Héctor Abad Gómez murió el 25 de agosto de 1987 en medio de un charco de sangre espesa –su propia sangre–, acribillado por seis balazos frente a las puertas del sindicato de maestros de Antioquia. Había llegado hasta allí a pie, acompañado por uno de sus estudiantes, Leonardo Betancur, para decir unas palabras en el velatorio del maestro Luis Felipe Vélez, asesinado por unos sicarios esa misma mañana. Abad cayó y murió allí, frente a la puerta, en el mismo sitio en el que horas antes había caído el maestro Vélez, y su alumno, Betancur, cayó unos metros más adelante, ya dentro del local, asesinado también por los sicarios.
Cuando el médico Héctor Abad Gómez murió, a los 65 años, en medio de una embestida de violencia que le costó a Colombia miles y miles de muertos y que terminó, literalmente, con la totalidad de los dirigentes de la izquierdista Unión Patriótica y con cientos de militantes sociales, su hijo, Héctor Abad Faciolince, tenía 28 años y todavía no había publicado ningún libro, pero ya sabía que iba a ser escritor. Así que no le importó dejar sin terminar dos carreras universitarias (medicina y periodismo) y marcharse a Italia. Allí, en la Universidad de Turín, completó finalmente estudios en lenguas y literaturas modernas y tradujo al español a autores como Gesualdo Bufalino, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Umberto Eco, Italo Calvino y Leonardo Sciascia, entre otros.
La carrera literaria de Abad Faciolince incluye libros de cuentos, novelas, ensayos, crónicas, columnas y hasta piezas de género inclasificable, como el Tratado de culinaria para mujeres tristes, (1996), pero su gran éxito editorial es El olvido que seremos (2006), un texto autobiográfico que se propone recuperar la memoria de su padre y desenredar la madeja de circunstancias que lo llevaron a encontrarse con la muerte aquella tarde de agosto de 1987.
Abad Gómez tenía, al morir, un poema de Jorge Luis Borges en un bolsillo. Lo había copiado él mismo esa mañana, a mano, posiblemente afectado por la muerte de su amigo Luis Felipe Vélez (y de tantos otros), o acaso sospechando que él también estaba a punto de morir. El poema era “Epitafios”: “Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres y los que seremos /...”. Junto al papel ensangrentado en el que estaban los versos Abad tenía una lista de nombres, el suyo incluido. Eran todos militantes, figuras públicas que habían sido sentenciadas por los paramilitares. Su hijo cuenta, hacia el final del libro, que mientras su madre y él se inclinan sobre el cuerpo caído en la calle, mientras van llegando las hermanas y se amontonan alrededor los amigos, él no puede llorar. Siente, dice, “una tristeza seca, sin lágrimas. Una tristeza completa, pero anonadada, incrédula”. Y dice también que se promete no perder nunca la calma frente a los asesinos. Jura que no se dejará derrumbar.
Hija y nieta de Camborios
Daniela Abad es una cineasta colombiana nacida en Turín en 1986. Es hija de Héctor Abad Faciolince y nieta de Héctor Abad Gómez, muerto cuando ella era una bebé. Su primer largometraje documental, Carta a una sombra (2015), codirigido con Miguel Salazar, se inspira en la novela de su padre y recupera la imagen del abuelo asesinado. Su segundo largometraje documental, en cambio, The Smiling Lombana, se ocupa de reconstruir la figura del abuelo materno, el escultor Tito Lombana, a partir de material audiovisual y fotográfico en poder de la familia. Lo curioso es que sobre el precoz y talentoso Tito había entre los parientes un silencio pesado y elusivo que, según termina por descubrir el espectador, se origina en los lazos que lo unían al narcotráfico y que, incluso, le habían costado problemas con la Justicia en Estados Unidos. Y lo interesante es que ese es exactamente el caso de Bernardo Davanzati, un personaje creado por Abad Faciolince en la novela Basura (Lengua de Trapo, Madrid, 2000). Davanzati es un ex futuro éxito literario que un buen día desaparece de Medellín. Con el tiempo se empieza a comentar que lo habían pescado traficando cocaína, y pronto el ambiente literario se olvida de él. Hasta que un periodista tiene la suerte de descubrir que el vecino viejo del piso de arriba es nada menos que el mismísimo Davanzati, que no sólo no está muerto, sino que conserva el hábito de escribir, aunque luego tira todos sus escritos a la basura. Así, recogiendo los materiales desechados por Davanzati, un obsesionado aspirante a Max Brod se propone armar la gran historia, el Gran Texto del escritor que no fue.
En 2007 Abad Faciolince estuvo en Montevideo para presentar El olvido... Decía entonces, en una entrevista que fue publicada por El País Cultural, que para escribir esta novela se quitó “la armadura de literato” y se ocupó de contar la verdad y nada más que la verdad. Que usó técnicas de la ficción, naturalmente, pero con el cuidado de usar un lenguaje claro y simple, para que los hechos tuvieran el peso que la historia exigía. El texto es un testimonio, una “obligación ética”, el cumplimiento de un mandato moral que ya no podía diferirse. Sentía que los años iban pasando y que la muerte podía llevárselo también a él, sin que hubiera contado las cosas tal como le tocó vivirlas. Además, dice, “en un país donde la literatura les ha dado tanta voz a los matones, tanta voz a los asesinos, para mí era importante darle voz también a una víctima para mí muy digna, que además había tenido una vida hermosa”. Así que contó la vida privada, los años de su infancia, la juventud de sus hermanas, las costumbres de su madre. Contó todo, y cuando tuvo todo pronto lo entregó a la familia para que lo leyera. Era fin de año, y en esas fechas se juntaban todos a pasar las fiestas en La Inés, una finca que había sido de los abuelos. Así que tuvieron la tarea de leer el borrador, anotar cosas, agregar recuerdos propios y enfrentar detalles que no conocían. Y con todos esos aportes el libro se completó y llegó a ser la novela que salió a la calle. Está escrita desde la perspectiva del hijo varón, el más pequeño de la casa, y ese recurso funciona eficazmente para dar cuenta de la inmensidad del personaje principal: el padre. “Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara”.
Dice Abad que no exageró nada. Que su papá no está idealizado en la novela, sino que era así, tal como lo ven los ojos del hijo. Que era un hombre bueno y justo, generoso, que tenía su propia idea de cómo educar a los niños por medio de lo que llamaba “una pedagogía de la felicidad”. Pero la novela no es sólo la reconstrucción de la vida familiar de los Abad Faciolince y, por extensión, de la Medellín de los años 60, 70 y 80. Es también una apuesta a la escritura como espacio y expresión de lo simbólico, para contrarrestar el efecto letal de una estética de lo inmediato y lo vertiginoso, de la cámara testigo y la reproducción de la nuda vida sin reflexión y sin distancia. En un artículo de 1995 llamado “Estética y narcotráfico” (Número, Nº 7), Abad señalaba la “fascinación por el sicario” que ya empezaba a manifestarse en la literatura antioqueña. En obras como El pelaíto que no duró nada (Víctor Gaviria, 1991), La virgen de los sicarios (Fernando Vallejo, 1994) o Rosario Tijeras (Jorge Franco Ramos, 1999) se dibujaba un género –la sicaresca– que pronto se volvería emblemático de la literatura latinoamericana y que no demoraría mucho en pasar al cine y a la televisión. En el ámbito de la sicaresca la vida es un apurón, una carrera contra la desgracia en la que es necesario embuchar mucho y rápido, gozar y hacerse un nombre, porque ya se sabe que hoy estamos y mañana seremos polvo. La sicaresca juega a no tomar posición; a limitarse a registrar con fidelidad ese vértigo que es la vida del sicario o del soldado del narcotráfico. No se propone reflexionar sino conmover estéticamente, dar un sacudón, una descarga intensa como la de ciertas drogas que pegan fuerte y no dejan recuerdos. En la otra punta, el trabajo con la memoria llevado adelante por Abad en El olvido... es una defensa contra ese empuje sensorial e irreflexivo. Y aunque el lector sabe desde el primer momento que el papá va a morir, que no hay remedio, que así ha ocurrido en la vida real, acompaña al futuro huérfano sin soltarle la mano, le cree todas sus historias y quiere protegerlo de la desgracia que se le viene encima.
La buena noticia es que esta novela está circulando nuevamente en Montevideo, en una reedición a cargo de Penguin Random House. Para los que no hayan leído a Abad Faciolince, es una gran oportunidad para entrar por la puerta grande a su escritura.
La prosa de Abad
“No puedo transferir la totalidad de las hojas halladas en los meses de mi constante oficio de escarbador de basuras. Había días pobres, decepcionantes, de una frase sola, o días de una infinita tontería (lo digo casi con lástima, pero sí: a veces Davanzati era un pobre tontaina), y también en ocasiones hojas ilegibles por los muchos borrones causados por la suciedad, ya lo dije, salsa caída encima, un mazacote de algún menjurje rancio que pringaba el bote y hacía que también se pudriera la literatura. También había, en cambio, días demasiado prolijos, días de trabajo excesivo, sin contención ni censura ni cesura, con meditaciones o historias de bostezo que ni yo mismo terminé jamás, y que el mismo Davanzati, con despectivos apuntes finales, despachaba como ‘bodrio’, o ‘podredumbre’, o ‘tonterías’. Disponía las hojas en mi arrume de papeles, que yo llamaba ‘archivo consecutivo’ (las iba numerando), y pasaba a otra cosa. Lo que me intrigaba, lo que también me fascinaba, era la fidelidad de Davanzati a su oficio solitario, silencioso inédito, y yo me sentía a la vez un traicionero y un salvador, el Max Brod de Davanzati, un Max Brod criollo y anónimo que recogía los desechos de un mediocre Kafka”.
Basura (2000)
“Cuando mi papá llegaba de su trabajo en la Universidad, podía venir de dos maneras: de mal genio, o de buen genio. Si llegaba de buen genio –lo cual ocurría casi siempre pues era una persona casi siempre feliz– desde que entraba se oían sus maravillosas, estruendosas carcajadas, como campanadas de risa y alegría. Nos llamaba a los gritos a mis hermanas y a mí, y todos salíamos a recibir sus besos excesivos, sus frases exageradas, sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos. Si en cambio llegaba de mal genio, entraba en silencio y se encerraba furtivamente en la biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se sentaba a leer en su sillón reclinable, con la puerta cerrada con seguro. Al cabo de una o dos horas de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de las transformaciones), ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante, feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría, las carcajadas y las ganas de abrazarnos y de hablar”.
El olvido que seremos (2006)
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