La Sicario original (2015) fue un contundente thriller que nos metía en el espantoso mundo de los cárteles de droga mexicanos y de la guerra sucia perpetrada contra ellos por las autoridades estadounidenses. No tuvo una taquilla excepcional, pero cubrió con creces los gastos y ganó un estatus de culto suficiente como para catapultar a su director, Denis Villeneuve, al perfil más alto de La llegada (2016) y de ahí al blockbuster Blade Runner 2049 (2017).
Sicario: día del soldado es, nominalmente, una continuación de Sicario, pero, aunque sale de la pluma del mismo guionista, Taylor Sheridan, parece más bien una idea independiente torcida para aprovechar la marca del original (y tratar de hacerla rendir en algunas continuaciones más, ya que deja planteada una cantidad significativa de personajes que luego pueden conectarse y reconectarse, antagonizarse o amigarse, en indefinida cantidad de situaciones, y el final nos deja colgados esperando el próximo episodio).
En esta película no aparecen Kate y Reggie (los personajes interpretados por Emily Blunt y Daniel Kaluuya), que eran la óptica inocente desde la cual contemplábamos con espanto e indignación la dimensión del salvajismo vigente en el funcionamiento de los cárteles y en los operativos para combatirlos. El protagonismo queda depositado en Matt (un agente del Departamento de Justicia) y su ayudante Alejandro (un ex sicario, ahora enemigo de los narcos). Sus funciones frente al gobierno estadounidense siguen siendo las mismas, pero no parecen los mismos personajes: es como si los roles escritos en forma independiente se hubieran adaptado para encajar con el currículo y la historia pasada de Matt y Alejandro. Si, en vez de acordar con Benicio del Toro y Josh Brolin, hubieran cerrado con Sylvester Stallone o Bruce Willis, esto hubiera podido ser la nueva entrega de Los indestructibles o de Duro de matar, y la historia igual hubiera podido adaptarse al Golfo Pérsico o alguna parte de África.
Matt y Alejandro son encargados de llevar adelante el plan secreto de provocar una guerra entre dos importantes cárteles rivales para, de esta manera, debilitarlos y facilitar una intervención. El recurso que inventa Matt es secuestrar a la hija del jefe de uno de los cárteles, dejando la idea de que la acción fue perpetrada por el bando rival. En el correr del metraje esos casi monstruos quedan investidos de conciencia y ternura, y deciden hacer lo correcto (salvar a la muchacha), aun desobedeciendo las órdenes de las autoridades supremas, que lucen perversamente manipuladoras, hipócritas y cobardes. A partir de ahí, el perfil de la película cambia totalmente. Lo que empezó como un film casi bélico se convierte en algo que está entre Más corazón que odio (1956), El perfecto asesino (1994) y la franquicia de Jason Bourne.
El asunto está aggiornado para contemplar algunos temas más candentes que el narcotráfico. La película enfatiza el hecho de que los cárteles de drogas mexicanos vienen siendo los principales operadores del tráfico de inmigrantes ilegales. En ningún momento la narrativa se ocupa de las penurias que llevaron a que esta gente haya sentido necesidad de migrar, ni de su destino en Estados Unidos. El involucramiento de los cárteles y la explotación de los migrantes por los mafiosos da a ese contrabando humano un tono repugnante que parece justificar el incremento en la vigilancia en las fronteras. Para reforzar esta tendencia, la película expone como un hecho algo que fue esgrimido por el gobierno de George Bush como un peligro potencial luego del 11 de setiembre de 2001: el que las estructuras del tráfico de migrantes mexicanos sean usadas por terroristas de países islámicos para entrar al país. La segunda escena de la película muestra un terrible atentado islamista a un supermercado en Kansas City en que, aparte de la destrucción más genérica, vemos a un hombre-bomba detonarse junto a una joven mamá y su hijita rubia que imploraban por piedad.
Sicario respondía a la sensibilidad de la era Obama, mientras que esta continuación parece decidida a no dejar afuera a los votantes de Donald Trump. La película propicia argumentos a favor de la severidad en las políticas migratorias y de la mano dura aplicada por el Ejército, la CIA y la Policía –incluso admitiendo cierta flexibilidad respecto de los derechos humanos, con tal de preservar a los estadounidenses blancos y su modo de vida–. Esa opción ideológica es sabia, porque entre el público hay mucha gente de derecha que disfruta de esos hombres musculosos de rostro marcado, quijadas poderosas, mirada firme, que susurran con voz grave breves frases terminantes, empoderados con armas pesadas, vehículos blindados, ingenio y determinación, para ejercer su caballerosidad protectora sobre una púber indefensa mientras ejecutan a una masa de indios (bah, sus equivalentes modernos). El ingrediente “rebelde” en la segunda mitad del metraje, cuando Alejandro desobedece órdenes y se convierte en renegado, puede sentirse como una postura alt-right; el Rambo solitario que se aventura en contra de un sistema burocratizado y omiso.
La película es truculenta, pero nada que ver con la violencia repulsiva y enfermiza que se mostraba en Sicario. Es decir, esta violencia es mucho menos traumática, mucho más celebratoria y catártica, por más que haga de cuenta que es lo contrario. De hecho, Sicario terminaba enfocando a la gente común de Ciudad Juárez metida en un cotidiano de violencia (un bajón), mientras que esta termina enfocando al héroe que anuncia más acción en un futuro.
El estilo del director Stefano Sollima es vistoso, pero nada que se acerque a la original personalidad visual de Villeneuve. La música de Hildur Guðnadóttir es un embole en su tono constantemente ominoso, y sólo el énfasis en los registros graves recuerda a la espectacular banda musical que el fallecido Jóhann Jóhannsson hizo para Sicario.
Sicario: día del soldado (Sicario: Day of the Soldado) dirigida por Stefano Sollima Con Benicio del Toro, Josh Brolin, Isabela Moner. Estados Unidos, 2018. En Movie Punta Carretas, Movie Montevideo, Portones, Las Piedras Shopping, Punta Shopping.