La característica más estimulante de Chango Spasiuk es su verdad: con una obra surrealista y criolla, cargada de pliegues, esperanza y cierta forma de nostalgia, alcanza una potencia metafísica incendiaria y conmovedora.
En estos últimos años, sus conciertos nos han transformado: Spasiuk es un músico que nunca habla a la multitud, sino a cada persona. Compone un espacio instrumental sólido y transparente que revela las posibilidades de un género indefinible, al que llamamos ampliamente “música litoraleña”, desde el que cristaliza una manera única de percibir la canción, de estallar o callar, de resoplar una incomparable concepción melódica. Y el público, absorto, ríe, aplaude, llora. Su acordeón desborda la sala, y uno tiene la sensación de que se cruza con una versión anterior a sí mismo; de que pasa la frontera invisible del tiempo y se reencuentra con su infancia, con el recuerdo de la adolescencia, pudoroso y sin límites. Y así, el espectáculo se revela, mágicamente, como una intimidad perdida.
Siempre encontré una particular belleza en el modo en que Spasiuk nutrió su música: cultivó el chamamé, la polca rural, el chotis y la música de cámara; potentes imágenes de su infancia entre la siesta, el yerbal, el arroyo y el monte. Su madre curándole el ojeo y el susto, su tío enseñándole a tocar el acordeón en el mormazo misionero. Sus pies, siempre descalzos, pisando la viruta de la carpintería de su padre. El olor a mandarinas, la mandioca y los casamientos. El mate cocido, el coco y la pitanga. Apóstoles, el pueblo de Misiones al que llegó una docena de familias ucranianas y polacas a fines del siglo XIX, después de un viaje a vapor incierto y eterno. Entre los ucranianos estaban sus abuelos, que se dedicaron a trabajar la tierra. Mucho tiempo después, su padre le compró su primer acordeón en la relojería de ese mismo pueblo.
“Tengo una foto peinado con gomina, mordiéndome los labios, tocando una acordeoncita amarilla chiquitita. Sería algún casamiento, alguna fiesta. Porque mi papá, cuando lo invitaban a un casamiento, cargaba su violín en la camioneta, por las dudas. Veía quién iba a tocar y se acercaba y le decía: acá estoy con mi hijo, que toca la acordeona [...] Y subíamos a tocar un par de temas, y así me fui fogueando, sin darme cuenta”, contó una vez.
Después vinieron su presentación en el programa Expresión regional chamamecera –que difundía a músicos locales–, su consagración en el festival de Cosquín en 1989, el deseo frustrado de la prensa de convertirlo en un sex symbol del folclore. La colaboración con Divididos, Mercedes Sosa, Liliana Herrero y Cienfuegos; las giras por escenarios de Londres, Nueva York y Berlín; la presentación en prestigiosos encuentros como el festival de jazz de Montreal; el premio de la BBC como artista revelación.
Entre estos paisajes, esbozó su aldea con fragmentos cotidianos, y la búsqueda del misterio del chamamé y la música folclórica, desde un inalterado principio de su poética, que redobla los sentidos, los alcances, las preguntas. Y que continúa en una notable discografía: entre la decena de álbumes, descuellan el irresistible La ponzoña (1996); el impresionante Polcas de mi tierra (1999), en el que documentó las fiestas y la vida campesina misioneras; su apuesta eléctrica de Chamamé crudo (2001), y la sutileza y densidad del tema que lo nombra; Tarefero de mis pagos (2004), Pynandí, los descalzos (2008) y Tierra colorada (2014), que comparten la introspección y una vibración exacta que estremece; y Otras músicas (2016), en el que recopiló una quincena de composiciones que grabó para obras audiovisuales, y que presentó el viernes 11 en la sala Zitarrosa. Este es un disco conceptualmente más urbano que los anteriores, en el que explora una zona más minimalista, con el piano como protagonista.
A lo largo de esta búsqueda de la belleza y la pureza, Spasiuk consolidó un prodigio transformador en complicidad con el silencio, e impulsó el desarrollo de un lenguaje vanguardista amparado en la tradición. A veces se concentra en un poético y primitivo paisaje en movimiento, poco después se reelabora en un ensamble instrumental incontenible y dramático, y luego deriva en un rezo luminoso y festivo. Un gesto político, de época, con el que todos nos terminamos fusionando, confirmando que la vida no es más que una melodía que cada uno ejecuta de manera distinta.