Están de moda las paletas, en Buenos Aires, acá, confitadas, bicolores, en celofán. Paletas antes del teatro, por ejemplo, como alguna vez se llevaron los medallones de menta. La última vez que entré al Cervantes estaba en reformas, pero se podía recorrer el edificio que mandó a construir la actriz María Guerrero para dejar impacto material en la ciudad porteña que desde la primera gira cedió a su dicción perfecta y su “gracia castellana”. De eso pasó un siglo, no tanto de la visita. Vi el vestido que la diva usó en La dama boba, porque ahí mismo funciona el museo del Instituto Nacional de Estudios de Teatro, donde está el traje de Pepino el 88, el payaso que hizo famoso a Pepe Podestá; pasé por antesalas de azulejos verdosos, según leí, traídos de Valencia, reconocí a Tincho Zabala en una foto.
Reservo ahora en el Teatro Nacional Cervantes, dirigido por Alejandro Tantanian, que como consta en los papeles, “buscará hacerse cargo de su especificidad en tanto teatro público, sin imitar/mimar/copiar los procedimientos y requerimientos del teatro comercial, sin vampirizar las prácticas del teatro independiente”. En el hall venden libros sobre montajes experimentales y en un mostrador hay café, malbec y paletas de chocolate y de frutos tropicales. Telón traspasado, el escenario principal, del cual hace pocas semanas bajó un doble programa de Copi, y en los afiches junto a la boletería, la indicación de “agotado” para las funciones de El hombre que perdió su sombra, artilugio estético al que habría acompañado en plan Peter Pan al primer niño que me lo pidiera. Pero es noche de amigas con La vida extraordinaria, de Mariano Tenconi Blanco.
Un par de pisos después, la sala Orestes Caviglia, un anfiteatro frente a una pared en la que se proyectarán galaxias, como en el domo de un planetario. En el medio, discretamente, el tecladista Ian Shifres y la violinista Elena Buchbinder crean una cápsula atemporal. Crédito célebre: Cecilia Roth en la voz en off del relato, que es la crónica del big bang y después, o del singular tesoro de sostener un lazo estrecho hasta el fin del mundo. Aurora Cruz y Blanca Fierro, dos amigas criadas en Ushuaia, “una vida tan inmensa y tan baldía como cualquier otra”, previene el autor, que también se ocupó de la puesta en escena, dirigiendo a Valeria Lois y Lorena Vega –extraordinarias– que llevan, corren y escalan en tacones los dúctiles elementos de utilería. La voz cavernosa de Roth guiará esa reflexión paralela, una visión menos mística que doméstica de las contracciones del cosmos, en la que la contigüidad de los microorganismos y la ballena austral y la asociación entre afinidad y casualidad logran que, meteorito más, meteorito menos, al final todos seamos vecinos.
El arco dramático comienza con el entierro del padre de Aurora, mientras ella arrastra por la nieve embarrada un matrimonio vacío y recibe el ineficaz pésame de su amiga, que le guiña un ojo. Nos pasea por el protocolo del sexo con demostraciones prácticas que aflojan un comienzo más trascendente. La educación sentimental se extiende al diario personal de cada una, brindando monólogos de un patetismo hilarante, hasta las incertidumbres que, entre otras mudanzas, implantan los hijos.
Cuando ya la conocemos bastante, Lois, en personaje voluble, admite ser “un poco melodramática” y su amiga vuelve a hacer un guiño, esta vez a la platea. En el programa de mano Mariana Enríquez cita a Manuel Puig. Un aire de folletín, de las telenovelas que su abuela le contaba a su madre, enriquece los diálogos de Tenconi Blanco en esta pieza, enclavada libremente en la década del 40. Es el mismo que escribió y montó a dos orillas La fiera, sobre una mujer-tigre criolla, cumbianchera, fronteriza, vengadora de abusos. Su dramaturgia traduce las alianzas femeninas, con las que habilitan y contienen. El año pasado hizo agonizar a Lorena Vega durante más de tres horas en Todo tendría sentido si no existiera la muerte, la historia de una maestra de pueblo a la que le diagnostican una enfermedad terminal y que como última voluntad va a protagonizar una película porno como las que saca del videoclub (porque son los años 80).
Siempre que acecha un cataclismo la noción de ridículo se desactiva. Aurora se agencia un amante que se llama igual que su mascota y le dedica uno de sus poemas camp: al Ulises can o al perro de su amante, que la manipula, desencajándola en frustración suicida. En otro arrebato enumera, declamativa, incontenible, máquina deseante, todo lo que se metería en la vagina (hasta “la Singer”). El registro y la lectura como tablas de salvación: los diarios íntimos, las cartas, las veladas poéticas, unas torpes palabras de aliento.
Blanca no reclama menos, tampoco. Antes de que todo concluya dos horas más tarde, parada sobre un taburete, sacada, agitando los brazos, el lazo de su camisa sedosa deshecho, los pelos revueltos, trata de convencer al universo: “¡Una te pido!”. Entonces mi compañera de función me codea para dedicarme una guiñada.