transforma en escrache público cuando se expone en redes.

Hace algunos días, la actriz argentina Gimena Accardi fue blanco del hostigamiento en redes sociales tras difundirse la noticia de una infidelidad. Y una mujer pública que engaña a su pareja no se mide con la misma vara que un hombre. En un gesto poco habitual en el mundo del espectáculo, Accardi decidió dar declaraciones, reconoció el hecho y explicó por qué cerraba sus cuentas: “Porque no quiero llegar al punto de pensar en suicidarme. Es demasiado el odio”.

No se trata de relativizar, porque golpear a un animal no admite matices, sino de reconocer que el escrache funciona como termómetro social. Marca qué es lo que indigna colectivamente y cuáles son las conductas que pasan a ser intolerables en determinado momento histórico.

La indignación ciertas veces funciona para visibilizar injusticias que el sistema formal no aborda. Dodel la compara con la sanción comunitaria en sociedades tradicionales, ya que el repudio reafirma normas compartidas.

La psicóloga Molly Crockett, citada por el sociólogo entrevistado, lo explica en el artículo “Moral outrage in the digital age”: “Expresar indignación en redes no sólo sanciona a quien rompe una norma, también funciona como señal pública de la propia calidad moral y trae consigo recompensas reputacionales”.

En internet, indignarse cuesta sólo un clic. “Antes, indignarse cara a cara tenía costos, podía haber revancha o una respuesta directa. En internet esos costos bajan mucho. No vemos el daño real que sufre la persona escrachada”, advirtió Dodel.

¿Cuál es el límite de la presión social?

Las consecuencias del escrache muchas veces trascienden lo virtual, como sucedió con el hombre denunciado por maltrato animal. “En principio, lo que alguien haga en su vida privada no debería tener impacto en su trabajo. El empleador no puede sancionar hechos ocurridos fuera del ámbito laboral”, detalló la abogada Virginia Perciballi De Luca.

Sin embargo, según explicó la jurista, la realidad uruguaya habilita despidos sin justa causa. Una empresa puede rescindir el contrato y pagar la indemnización, incluso si la motivación es un video viral. Y eso plantea un dilema: “La persona pierde su fuente de ingresos, un derecho humano fundamental, por un escrache ocurrido fuera de su vida laboral”, agregó.

La velocidad de la mentira

¿Qué pasa cuando el escrache es falso o carece de contexto? La reparación llega tarde y casi nunca con el mismo impacto. Perciballi recordó que la persona puede recurrir a la Justicia por difamación, injurias o daños y perjuicios. Aunque, en la práctica, la desmentida suele perderse en el ruido.

En efecto, un estudio del Instituto de Tecnología de Massachusetts (2018) mostró que las noticias falsas en Twitter se difunden más rápido que las verdaderas y tienen un 70% más de probabilidad de ser retuiteadas. Lo mismo ocurre con los escraches: lo indignante circula; la aclaración, casi nunca. Como explicó Dodel, se trata de un fenómeno social en el que “es menos cliqueable y genera menos engagement abrir una noticia que te dice ‘esto no era tan así’”.

Entre la visibilización y la autocensura

El escrache digital, entonces, es espejo de una época. Puede ser una herramienta de justicia social cuando el sistema falla, pero también puede transformarse en una guillotina sin límites.

Internet, que hace de la sanción social un proceso más inmediato y visible, abre un debate sobre cómo convivir en un mundo donde todo puede ser grabado, compartido y juzgado en cuestión de horas. Como advirtió Dodel, “el peligro es la cacería de brujas” y caer en un fenómeno que puede convertirse en “bullying y acoso masivo”, incluso con la difusión de datos privados y sensibles de las personas escrachadas.

Lo potente es que indigne el maltrato animal, la violencia o el abuso. Lo peligroso es que esa misma indignación se convierta en un castigo colectivo donde la furia pesa más que los hechos. Y en ese escenario, como dijo Dodel, es clave recordar que “para eso [juzgar] existen los procesos legales” y que el castigo no puede quedar relegado a un trending topic. En este sentido, es necesario separar justicia social de linchamiento digital.