Debe tratarse del concurso literario más famoso de la historia. En junio de 1816, Lord Byron y Percy Bysshe Shelley, los poetas románticos más top de Inglaterra, habían alquilado una mansión para descansar en Ginebra, pero el clima no acompañó. Se aburrieron de leer cuentos alemanes de fantasmas y desafiaron a sus invitados a entretenerlos con el mejor relato de terror. Sólo dos se lo tomaron en serio, aunque no eran tan famosos como otros de los presentes –si le creemos al escritor colombiano William Ospina y su maravilloso ensayo El año del verano que nunca llegó (2015), también estaba allí Matthew Lewis, que diez años antes había publicado El monje, un pilar de la literatura gótica–. Lo que John Polidori, el médico personal de Byron, y Mary Godwin, entonces amante de Shelley, empezaron a escribir en aquella residencia a orillas del lago Lemán fueron obras maestras. Polidori creó El vampiro, que se haría libro tres años después (1819) y sería la base del Drácula de Bram Stoker (1897); Godwin, con sólo 19 años, se despachó con Frankenstein o el Prometeo moderno, que saldría de la imprenta antes, en 1818 y, a pesar de las malas críticas, se volvería un best-seller.

Si las circunstancias en que nació Frankenstein son notorias es porque Percy Shelley las dio a conocer en el prólogo de la primera edición de la novela, que apareció sin firma, por lo que muchos pensaron que él era el verdadero creador. Cuando apareció la tercera edición, en 1831, Mary, que ya era viuda pero conservaba el apellido matrimonial, reclamaría la autoría de la novela, pero para entonces Frankenstein y su monstruo ya eran criaturas autónomas e incitaban no sólo la imaginación popular, sino también metáforas políticas y advertencias religiosas, e iban camino a convertirse, gracias a Hollywood, en nuevas figuras mitológicas. Tal vez por eso, las circunstancias extraordinarias que atravesó aquella escritora principiante en Suiza debieron esperar un siglo y medio para ser interpretadas como eventos fundacionales de una obra riquísima.

El feto

No es sólo nuestra comodidad sino también la deliberada ambigüedad del texto lo que hace que confundamos a Victor Frankenstein con su monstruosa creación, que, después de todo, permanece innominada a lo largo de la novela; al final de la historia no sabemos quién persigue a quién o cuál de los dos ha resultado más cruel. Repasémosla: el joven Frankestein busca descubrir los secretos de la vida por medio del estudio científico, hasta que sus investigaciones lo llevan a creer que es capaz de animar a la materia inerte. Con restos conseguidos en mataderos y morgues, crea un ser humano, pero en el momento en que este cobra vida, lo asquea su fealdad, huye del laboratorio y se sume en un enfermizo letargo. La criatura, mientras tanto, escapa a los bosques, donde sobrevive plácidamente hasta que se encuentra con un grupo de paisanos que, debido a su aspecto, lo alejan a pedradas. Se esconde en el cobertizo de una familia con niños pequeños, y, observándolos a distancia prudente, en un año aprende a hablar y leer, al tiempo que se da cuenta de que pertenece a una especie diferente: es más resistente, más fuerte, más grande (y también, dada su rapidez para el aprendizaje, más inteligente). El monstruo se topa con unos manuscritos de Frankenstein, y conoce así sus orígenes. Se presenta ante la familia que sin saberlo lo había cobijado, pero también lo rechazan. Carente de afecto, jura vengarse de su creador. Meses después lo encuentra, o más bien, encuentra al hermano menor de Victor, William. El niño también se espanta de su deformidad; el monstruo, buscando silenciarlo, termina matándolo, pero consigue inculpar a un sirviente de la familia. Finalmente se ve con su creador y lo persuade de que le haga una compañera a medida; planea venirse con ella a las selvas de nuestro continente, América del Sur. Frankenstein accede, pero luego, al considerar la posibilidad de que los monstruos se reproduzcan –a pesar de que no le es manifestado y de que le resultaría muy fácil impedirlo–, abandona el proyecto. Esa traición desata la venganza de la criatura, que mata a la prometida de Frankenstein y a todos sus seres cercanos. Comienza luego una confusa persecución hacia el norte, hacia el océano Ártico, donde son avistados por un barco comandado por Robert Walton, un explorador de rutas interoceánicas. Creador y criatura –según le cuenta en una carta a su hermana Walton, que es quien recibe la larga confesión de Victor– mueren en el hielo.

Podemos no recordar algunos de estos detalles, pero sí tenemos, ante todo, la imagen de Boris Karloff, el actor que en 1931, en la película de James Whale, encarnó al monstruo para dotarlo de un rostro y una figura angulares, definidos, reconocibles. Y aunque tampoco nos hayamos topado con esa o con alguna otra versión cinematográfica de Frankenstein, tenemos idea de lo que significa como metáfora: apunta a algo tosco, poco armónico, hecho con piezas dispares. En otras épocas, sin embargo, fue señal de otros males. Hasta finales del siglo XIX, por ejemplo, Frankenstein sirvió en Inglaterra para designar a la masa descontrolada, especialmente cuando se entreveía la posibilidad de un levantamiento popular, de manera similar a la que el francés Ernest Renán y el uruguayo José Enrique Rodó utilizarían la figura de Calibán, el personaje de La tempestad de Shakespeare (1611), para expresar sus dudas antidemocráticas.

Las nenas

Atrapada entre la imaginería pop y las limitaciones del cine de terror, hasta la década de 1960 Frankenstein entraba a la academia como un producto menor del Romanticismo. En realidad, para esa época era considerada parte de un subgénero poco prestigiado, el gótico, cuyo núcleo temático, según Harold Bloom, era un conflicto de identidad. Entonces, irrumpió otra mirada. Era la época de la segunda ola del feminismo, que buscaba convertir en igualdad de hecho aquello que el primer feminismo había consagrado por ley. Frankenstein sería capital para la rama literaria de esta renovación teórica (“esa novela fue la veta madre de la crítica feminista”, escribió Diane Long Hoeveler) y tal vez sólo Jane Eyre, de Charlotte Brontë (1847), haya generado tanta variedad de enfoques dentro de lo que dio en llamarse ginocrítica.

El primer golpe fuerte lo dio la académica estadounidense Ellen Moers con Literary Women (1976), que estableció la idea de que Frankenstein tiene por centro sus referencias a la maternidad. Partió de lo biográfico: peinó los diarios de Mary Shelley y encontró que había pasado por varias experiencias límite durante aquellos meses en que gestó Frankenstein. No sólo estaba embarazada cuando escribió la novela, en 1816, sino que lo estuvo cuatro veces entre 1815 y 1821, aunque tres de sus cuatro hijos murieron antes de cumplir un año. “Encontré muerto a mi bebé. Un día horrible”, anota Mary en su diario la primera vez. Meses después registra que soñó que su hija vivía: “Sólo se había enfriado. La masajeábamos y se recuperaba. Me desperté y no la tenía conmigo. Estuve triste todo el día”. A fines de 1816, le envía una carta a Percy para avisarle que está embarazada nuevamente y que acaba de terminar el cuarto capítulo de su novela.

Retrato de Mary Shelley, de Richard Rothwell, c.1840.

Retrato de Mary Shelley, de Richard Rothwell, c.1840.

Por si 1816 hubiera sido poco agitado, a mitad de año Mary Shelley se enteró de que la esposa de su pareja, Percy Shelley, una mujer apenas mayor que ella, se había suicidado estando embarazada (el poeta había abandonado a su familia). Ese mismo año, además, también se suicidó Fanny Imlay, su media hermana, mientras que su hermanastra, Claire Clairmont, que la había acompañado en la escapada veraniega con Shelley, esperaba un hijo de Byron. Y, un detalle no menor, la causa de la muerte de la madre de Mary Shelley, la también escritora Mary Wollstonecraft, había sido fiebre puerperal contraída durante el parto. “Para examinar el origen de la vida, tenemos que recurrir a la muerte”, dice Victor Frankenstein mientras experimenta con tejidos de cadáveres. ¿Demasiados nacimientos y muertes?

“Así nacen los monstruos”, respondía Moers, quien en realidad estaba contestando una pregunta lanzada por la mismísima Shelley. “¿Cómo yo, entonces una muchacha, pude concebir una idea tan detestable?”, había escrito en el prólogo de 1831, en el que, en otro movimiento ambiguo, Mary Shelley justificaba la originalidad de su obra a la vez que se distanciaba, por inmaduras, de las transgresiones religiosas en las que había incurrido con ella.

Tras dejar constancia de tanta excepcionalidad biográfica –aun más pronunciada si se tienen en cuenta que las demás escritoras británicas y estadounidenses de la época fueron mujeres sin hijos–, Moers procedió a leer la novela como un “mito del nacimiento”. Así, vio en Victor Frankenstein un hombre que quiere concebir sin una mujer, y en el rechazo que le produce su “hijo” encontró una alusión a los sentimientos ambivalentes que pueden desencadenarse tras el parto, y que sólo una pluma femenina podía captar. “Casi toda la novela trata sobre los castigos impuestos a creador y criatura por una crianza infantil deficitaria”, dice.

Ellen Moers murió poco después de publicar su libro, pero su posta fue recogida por las también estadounidenses Sandra Gilbert y Susan Gubar, que en 1979 editaron un influyente estudio sobre literatura victoriana: The Madwoman in the Attic. Allí retomaban la asunción central de Moers –o sea, que Frankenstein expresa un punto de vista claramente femenino–, aunque discutían la idea de que el ambiente literario en que creció Mary Shelley fue menos importante que su experiencia como madre. En efecto, la escritora era hija de dos intelectuales de primer orden: el político libertario y escritor William Godwin y la narradora y activista Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Para describir el ambiente decididamente libresco en que creció Mary Shelley, Gilbert y Gubar acuñaron la expresión “bibliogénesis”; recurriendo a la “novela familiar” que la autora esboza en su prólogo de 1831, dieron cuenta del estímulo al debate y la escritura que primaba en su hogar –allí conoció a Percy Shelley, que era amigo de su padre– y del riguroso plan de lecturas que seguía Mary; a veces lo continuaba durante las visitas a la tumba de su madre, de acuerdo a la biógrafa Muriel Sparks, y no lo interrumpió durante sus embarazos. De hecho, los libros con los que se autoeduca el monstruo, según se nos cuenta en el tramo central de la novela, son exactamente los que había leído Mary el año anterior: el célebre poema épico de John Milton El paraíso perdido (1667), Las penas del joven Werther, de Goethe (1774), Vidas paralelas, del griego Plutarco, y Las ruinas de Palmira, del conde de Volney (1791). La conexión primordial, para estas académicas, no era creación-muerte, sino creación-literatura-sexo.

Gilbert y Gubar creían, además, que El paraíso perdido actuó como fuerza rectora para la escritura anglosajona hasta principios del siglo XX, especialmente para las mujeres, oprimidas por su “etiología patriarcal” tradicional que coloca a Dios Padre como creador de todas las cosas. Así, clasificaron las relecturas femeninas del poema en confrontativas (como la de las hermanas Brontë, Emily Dickinson, George Eliot y Virginia Woolf) o clarificadoras, como la de Mary Shelley, que con su novela buscaría explicar el porqué del castigo a la transgresión prometeica. Tanto Mary Wollstonecraft como Percy Shelly fueron críticos agudos de Milton, recordaban Gilbert y Gubar, y propusieron a Frankenstein como misreading (malentendido, lectura equívoca) de El paraíso perdido, en tanto la novela está teñida de la imaginación visual con la que el poeta y artista gráfico William Blake “enmendó” a Milton, pero sin llegar a realizar, como este, una inversión total de valores (Blake propuso a Satanás como dios creativo). En este esquema semibíblico, las investigadoras colocaron a Victor Frankenstein y su monstruo alternando en los roles de Dios (uno es el creador, pero luego el otro se vuelve su “amo”), Satanás (uno como el que rebasa una ley, el otro es vengativo) y Adán (uno es un niño inocente, el otro también es una criatura primigenia); el único excluido sería el puesto de Eva, que, sin embargo, también está allí, porque, a fin de cuentas, es quien da a luz, como Victor; en todo caso, a la presencia difusa de Eva le adjudicaron la importancia del vacío significativo. Otros mitos románticos, Prometeo desencadenado, de Percy Shelley (1820), y Manfred, de Lord Byron (1816), completaban la trama de influencias miltonianas que proliferaban en el entorno de Mary Shelley.

La propia estructura de la novela, organizada en capas que se presentan y retiran de forma simétrica –los relatos en primera persona aparecen en el orden capitán Walton-Frankestein-el monstruo-Frankenstein-Walton– era, para Gilbert y Gubar, otra muestra de que lo narrativo primaba sobre lo maternal (luego otros académicos verían una subversión de la autoridad patriarcal en ese juego de narradores que debilitan sus respectivas voces). Para Mary Shelley, decían las socias, “leer y escribir equivalía a investigar”.

El siguiente giro de Frankenstein feminista llegaría en 1982, con “My monster/My Self”, un ensayo de la deconstruccionista Barbara Johnson (que dedicaría gran parte de su carrera posterior al tema; en 2014 apareció la recopilación póstuma My life with Mary Shelley), que devolvió el privilegio a lo textual por sobre lo biográfico. En un juego de palabras lacaniano, Johnson escribió que Shelley transforma la envida del pene (no dice “penis”, sino “pen”: pluma) en envidia masculina del vientre; su idea principal es que Frankenstein puede ser leída como la experiencia de escribir Frankenstein. Se basó en una afirmación que hace Shelley en su prólogo de 1831: se refiere a la novela –y al monstruo– como una “hideous progeny” (progenie abominable). Johnson encontró, tanto en esa introducción como en el cuerpo de la novela, referencias a Victor Frankenstein como artista, y a su labor, como arte, con lo que reforzó la asociación entre crear vida y crear obra que, para ella, Mary Shelley intentó describir en la novela.

Otras lecturas vinculadas al posestructuralismo retomaron la idea de la ausencia de una voz femenina en Frankenstein, o la cruzaron con la noción de lo abyecto impulsada por Julia Kristeva. Mary Mulvey-Roberts, por ejemplo, vio en la relación del monstruo con su creador una “unión semiótica” del tipo que se da entre un sujeto y su madre antes de la adquisición del lenguaje, que obliga a la separación; pero el estadio reprimido, como la criatura, “reaparece en las fronteras de la conciencia” y el final de la novela significaría la irrupción terminal de lo abyecto.

Muchos postulados de la segunda ola feminista serían fuertemente cuestionados por la camada siguiente –encontraron problemático su esencialismo, que dejaba de lado factores sociales y económicos en la construcción de las identidades de género–, pero la manera de pensar en Frankenstein y en la literatura en general a partir de conexiones textuales y biográficas no tan evidentes –de omisiones, incluso– ya había conquistado su lugar dentro de los estudios académicos. No dejó de haber casos extremos, como el de la libertaria-conservadora Camille Paglia, que en su deseo por ridiculizar al feminismo anterior llegó a apoyar la vieja tesis de que el verdadero autor de Frankenstein es Percy Shelley, ya que una adolescente, como era Mary en 1816, habría sido incapaz de producir una obra tan acabada.

Frankenstein según el film de J. Searle Dawley, de 1910. El actor es Charles Ogle.

Frankenstein según el film de J. Searle Dawley, de 1910. El actor es Charles Ogle.

El varón

Moers, en su seminal Literary Women, proponía la categoría de “gótico femenino” para referir a novelas que, como las de Ann Radclife (Los misterios de Udolfo, de 1794; El italiano, de 1797), ponían en el centro a una heroína viajera. La carencia de un personaje de este tipo en Frankenstein siempre fue problemática para incluirla en el subgénero, y para afirmar que Frankenstein marca el nacimiento de la ciencia ficción, el escritor e investigador británico Brian Aldiss partió de otros rasgos secundarios comunes: el ambiente distante, exótico, cierta ensoñación que facilita la introducción de lo extraño. A pesar de que a la novela de Shelley le cabría el argumento que usa para descartar a ciertos antecedentes antiguos y renacentistas como auténticas bases de la ciencia ficción –dice que no hay una continuidad entre aquellas obras dispersas, y lo mismo ocurre con la ciencia ficción pos Frankenstein, que recién se retoma ocho décadas después–, Aldiss consigue convencer porque se centra en la idea de que Frankenstein es un transgresor de un nuevo tipo. Por primera vez en el terreno de la fantasía, dice, la verosimilitud –lo que permite suspender la incredulidad, en palabras de Coleridge– no es la magia o lo sobrenatural, sino la actividad científica. Frankenstein, a diferencia de otros transgresores románticos, como los héroes de Goethe, Byron, e incluso Matthew Lewis y ETA Hoffmann, no busca prolongar su propia vida, sino crear una nueva.

La novela, nos recuerda Aldiss en Billion Year Spree (1973), su estudio histórico sobre la ciencia ficción, estaba totalmente imbuida en ciertos debates científicos de la época. Las teorías evolucionistas de Erasmus Darwin (opacado luego por la fama de su nieto Charles), los avances en la química y la física, la posibilidad, de acuerdo a los descubrimientos de Galvani, de animar al tejido muerto, están detrás del accionar del doctor Frankenstein, quien, según el relato, llega a la Universidad de Ingoldstadt lleno de nociones de alquimia y sale convertido en un químico hardcore, convencido de que puede crear vida a puro ingenio y electricidad. Las discusiones sobre la responsabilidad ante la creación artificial, la usurpación del rol divino y los bordes éticos del desarrollo científico siguen permeando a la ficción científica hasta hoy, y todo eso nace con Mary Shelley, nos recuerda Aldiss. En 1973, Aldiss también la homenajeó con una novela, Frankenstein desencadenado, en la que, viaje en el tiempo y metaliteratura mediante, viaja a una Suiza en la que coinciden el científico, su monstruo y Mary Shelley, más un fallido intento de hacer que la historia termine “bien”.

En tanto heraldo de Shelley como madre de la ciencia ficción, Aldiss fue inmejorable: no sólo era un reputado autor, sino también un defensor a ultranza de la obra de HG Wells, el escritor que hasta entonces podía recibir cierto consenso como padre fundador de la corriente. Aldiss, que murió el año pasado, intentó repetidas veces definir qué cosa es la ciencia ficción; la más sintética de sus descripciones tenía al extralimitado doctor Frankenstein como centro: “hibris ajusticiada por némesis”, o sea, historias sobre una transgresión que recibe una venganza divina.