El español Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) estuvo en Buenos Aires para presentar en la Feria del Libro su penúltima novela, Eva. Es el segundo volumen de lo que, según dice, será una trilogía. En la primera entrega (Falcó, 2016) habíamos conocido a Lorenzo Falcó, un mercenario al servicio del bando nacional (los alzados) durante la Guerra Civil Española, y nos había quedado claro que estábamos ante un personaje tan encantador como letal y tan valeroso como cínico. En esta oportunidad lo reencontramos en otro escenario, pero siempre cumpliendo las órdenes de un alto mando que incluye a militares sublevados, falangistas y monárquicos. Los fascistas, digamos. Es 1936 y el generalísimo Francisco Franco atiende a un tiempo los frentes de batalla externos e internos, y pugna por hacerse del control de todo el bando que, más tarde o más temprano, se impondrá a sangre y fuego. En ese contexto, a Falcó le toca secuestrar la carga de oro que un mercante fletado por los republicanos pretende llevar a Moscú, así que la historia se despliega en el exótico paisaje de Tánger, entre espías de diversos orígenes que trabajan a varias puntas, mujeres hermosas que traicionan y son traicionadas, y hombres bravos o miserables. Y Eva, claro, una implacable agente soviética que Falcó conoció, amó y rescató en la novela anterior y con la que tendrá que medirse nuevamente en esta entrega.

Conversamos con Pérez-Reverte en el bar del hotel, donde un rumor demasiado alto de conversaciones ajenas dificultaba las cosas, pero él, ducho en el oficio, tuvo la precaución de empuñar la grabadora y mantenerla cerca hasta que terminó de disparar sus respuestas.

¿Por qué ambientar estas novelas en la Guerra Civil Española?

No hay motivo, a no ser el personal: me apetecía contar una historia de espías; llevaba tiempo con esa idea en la cabeza. Terminé una novela larga [Hombres buenos, 2015] y tuve ganas de cambiar el registro. La otra era una novela compleja, filosófica, enciclopédica, larga, morosa, conceptual, y quería una novela canónica de acción, corta, seca, de diálogos breves. Tenía la idea del personaje, y esa época era buena para situarlo; los años 30, no ya por la Guerra Civil Española, sino porque era una Europa muy interesante: el fascismo, el socialismo, la guerra que venía. Era un buen escenario, y yo no quería hacer una novela sobre la guerra civil, sino sobre un personaje en esa Europa.

¿Estás de acuerdo con llamarla “guerra civil”? Hay quienes sostienen que eso equipara a los dos bandos, y que en realidad lo que hubo fue una invasión desde fuera contra un gobierno legítimo.

Es falsa esa tesis. Estoy en contra de esa versión, y nadie que conozca bien la historia de la Guerra Civil Española diría eso. Fue un alzamiento militar contra un gobierno legítimo, que era el de la República; eso es indiscutible. Pero a ese alzamiento militar no solamente fueron cuatro militares ni cuatro curas: participó un buen sector de la población española que no estaba de acuerdo con las izquierdas, que era de derechas. Yo he estado en varias guerras civiles, y te aseguro que la mayoría de la gente que estaba allí estaba porque era donde le había tocado estar, no porque eligiera bando. En cualquier caso, en las guerras civiles no hay buenos ni malos: todos son malos. Las civiles son las peores guerras, porque son contra los que conoces. Son ajustes de cuentas. Y la Guerra Civil Española fue una barbarie por ambos bandos. Un caos en la República, y un caos y una represión criminal y sistemática en el lado nacional. Lo que pasa es que la República perdió la guerra, y los ganadores durante mucho tiempo reprimieron más; si hubieran ganado los comunistas, que eran los únicos disciplinados que estaban en condiciones orgánicas de ganar la guerra, habría sido lo mismo pero de otro lado. Fue una guerra civil, y te lo dice alguien que ha visto guerras civiles.

¿Todavía están dibujadas esas dos Españas que combatieron en la guerra?

No. Hoy España es muy distinta. Había una España inculta, analfabeta, mediatizada por los fascismos, los nazismos, los socialismos, los anarquismos y los comunismos, que ya no es la misma; ahora hay otra situación. Ese nivel de incultura enorme fue muy importante en la Guerra Civil Española. Hoy existen derechas e izquierdas, existen rencores sociales y económicos y políticos, pero la situación no tiene nada que ver con lo que yo escribí de la España de 1936.

Leí por ahí que Eva sería la más feminista de tus novelas, porque ella es el personaje fuerte. ¿Es así?

Lo han dicho, pero no es cierto. Mi novela más feminista –y se usa en las cátedras de feminismo, por ejemplo, en la Universidad de Alicante– es La reina del sur [de 2002]. Esa sí es una novela feminista. Eva es una novela de aventuras en la que hay un personaje que es una mujer, una agente soviética, una mujer que tiene fe. Un tipo de mujer de las que hubo muchas en los años 30, de las que lucharon por causas nobles y pagaron precios muy altos de prisión, de tortura y de muerte por militar. Eran socialistas, comunistas; Eva es una de ellas, y tiene fe.

Pero Falcó no la respeta porque ella tiene fe, sino porque la considera una igual.

Falcó es un personaje amoral. Es un sinvergüenza, un tipo sin ideología y sin escrúpulos, y es un asesino. Lo que ocurre es que además es guapo, es simpático, es encantador y tiene un montón de cualidades que arropan esa infamia. Tiene éxito con las mujeres, que para él son objetos a depredar, y ahora encuentra a una mujer que es diferente. Y la respeta. Se encuentra a una mujer a la que él, en sus códigos infames y retorcidos, encuentra respetable. Porque es valiente, tiene fe, quiere matarlo, él quiere matarla a ella...

Es una heroína llena de rasgos masculinos.

¿Como cuáles? Dilos. La violencia, el coraje, la dureza, la inteligencia... ¿Esos son rasgos masculinos? Ojalá los hombres tuvieran esas virtudes. Son virtudes más femeninas que masculinas. Yo he conocido mujeres así [se ríe mucho, divertido]; esas virtudes presuntamente masculinas son más a menudo femeninas que masculinas. Y he encontrado, en la vida que he llevado, que ha sido en lugares complejos, más mujeres valientes, más mujeres crueles, más mujeres duras, más mujeres tenaces y dignas, que hombres. Entonces, esas virtudes aparentemente masculinas son virtudes muy femeninas.

Pero son cualidades masculinas para Falcó.

Sí, para Falcó sí. Para el mundo de Falcó. Pero ahí hay una cosa importante: lo que no podemos es mirar el año 1937 con ojos del año 2018. Un error muy común hoy en día es el de juzgar a Hernán Cortés, las invasiones inglesas, a Borges mismo, a Bioy Casares, a las Cruzadas o a la prehistoria con ojos de ONG del siglo XXI. El mundo ha cambiado, afortunadamente, pero no podemos olvidar que era otra época. Es ridículo hacer una lectura moderna: con una lectura moderna no hay nada que sobreviva. Nada, de todo lo que ha hecho la humanidad en 30 siglos de memoria escrita, sobrevive: ni la guerra de Troya, ni las Cruzadas, ni el viaje a la Luna. ¿Por qué no había mujeres en ese primer viaje? Nada sobrevive. Tenemos que entender que el mundo va cambiando para bien, y que se van consiguiendo cosas. Es como la Real Academia Española; 300 años de Academia y sólo ha habido 11 mujeres: sí, pero ocho han entrado en los últimos cinco años.

A propósito, ¿qué hace un académico de la lengua española?

Bueno, la Academia ha conseguido que una periodista uruguaya, un médico argentino, un estudiante colombiano, un abogado mexicano, un policía chileno utilicen la misma ortografía, la misma gramática y el mismo diccionario. Eso es un milagro extraordinario y se debe a que hay una academia de la lengua española y 22 academias más –lo que se llama la Asociación de Academias–, y coordinamos y consensuamos. Conseguir que 50 millones de hispanohablantes mantengan la misma lengua, la misma ortografía y el mismo diccionario, y una bandera que se llama El Quijote, y que es una patria común, es un milagro extraordinario.

Pero mi pregunta no era qué hace la Academia, sino qué hace un escritor que es académico.

Bueno, Ignacio Bosque es un técnico y hace la parte técnica; yo soy un escritor y estoy en la calle y hablo el lenguaje de la calle. Soy un especialista –modesto– en lengua de germanías, en el argot delincuente español de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. Como Javier Marías y otros escritores, traemos a la Academia nuestra parte. Somos la parte práctica. Te pongo un ejemplo reciente: hace poco la Academia aceptó la palabra “iros” en vez de “idos”, en el imperativo. Y lo ha hecho, aunque los filólogos se oponían; pero los escritores dijimos: “Nadie dice ‘idos a la mierda’: la gente dice ‘iros a la mierda’”. Conseguimos que la Academia lo aceptase.

Finalmente, te diré que yo no quería ser académico; cuando me lo propusieron dije que no, que no me veía ahí. Pero me convencieron varios académicos ilustres, no novelistas sino filólogos, y fui. Y estoy muy contento, muy a gusto; es un honor estar allí. Nos reunimos todos los jueves.

¿Qué leías de niño?

Crecí en una casa con biblioteca grande que ahora intento reconstruir. Ya superé a la de mi abuelo, que tenía unos 20.000 volúmenes. Leía libros ilustrados, leía a [Alejandro] Dumas, a Gastón Leroux, a [Emilio] Salgari, los libros que lee un chico de nueve a 12 años. Leí toda mi vida y sigo leyendo. Los libros me ayudaron mucho, porque cuando llegas con 20 años a una guerra, o llegas a lugares donde ves cosas que no se corresponden con la educación que has recibido, los libros ayudan mucho a interpretar. Yo llegaba a Beirut y leía Troya. Estudié latín y griego y había traducido a Homero y a Jenofonte, y cuando llegué a la guerra veía a Andrómaca, veía a Héctor. Me ayudaba mucho a interpretar. Sin libros quizá me habría perturbado mucho la vida que llevé al comienzo. El shock de la guerra y la brutalidad que tuve que ver. Los libros me ayudaron a digerirlo todo y asimilarlo con serenidad; me llevaron fuera, y ahora vuelvo con mi saco lleno de mi propia vida y voy sacando de allí las cosas, y con eso escribo.

¿Cómo llegaste a ser corresponsal de guerra?

Porque la guerra era un buen sitio. Me echaron fuera de casa los libros: yo quería vivir aventuras, quería conocer amigos y chicas guapas, vivir emociones, y pensé que la guerra era un buen sitio para probar. Y me fui a la guerra y encontré, en efecto, amigos, chicas guapas, emociones y otras cosas que no esperaba. Poco a poco, mi vida se fue adaptando, y durante 20 años viví en ese mundo. De mi trabajo como periodista 85% fueron guerras. Y en aquellos tiempos no era como ahora; éramos muy pocos los que las cubríamos, una veintena de todo el mundo, siempre los mismos. Nos llamábamos “la tribu”: en Vietnam, en Camboya, en la guerra de las Malvinas siempre éramos los mismos. Yo era el más joven de mi generación, y después fui el más viejo. Fue muy interesante, porque la guerra es una buena escuela; una escuela de lucidez. La guerra tiene mucho horror, pero también otras cosas. Aprendes mucho sobre la vida, sobre el ser humano, sobre ti mismo. Sobre la condición humana. Se te van muchas inocencias, y muchas palabras con mayúscula terminan perdiéndola. Te quedan muy poquitas: lealtad, dignidad, coraje, coherencia, consecuencia.

Estuve en 22 guerras y siete de ellas eran guerras civiles, y te aseguro que en ninguna puedo decir que hubo buenos o malos. Algunas las hice con los dos bandos; en algunas, como en Líbano, había varios bandos, y todos son idénticos.

Y esos valores como la lealtad, el coraje, ¿no son propios de un escenario de guerra?

Y de vida normal. Los ves en todos lados. Lo que pasa es que en la guerra ves en una semana lo que a lo mejor tardas diez años en ver en la vida normal. Pero la guerra no es más que la vida normal llevada al extremo. La guerra quita el barniz, las apariencias, y deja al hombre desnudo en el egoísmo, en la violencia, en la vileza, y también en la lealtad, en la nobleza. En la guerra he visto cosas que hacen vomitar y cosas que me han emocionado. Y a veces en las mismas personas. Te pongo un ejemplo: en 1977, en Eritrea, yo estaba con la guerrilla que iba a entrar en Tessenei, el 4 de abril. Tenía malaria y disentería, estaba muy mal, y los guerreros eritreos me cuidaban como si fuera un hermano; en plena batalla iban a buscar agua para mí, que estaba con fiebre, y se jugaban la vida. Cuando llegamos a la ciudad, esos mismos guerreros que eran mis hermanos mataron prisioneros, violaron mujeres, yo los vi. Las mismas personas. Fue una lección importante: puedes ser al mismo tiempo ángel y bestia. Y eso que tal vez aquí tardas muchos años en descubrirlo, la guerra te lo enseña enseguida. Debo mucho a esos años en la guerra. Y no es el horror lo que me marcó, porque el horror también se da aquí, en una sala de hospital, en un juzgado, en un barrio marginal. Lo que me marcó fue la información tan rica que obtuve sobre la condición humana.

Una vez estuve con un francotirador en Sarajevo, un tipo al que le pagué para que me dejara estar allí, y él me decía: “Los niños son más difíciles porque se mueven mucho”, “yo primero hiero a uno y cuando van a rescatarlo mato a los que van a por él, y después ya lo mato a él”. Él había sido músico, violonchelista en la orquesta de Sarajevo. La cultura y la barbarie pueden estar juntas. Ese tipo de cosas solamente las aprendes ahí.

¿Cómo se soporta escuchar a los torturados, ver morir a los niños bajo las balas del francotirador?

Con libros. Y hay que tener cierto temple personal. No todo el mundo puede estar allí. Ojo, para llegar allí, antes había que pasar por un montón de lugares muy complicados, pero bueno, hay quien vale para eso y quien no vale. Yo valía, era un buen reportero y hacía bien mi trabajo. Y era como Falcó: era capaz de hacerme amigo de cualquiera; confiaban en mí, cumplía los códigos, respetaba las reglas, nunca decía lo que no debía decir ni contaba lo que no debía contar. Sobreviví donde otros no sobrevivieron.

¿No dice el propio Falcó que cuando ve a un sobreviviente se pregunta qué habrá tenido que hacer para sobrevivir?

Eso lo aprendí ahí. Yo lo he visto. En Croacia, en 1992, vi pegarle a un hijo una paliza delante del padre. El hijo se estaba meando y el padre estaba allí sin hacer nada, paralizado de terror. Yo me hubiera tirado sobre ellos; me hubieran matado. Y el hombre estaba allí mientras torturaban al hijo y no intervenía. El ser humano es muy interesante de observar, y la guerra me dio esa posibilidad.

¿Por qué cosas vale la pena hacer la guerra?

La familia, los tuyos, la gente a la que quieres. Mira, suponte que tú y yo somos chicos de 20 años, antibelicistas, y la guerra nos importa una mierda. Ni la patria ni nada; somos unos chicos, nos gusta la música, pero en nuestro colegio a nuestros compañeros los movilizan para luchar. Tú no te vas a quedar en tu casa. Vas. Yo no he visto a la gente luchar por la bandera, sino porque el compañero iba, por no dejarlo solo. Y eso es admirable. Que por lealtad los seres humanos sean capaces de cruzar una llanura bajo el fuego y hacerse matar, eso es admirable. No la patria, eso es una mierda. Y son tipos que a lo mejor después van a estar violando a una mujer, pero ese momento de gloria es extraordinario. Somos una puta mierda; el ser humano es despreciable, es lo peor, pero de pronto hay un momento en el que, por lo que sea, tiene esos 30 segundos de gloria. Y si tienes el privilegio de estar allí para verlo, eso te reconcilia con toda la mierda de la humanidad.

¿Esos 30 segundos de gloria en una situación de violencia son lo que tiene de bueno el ser humano?

No hablo de violencia, hablo de dignidad. En el trabajo, en el metro, en el autobús, en la casa, ante el hijo, ante el padre. En la guerra eso lo estás viendo continuamente. Lo que a lo mejor no ves en una persona más que una vez en la vida, en la guerra lo ves por todos lados. Me acuerdo de una viejecita, en los Balcanes: los serbios violaban a las mujeres y los hombres del pueblo estaban peleando, entonces una abuela, con la escopeta de caza de la familia, acompañaba a las nueras y a los nietos para que no los violaran. La viejecita, con su escopeta, con unos cojones... Es eso. Ahí no hay hombres ni mujeres: es el ser humano. Todo eso lo aprendí ahí, y con esas cositas escribo novelas.