Tenía una obsesión con las citas, con la aclaración inmediata de que tal frase, tal palabra habían sido usadas antes por otro. Que ese verso tan exacto que aparecía en medio de un poema suyo no era suyo. Y cuando alguien se lo hacía notar, cuando se le preguntaba por ese afán referencial (o reverencial), ella respondía que capaz que era una macana, pero que lo hacía por pudor y por gratitud, porque se sentía en deuda con las palabras ajenas. “Admiro tanto esas citas que afano que me parece que si no los cito es pecar por exceso”, decía, hace ya diez años, en una entrevista que le hice en Montevideo, en un cuartito de la editorial que la había invitado, junto a la Casa de los Escritores, a conversar sobre poesía argentina contemporánea. Ese año se había publicado La mitad de la verdad (bajolaluna, 2008), un volumen que reunía su obra poética de 1982 a 2007, y el año anterior había salido su primer libro en prosa, una nouvelle publicada por la misma editorial llamada Una letra familiar. Era la primera vez que escribía una ficción no poética, y se refería a ella como “la prosita”. Decía que le había costado mucho, pero que se moría de ganas de hacerlo. Y la forma que encontró fue la de la primera persona. Una primera persona falsa, por supuesto. Una elección gramatical que le permitió meterse en la voz de una nena hija de judíos comunistas que descubría el deseo de ser escritora. Estuvo años escribiéndola, con enorme esfuerzo, porque “sostener el lenguaje de la nena que va creciendo, y se tiene que ir modificando, y que crezca el vocabulario, el lenguaje, la visión del mundo” y evitar, además, “la anécdota personal”, había sido un desafío enorme, desmesurado. Pero después de siete libros de poesía publicados se pudo dar el lujo de parir su primera ficción en prosa.

Diez años después, lo hizo de nuevo: en 2017 la editorial cordobesa Buena Vista Editora le publicó Piezas mínimas, un conjunto de “prositas” breves marcadas por la oralidad y portadoras de una ligereza, de un “como al descuido”, que muestra que seguía sin sentirse del todo sólida en la prosa, como si plantearse una novela, una historia de largo aliento fuera mucha osadía.

Irene Gruss nació en Buenos Aires el 31 de agosto de 1950 y murió el martes, en plena Navidad, en el Hospital Español de la capital argentina, al que había llegado con una deshidratación grave. Contó varias veces que desde chica se sintió atrapada, deslumbrada por la literatura, y que supo que quería escribir. Publicó en 1982 su primer libro, La luz en la ventana (El escarabajo de oro), pero ya antes, en 1975, había recibido el Premio Municipal de Poesía a Obra Inédita. Jorge Aulicino, que fue su amigo y uno de los autores fundamentales –junto con ella y otros como Diana Bellessi, Daniel Freindemberg y María Teresa Andruetto– de la poesía argentina posterior a la última dictadura, decía en el prólogo a ese primer libro que en la base de la poesía de Gruss había “un tembladeral lingüístico, existencial y cultural [...] La conciencia del lenguaje que transmite este libro es: la no ‘significación’ implica dolor, porque cada palabra debe ser mito y porque el mito es un hecho vital”. Integrante de una generación que le dio otra vuelta de tuerca al coloquialismo que la precedía, Gruss exigió el máximo de cada palabra, de cada imagen. Escribía en verso libre, pero se peleaba con cada sílaba hasta la extenuación, siempre detrás de una exactitud que no era transparencia, porque sabía bien que el lenguaje es siempre opaco. Y tan opaco que cuando reunió en un solo libro todo lo que había escrito hasta ese momento (era 2007; más de 30 años de versos) decidió llamarlo “la mitad de la verdad”, porque la verdad completa nunca nos es dada.

Foto del artículo 'Ella y los otros: Irene Gruss (1950-2018)'

Irene Gruss decía mucho “yo” cuando hablaba, y usaba mucho la primera persona cuando escribía, aunque era, claro, una primera persona ficticia, o ficcional. Y afanaba, también, mucho. Se enamoraba de versos de otros, de títulos ajenos, de imágenes que la golpeaban de frente. Pero no podía adueñarse de nada sin admitir el robo. Obsesivamente metía asteriscos que llevaban a esa parte de la verdad que quedaba fuera del poema pero que debía decirse: “la cita pertenece a Alfonsina Storni”, o “el paréntesis alude a un poema de Baudelaire y a otro de María del Carmen Colombo”, o “‘su nuca, su garganta’ ha sido tomado de Julio Cortázar”.

El martes 25, a los 68 años, se murió Irene Gruss, una poeta imprescindible para entender la poesía argentina de finales del siglo pasado. Dejémosla que hable un poco de sí misma en el poema.

Autorretrato

De Entre la pena y la nada. Ediciones Del Dock. Buenos Aires, 2015.

Ah, si pudiera recostarme,
ser así, la mosquita muerta que inclina su cuello, lánguida;
si borrara el rictus de una Callas desahuciada, Magnani en
batón, así me veo,
dulces musas de la debilidad, dónde estáis, denme la brisa,
dénmela,
no la ventolina a orillas del mar, siempre a orillas del
mar, ay me,
mandolina y no viola da gamba,
quién me miraría si él observa el culo
de la que pasa, ay me, cuántas uñas delicadas habrán
rasguñado el hombro, la nuez,
su espalda, oh, su espalda, y engalanar lo que no tengo,
un aspecto sutil, ese gesto de no haber sufrido hambre,
menos ansia
de saber, una sor Juana cortejada por virreyes y virreinas, la
suavidad
del papiro, y el vientre sin estrías, ay me,
si hubiese usado aquel pote, si no supiera que el tiempo no
es el Teatro No,
máscara que cubre el savoir faire y otras minucias, oh,
gatitas, si pudiera lagrimear,
las he visto contonearse sinuosas hacia mi objeto incólume,
han conseguido lo que apenas logré encaramar, robar, gozar
como Dios manda, ah, Dios, si estuvieras aquí, mándame
un rayo, algún fulgor,
esa luz que oculta la vejez, la insensatez,
y vuélveme buena, modosa, bella y paciente,
Ingrid en Casablanca, un lirio en flor, el sonido
de la música.

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