Los discos de The Beatles en la casa de la infancia. Un piano en la memoria de su madre. Los covers de Buitres que tocaba con su banda en la primera adolescencia. Un casete de su padre con “La gran Pascua rusa”, de Rimski-Kórsakov. El redoblante que le prestó un amigo, a los ocho años, en el patio de su escuela. Con todos esos hilos está tejido el aprendizaje musical de Felipe Ortiz Verissimo (Montevideo, 1987), que hoy a las 20.00 estrena con la Orquesta Sinfónica del SODRE su obra Concierto para violín y orquesta.

Quizá la mayor parte del público que vaya al auditorio Nelly Goitiño (18 de Julio 930) lo haga atraído por la Sinfonía pastoral, de Beethoven, o por la obertura de Las hébridas, de Mendelssohn. Pero cuando comience a ver y escuchar la obra de Ortiz, de 15 minutos de duración, empezará a preguntarse muchas cosas. Por ejemplo, qué es ese instrumento que de lejos parece casi de juguete y que tiene tanto protagonismo en la pieza. O ese otro, que se asemeja a un piano pero que suena de esa manera angélica en la que podría imaginarse la música celestial si ángeles y cielo no fueran producto de la alucinada manipulación humana. Vibráfono y celesta son herramientas con las que se construye el sonido de Ortiz. Instrumentos que usan su propio cuerpo para producir el sonido, sin necesidad de tubos de aire ni de cuerdas.

El cuerpo, no sólo de los artilugios musicales, siempre fue central para este compositor de 31 años. Ahí está, a fin de cuentas, el conector entre este autor de música sinfónica y aquel baterista adolescente de una banda que se llamaba La Esquina, por una canción de La Renga. La conexión “viene por el lado de la gestualidad”, dice, “tocar batería de rock and roll tiene mucha géstica, es muy físico”. Tan incorporado lo tiene que “todo el aspecto rítmico en este concierto está pensado desde distinto tipo de gestualidades”. Habla de metáforas más que de ademanes. Habla del modo en que se aplica el cuerpo para lograr transmitir una sensación a través del instrumento.

Apenas volvió de la escuela ese día en que su amigo le prestó el redoblante, le dijo a su madre que quería uno. Si le hubiera dicho “tambor” hubiera pasado por un capricho de la infancia. Pero como usó una palabra tan específica la madre intuyó que había algo más profundo en el pedido. El instrumento vino con la condición de estudiar y se inició, de ese modo, un período de siete años de clases de percusión que luego lo llevaron al taller Gamelán, de Marta Salom, más tarde a licenciarse en la Escuela Universitaria de Música y, después, a dar clases en la Regional Norte de la Universidad de la República.

Lo académico es sólo una parte. Está también el tablado del Defensor Sporting –vivía enfrente–, en el que descubrió la batería de murga. O los sonidos de la calle.

Ortiz apunta a la música poco convencional que se escuchará este viernes porque siente “la necesidad de buscar nuevas sonoridades, de aplicar todo lo que uno ha aprendido en torno a las posibilidades técnicas de los instrumentos para formar un lenguaje más actual”. Para alcanzar una música que no sea “una sucesión de sonidos bellos y armoniosos, que se acerque más a lo que escuchamos en el día a día, a esa polución sonora en la que hay múltiples músicas sonando al mismo tiempo”.

Una polución que debe estar ausente al momento de componer. Por eso, para crear este Concierto para violín y orquesta, primero tuvo que mudarse. No del todo, ya que siguió viviendo en el pequeño apartamento de Punta Carretas. Pero cuando en medio de los libros y dibujos de su esposa, la ilustradora Joaquina Guidobono, se hizo un espacio al lado de la puerta para comenzar a distribuir los altos y los bajos en el esqueleto de su concierto, sólo escuchaba las conversaciones de sus vecinos. Un edificio de dos pisos con siete apartamentos por piso en el que a los demás habitantes les gusta conversar en los corredores genera una reverberación que da por tierra cualquier intento de organizar el sonido. Así que se convirtió en un refugiado diurno en el barrio contiguo, Pocitos, apelando al piano que estaba en la casa de su madre, emparentada con el escritor brasileño Érico Verissimo (del lado paterno tampoco faltan los ilustres: su abuelo fue el senador nacionalista Dardo Ortiz).

Como nadie vive con un solo trabajo –y menos un compositor uruguayo–, además de docente, Ortiz Verissimo es archivista de la Sinfónica del SODRE. Siete años le llevó a su equipo el proyecto de restauración y ordenamiento del archivo oficial de partituras, que tuvieron que trasladar desde Sarandí y Misiones hasta la ubicación actual en el auditorio Adela Reta. Trabajo intelectual, sí, pero también físico. “Dejamos bastante sudor al mover montones y montones de cajas”.

En el auditorio se cruza a diario con Daniel Lasca, concertino de la Sinfónica, quien un día como cualquier otro, en marzo de 2016, entró al archivo a saludarlo en un intervalo de los ensayos. Fue otro golpe sobre el parche de aquel redoblante del patio del colegio San Juan Bautista. Le pidió que escribiera una obra para la orquesta. “Ahí me larga esa bomba”, dice Ortiz Verissimo al recordar ese día en que comenzó un proceso de ocho meses que dio por resultado el concierto que se escuchará este viernes. Si bien la música resultante no puede definirse como tradicional –“nadie va a salir tarareando una melodía”–, sí es tradicional la estructura de tres movimientos. Incluso el modo de escribir. Aunque compone a mano, en lugar de hacerlo en computadora como la mayoría de sus contemporáneos, la tecnología no estuvo ausente en el necesario proceso de colaboración entre compositor y solista. Ortiz solía enviar por Whatsapp fragmentos de la partitura que fotografiaba con su teléfono, para que Lasca le dijera si eso que estaba imaginando podía obtenerse haciendo sonar un violín.

Sucede que más allá de la inspiración individual son muchas las manos que están en movimiento para que ocurra lo que sucederá esta noche: el raro estreno mundial de una obra uruguaya. Algunas de esas manos, incluso, ya no están en el SODRE. Fue el anterior director musical, Martín García, quien decidió poner la obra de Ortiz en la programación 2018. La batuta actual, Diego Naser, tuvo la visión de mantenerla y potenciarla. Una orquesta que quiera ser la expresión sinfónica de una sociedad necesita, entre muchas otras cosas, poner en los atriles partituras audaces –y reflejar así el sonido que están creando los autores locales del presente–, además de llevar al escenario las grandes obras de la tradición sinfónica. Este viernes se dará otro paso en esa dirección.