El lunes 6 de agosto de 1945, cuando el B-29 Enola Gay soltó, a las 8.15 de la mañana, su bomba de uranio sobre la ciudad de Hiroshima, Yoshie Watanabe estaba distraído acomodándose un zapato. La bomba demoró 55 segundos en alcanzar los 600 metros de altura a los que debía explotar. Yoshie, que era apenas un niño, alcanzó a ver pasar el avión. Su padre estaba a unos pocos metros, impaciente, llamándolo, pero el zapato lo lastimaba, así que Yoshie, apoyado en un muro pintado de amarillo, trataba de encontrar alivio. De pronto una luz antinatural lo tiñó todo, justo antes de que la oscuridad se tragara el mundo. Para cuando Yoshie logró abrir los ojos y los ojos lograron abrirse paso entre la negrura, ya casi no había nada de lo que había habido hasta entonces. Su padre era un cuerpo caído bajo el tronco de un árbol. En el horizonte, la luz radiactiva se había concentrado en un hongo resplandeciente que subía hacia el cielo. Niño como era, y aturdido como estaba, Yoshie entendió que había sobrevivido a algo terrible. Tres días después, perdió por un pelo el tren que debía llevarlo a Nagasaki, la ciudad donde estaba su casa y donde lo esperaban su madre y sus hermanas. Y tuvo suerte también esa vez, porque apenas pasadas las 11 de la mañana del 9 de agosto el bombardero Bockscar pudo soltar la bomba Fat Man sobre Nagasaki, aprovechando una grieta entre las nubes. Antes de haber terminado la escuela Yoshie Watanabe ya era huérfano y se había salvado de dos bombas atómicas.

Fractura es la novela que busca a Watanabe a través de su vida, siempre mirándolo de afuera, siempre armándolo a partir de las marcas que la catástrofe dejó en él y de las que él dejó en las mujeres con las que vivió. El texto empieza el día del terremoto que precedió a un gran tsunami y que terminó por destrozar las instalaciones de la planta nuclear de Fukushima, en la costa oriental de Japón, y termina con Watanabe en la zona del desastre, recorriendo las ciudades devastadas y tratando de conocer a los sobrevivientes. En el medio pasa el siglo XX, cambia la tecnología, el discurso feminista sube de tono, caen las Torres Gemelas y explota un tren en Atocha. En América Latina los desaparecidos se cuentan por millares. El capitalismo se perfecciona hasta volverse un agua pesada que lo cubre todo, que se filtra por todas partes. El amor, el dinero y la energía, dice Andrés Neuman, no saben de fronteras.

Se podría postular que hay dos formas de escribir una novela. Una consiste en verla discurrir, en lanzarse a ella como a una aventura que parece autodirigida, en seguir a los personajes de cerca mientras ellos hacen lo que quieren, un poco obligados por los antecedentes que la tradición literaria les impone. Otra consiste en desplazarse por el territorio siempre incierto pero nunca arbitrario de la escritura, en pisar despacio y con firmeza, como respetando el suelo. Este es el método de Neuman: ir moviéndose sobre el texto como sobre un mapa, pero sin perder de vista nunca el lugar del tercero; el punto de vista externo al plano que es imprescindible para construir un espacio, o una existencia con espesor. Una subjetividad en el mundo.

La historia de Yoshie Watanabe, criado por sus tíos en Tokio y tempranamente emigrado a París, en donde estudia economía y conoce a su primer amor, no es referida nunca en primera persona. La voz narrativa habla de él siempre ceremoniosamente (“el señor Watanabe”, dice); lo cuenta sin tocarlo, lo sigue con expectación y con cierta prudente distancia. No lo ve bien por dentro. Pero hay voces en primera persona en la novela. Son las de las mujeres de su vida: una francesa, Violet; una estadounidense, Lorrie; una argentina, Mariela, y una española, Carmen. Ellas hablan de sí mismas y de Yoshie con Jorge Pinedo, un periodista argentino que se obsesionó con el hibakusha que se salvó dos veces y que, lo que son las cosas, vivió en Buenos Aires con una amiga de su madre.

Así, mediante esos fragmentos que sólo el lector tiene el privilegio de ensamblar, la figura opaca y escurridiza de Watanabe se va recortando, se va despegando del fondo caótico del fin de la guerra y del azoramiento por el horror nuclear que vino después. Y, muy a la japonesa, las marcas, las cicatrices se exhiben y se resaltan con polvo de oro, porque nada es tan valioso como lo que fue puesto a prueba, lo que se rompió y se pudo reparar.

Inspirado por la pintura de Paul Klee conocida como Angelus Novus, Walter Benjamin escribió una de las más famosas de sus Tesis sobre la filosofía de la historia: la que dice que el ángel de la historia tiene el rostro “vuelto hacia el pasado”, porque “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”. La maldición de Watanabe tal vez consista, precisamente, en no poder extraer una gramática de las catástrofes que marcaron su vida. Renacido varias veces en varias lenguas, extranjero en su país y decidido a completar su periplo abrazando a las víctimas de una tragedia que combinó causas naturales y artificiales, el señor Watanabe es, como el ángel de la historia, empujado hacia el futuro por una tempestad “tan fuerte, que le impide cerrar las alas”, mientras “los escombros se elevan ante él hasta el cielo”. Una tempestad, dice Benjamin, “que nosotros llamamos progreso”.