Hace poco más de dos meses, en medio de esa fiebre de actividades vinculadas al libro que se producen hacia el final de setiembre, el poeta Eduardo Milán (Rivera, 1952), que vive desde hace muchos años en México, anduvo por Montevideo. No participó en ninguno de esos eventos masivos en los que se entreveran lectores habituales y compradores de libros de ocasión, pero se hizo un tiempo para dictar una conferencia titulada “La nueva situación de la poesía latinoamericana”. Y una de las primeras cosas que explicó en esa oportunidad, luego de contar muy brevemente quién era, dónde vivía y cuándo y dónde había nacido, fue que eso, ese artefacto semántico sugerido por el título de la charla no era, en rigor, otra cosa que una materia especulativa.

“Hoy fui a una radio y me preguntaron, como intrigados, qué era esa ‘nueva situación de la poesía latinoamericana’, como si yo tuviera algo escondido, algo que todavía no hubiera llegado como novedad a Uruguay. Yo les dije que el discurso o la reflexión sobre poesía latinoamericana no constituye un saber, y eso fue peor, porque parecía que estaba escamoteando algo esencial, una especie de formalización ausente, y bueno, terminamos hablando de música, que es donde todo el mundo es feliz”. Así, con esa mezcla de humor y desencanto Milán se fue metiendo en el tema sobre el que había venido a hablar: la paradoja de un escenario en el que cada vez se produce más poesía (se escribe más, pero también se publica más) y, al mismo tiempo, cada vez se piensa menos. La hiperproducción, como él la llama, llegó de la mano de una ausencia radical, absoluta, de pensamiento y reflexión sobre poesía. O mejor: de reflexión colectiva sobre poesía. Porque claro que hay poetas que piensan lo que hacen. Y hay también académicos que dedican sus vidas al análisis y la teorización sobre tal o cual poeta, sobre tal o cual período, sobre tal o cual obra. Pero lo que no hay, lo que ya no hay, dice Milán, es un ambiente de reflexión, un ámbito de preocupación común por la cosa poética, por la poesía en sí, por la esencial cuestión de lo que la poesía puede o no puede decir. Porque la poesía no es lo dicho, necesariamente. La poesía puede ocurrir (y ocurre) allí donde se escamotea el sentido. Ocurre en Trilce (1922), por ejemplo. Ocurre en la tensión que Nicanor Parra instaló entre dos polos cuando publicó Poemas y antipoemas (1954). Y ocurrió, claro, en 1897, cuando Stéphane Mallarmé tiró los dados que nunca abolirían el azar.

“La escritura no es solamente un problema de formalización: es también un problema de ausencia. En la escritura hay partes que no hay, y eso es difícil de manejar y más difícil de aceptar”, explicaba Milán en la conferencia, y agregaba que el pragmatismo actual no soporta esa indefinición, ese borde, esa falta de propósito y de sentido.

El rigor crítico en la posmodernidad

Ya desde México, Eduardo Milán conversó con la diaria sobre este asunto. “Para mi generación, escribir poesía tenía un vínculo con el pensamiento. La poesía estaba ligada al pensamiento, producto de una larga lucha que viene precisamente del siglo XIX y encuentra uno de sus grandes defensores en Paul Valéry –que era muy cercano a Mallarmé– y en Fernando Pessoa (‘o que sente en mim está pensando’), porque se trataba de hacer una operación integral, orgánica. Era una manera de dignificar la poesía, de sacarla de la zona puramente subjetiva, de ‘yo profundo’, es decir, lírica”. Esto coincide, por otra parte, con lo que él describe como “la caída lírica del proyecto moderno: las grandes ocurrencias, el mínimo dato biográfico elevado a categoría del espíritu”. En un mundo en el que cualquier cosa puede ser poesía, en el que la mera expresión alcanza un valor de espiritualidad y honestidad que legitiman su existencia como objeto de arte, ¿cómo se puede ejercer la crítica? ¿Cómo mantener el rigor crítico, cómo pensar el fenómeno estético, el hecho artístico? “A eso hay que sumarle la complicidad del productor con el lector que quiere algo como poesía”, algo “que le resuene a poesía”, un simulacro de poesía, “el relato de lo que fue una experiencia poética”, pero “no la poesía-en-acto-escritural que sucede en la página”.

Además, a este devenir de lo poético en pura expresión desatada del yo se agrega el fenómeno del registro del proceso (“una especie de culto procesual”, dice Milán): el diario de hechura de la obra (la actualización del minuto a minuto en las redes, podríamos agregar) ocupa un lugar de importancia semejante al de la obra. Ese exacerbado narcisismo tiene un precio: el pensamiento; la ausencia de pasado y de futuro, una instalación perpetua en el presente, en el prolongado instante de la experiencia, inmortalizado en tantos registros como permita la capacidad técnica.

“Hay un movimiento en la cultura actual –con el riesgo de llamarlo así y generalizar– de ‘recoverización’ del mundo. Cover es versión, como sabés, y una versión actualiza. Pero cover también es cubrimiento. Quiero decir: eso que llamo recoverización es una salida al problema del pasado, es darle una versión”. Esto, que puede ser bueno en el arte, dice, en lo social tiene consecuencias muy distintas, porque ajusta el pasado y el futuro al concepto de lo posible: es “el ajuste a la realidad del proyecto capitalista actual, que encontró su oxímoron perfecto: nacionalismo global, y que pasa por la cuestión del manejo de lo posible pasado y de lo posible futuro”.

Finalmente, y ante la pregunta de si perdura alguno de los ámbitos de pensamiento colectivo que conoció durante sus años de formación, Milán explica que en 1986 asistió a “la fundación del neobarroso poético rioplatense (una variante de Néstor Perlogher del neobarroco cubano, aplicada a nuestra realidad de sustrato lamoso del río)”.

“Teníamos en la cabeza al concretismo brasileño, cuya resonancia en Uruguay tardó pero llegó. Estábamos Roberto Echavarren, Néstor y yo. Ninguno quiso asimilarse al neobarroso demasiado, pero todos escribimos sobre eso. Quiero decir: cualquiera de nosotros tenía en la cabeza la relación de pensamiento y poesía que era legado de los poetas concretos brasileños. Yo creo que teníamos clara una gran dispersión que había en la poesía latinoamericana y una gran incomunicación. Y no teníamos mucho que ver individualmente. Pero era un legado pensar, algo de lo que hacerse cargo. Esa emergencia neobarrosa era un ‘sentimiento del tiempo’ más que una propuesta orgánica. Era testimonio de algo que no estaba, una cosa medio espectral. Pero el espectro existe, queda claro”.