Segunda escena de Joker (Todd Phillips, 2019). Vemos el cuadro cerrado de la cara de Arthur Fleck, un hombre de unos 40 años, ensayando diferentes formas de carcajada. La risa es poco creíble, como por compromiso, como la de esa gente que se ríe de un chiste porque admira o alcahuetea mucho al que acaba de contarlo. La escena sigue y vemos que Arthur está hablando con su psiquiatra. Su risa no era una impostura sino la manifestación de una enfermedad mental. Arthur no puede evitar la carcajada cuando pasa por una situación tensa y angustiante. Y su vida es una situación tensa y angustiante. Su trabajo es pararse en la vereda con un cartel, vestido de payaso, y llamar la atención de la gente para que se hagan clientes de, pongámosle, una lavandería de cuarta. No tiene pareja, no tiene amigos, todos piensan que es raro. Vive con su madre enferma en un apartamento decadente. Sus compañeros de trabajo lo maltratan. Regularmente, alguien en la calle le pega, porque sí. Su risa, entonces, es una manifestación exagerada de un mandato de la cultura de masas, ese que pregona que aunque la vida sea una mierda, tenés que reír, tenés que ponerle tu mejor cara. ¡Vamos que la vida es una fiesta! Pero Arthur no es capaz de controlar el ejercicio de ese mandato, no puede apenas sonreír amablemente, y eso perturba.

Una madrugada, Arthur vuelve en metro a su casa. Acaban de despedirlo del trabajo. El metro está semivacío. Los otros ocupantes del vagón son una joven que lee un libro y tres yuppies de Wall Street borrachos que la acosan. Arthur tiene un arma. Se la dio un compañero de trabajo porque la calle está brava. Arthur sabe que no debería estar armado: tiene un trastorno psiquiátrico. De pronto, la situación se pone tensa. Los yuppies detectan al payaso triste al final del pasillo. Avanzan hacia él entre risas y burlas, entre súbitos apagones que dejan el metro a oscuras durante fragmentos de segundo y nos hacen imaginar que en ese momento pasará algo. Finalmente, los yuppies rodean a Arthur. Él ríe a carcajadas, no puede controlarse. Los yuppies creen que los está provocando. La tensión aumenta, va a pasar algo, pero no sabemos quién va a lastimar a quién. ¿Es el freaky desclasado y deprimido la encarnación de la violencia sin sentido, o bien radica en esos tres burgueses hiperintegrados que se saben dueños del mundo? La situación angustia porque es impredecible. Cualquiera de los dos desenlaces tiene lógica. Finalmente, pasan las dos cosas.

Cuando está bien, Arthur es un romántico. Lo único que pretende es “traer alegría al mundo”. Pero vive en un mundo cuyo sentido común es el cinismo. Todos se burlan de él cuando se dan cuenta de que cree en algo.

Batman (la trilogía de Christopher Nolan: 2005,2008 y 2012) es el sueño húmedo de la derecha reaccionaria. El trasfondo ideológico de su relato es que la sociedad ha dejado de funcionar armónicamente, como supuestamente lo hizo en algún tiempo pasado y perdido. Donde antes había una comunidad sostenida por sólidos vínculos jerárquicos y naturales, ahora hay guerra de todos contra todos, individualismo, violencia sin sentido. Por eso, es necesario que algo, más allá y por encima de la ley que se han dado los hombres, restablezca el orden.

Si Batman es la reacción, Joker es la revuelta popular, o, por lo menos, la única forma de revuelta popular que puede imaginar un mundo incapaz de concebir el fin del capitalismo. A diferencia de las películas protagonizadas por el hombre murciélago, aquí la familia Wayne ya no es esa aristocracia virtuosa, con conciencia social, que a pesar de no tener ninguna obligación se ocupa –aunque infructuosamente– del sufrimiento de los pobres, sino una oligarquía que sostiene su riqueza y su poder sobre la desgracia de esos pobres. En Joker, el capitalismo es una forma de organizar la vida que produce soledad, miseria, angustia, violencia. Sujetos rotos que deambulan por el mundo como fantasmas, que no alcanzan a estar seguros siquiera de su propia existencia. La salida a esto no es, como quisiera Batman, la reacción, o sea, el restablecimiento del orden mediante el combate al crimen callejero y a la corrupción del sistema, sino la aceleración: un capitalismo hiperbólico como la risa de Arthur; más caos, más sinsentido, más violencia. Una revuelta de derecha.

Hay una estética y una ética de la violencia en esta película que refrita el imaginario de El club de la pelea (David Fincher, 1999). Arthur es un pobre diablo hasta que un día, forzado por las circunstancias (como Edward Norton era forzado por Brad Pitt) ejerce la violencia y mata a tres yuppies insufribles que lo acosan en el metro. Les dispara en la cabeza, les dispara en el pecho, les dispara por la espalda. Descarga el arma como una eyaculación liberadora (en la sala se oyen aplausos) y luego su vida gira 180 grados, descubre su potencia sexual, humilla a los compañeros de trabajo que antes lo humillaron a él, se libra del peso de una madre controladora. Pasan 20 años de la película de Fincher y es sorprendente que el imaginario mainstream sobre el fin del capitalismo no se haya movido un centímetro. El caos o el orden; la imposibilidad de organización.

La política de la literatura no se juega en los contenidos, sino en las formas. Por eso, no tiene sentido discutir si Joker fomenta o no la violencia en función de cuáles son y cómo se encadenan los argumentos que explican el derrape de Arthur hacia la locura, pero sí lo tiene de acuerdo a cómo representa estéticamente ese derrape hacia la locura. Por ejemplo, Artigas no es tanto un héroe nacional por las instrucciones del año 13 o el reglamento de tierras, sino porque se sublevó en inferioridad de condiciones, porque sus superiores lo desautorizaron e igual el pueblo emprendió el éxodo con él, porque volvió y triunfó sobre los que le habían soltado la mano, porque lo traicionaron, porque los poderosos se aliaron contra él, porque igual les resistió cuatro años, y porque perdió y tuvo que irse al norte a pasar la vejez en el ostracismo, olvidado por la patria a la que había dedicado lo mejor de su vida. En base a este tipo de épicas construían sus héroes los románticos. En Joker hay una épica del cinismo que es problemática en términos ideológicos. No porque el director justifique o deje de justificar lo que el Joker hace, sino por la forma, porque hay una representación gozosa de eso que el Joker hace. Hay goce en la fotografía que muestra la sangre como una explosión liberadora, hay goce en la música que arropa el ascenso de Arthur al liderazgo de una turba fascista mientras la ciudad está envuelta en llamas, hay goce en el diálogo agudo que acompaña el asesinato de una mujer postrada en una cama de hospital, hay una construcción del cinismo como lo cool, como el pibe canchero que quizá tenga algunos problemas pero ah, eso sí, nadie puede negar que se anima a hacer lo que todos queremos hacer, y qué onda tiene, qué bien baila.

La irracionalidad es el camino. Abe, el protagonista de Irrational Man (Woody Allen, 2015), no sólo está interpretado por el mismo actor de Joker (Joaquin Phoenix). También vive angustiado ante la experiencia de un mundo sin sentido. Y también, al igual que Arthur, encuentra en el homicidio la energía de vida. Se vuelve un hombre alegre, enamorado, sexualmente capaz, cuando decide matar a alguien. “El intelecto no comprende todo. Hay que confiar en el instinto”, se justifica ante la chica que lo descubre. “Si te sientes bien al hacer algo, es porque estuviste bien”, remata. La muchacha se debate entre denunciarlo o dejarla pasar (está enamorada de él, de su vitalismo desbocado, de su creatividad sin censuras) y el director traduce su duda moral en los siguientes términos: “Sentía que era un pensador original que no podía juzgarse con las reglas de la clase media”. La cultura de masas está obsesionada con su propia mediocridad y busca vías para trascenderla. Y esas vías giran una y otra vez en torno al individuo superior, aquel que crea su propio destino, que toma las riendas de su vida. Contra lo que se dice, la cultura de masas es una cultura aristocrática.

A diferencia de Abe, un profesor universitario de filosofía que cree saber demasiado sobre el mundo, Arthur no puede elaborar un relato sobre su miseria. En toda su vida no ha sido feliz un solo segundo, pero no sabe por qué. Sueña escapar mediante el éxito. Como buen hijo de la cultura de masas, cree que la trascendencia es la fama, la mirada fascinada de los otros. Quiere ser actor de stand up y su modelo es el conductor del Late Night Show que ve todo el mundo, Murray Franklin, el personaje que interpreta Robert De Niro. Finalmente, consigue que lo inviten a su programa. Antes de ir, ve videos de programas anteriores para aprender cómo moverse frente a cámaras. Quiere saber qué tiene que hacer, dónde debe pararse, cómo saludar, cuál es el comportamiento normal para presentarse ante la masa. Su cuerpo funciona según un formato preestablecido por otros.

Arthur Fleck, ya transformado en Joker, va al programa de Murray Franklin. Fleck ha soltado el lastre de las inhibiciones morales y se conduce por la vida como si nadie más existiera. Ya atravesó su proceso de iluminación por la violencia y comprendió que la vida no es una tragedia, como pensaba en sus tiempos de depresión, sino una comedia. Fleck está desatado, Fleck fascina, como Tyler Durden, ese macho en pleno dominio de sus facultades que puede oler el miedo y las dudas de los otros.

Murray es un conductor a la Orlando Petinatti, que basa el éxito de su programa en burlarse de pobres diablos como –él cree que todavía lo es– Fleck. Entonces, en vivo y frente a millones de personas, le pide que haga un chiste, esperando que sea muy malo, para burlarse con el público a su costa. Pero Fleck hace un chiste sobre una mujer cuyo hijo acaba de morir. Murray se pone serio y le dice que eso no es gracioso. Fleck se ríe y le dice: “¿Quién te creés que sos para decir qué es gracioso y qué no?”. Es una situación incómoda, porque el espectador tiende a ponerse del lado de Fleck –Murray es despreciable–, pero en esa reivindicación del humor por el humor en sí mismo, Fleck se está llevando todo puesto, está defendiendo el derecho a ejercer la violencia, en ese caso simbólica, sobre cualquiera, por el solo hecho de poder ejercerla. ¿Qué importa que una madre haya perdido a su hijo? ¿Cómo vamos a dejar pasar la oportunidad de ejercer nuestro placer? “Ya estoy cansado de fingir que [el sufrimiento de los demás] no es gracioso”, dice Fleck, en pleno modo alt-right.

En este punto, la película reivindica solapadamente la misma ética que su personaje, y quizá el ejemplo más concreto sea el de Gary, el compañero de trabajo (enano) de Arthur, interpretado por Leigh Gill. Gary no sólo es blanco de burlas de otros personajes, sino también del director de la película. En la escena más violenta, Gary debe escapar de un apartamento para salvar su vida. Sólo se lo impide una puerta sin llave, pero la puerta tiene puesto el pasador, y el pasador... le queda demasiado alto. La sala estalla en carcajadas, y es que la escena está muy bien resuelta. El director nos invita a participar en la ética de su personaje. Claro que habría sido más polémico si el objeto de escarnio no hubiera sido un enano, sino el representante de alguna minoría mejor organizada para defender sus derechos, pero la incorrección política siempre sabe elegir a sus enemigos.

Hay una manifestación. Miles de personas salen a las calles a protestar, con sus rostros cubiertos con máscaras de payaso. Son lo que Ernesto Laclau llamaría “una masa disponible”. Están enojados. Algunos no tienen trabajo, a otros les sube el alquiler y ya no lo pueden pagar, o no pueden acceder a los medicamentos porque el gobierno recortó el gasto público en salud. Los componentes químicos se mezclan y se forma una materia combustible. En televisión, alguien le pregunta al Joker si está con ellos, si su rostro maquillado es señal de una postura política. El Joker responde que no, que no cree en nada. Inmediatamente, hace un pasaje al acto que lo transforma en líder popular. No hay otro líder disponible. Se desata el caos.

Escena final. El Joker camina por el pasillo de un hospital psiquiátrico. La revuelta sucedió; sus pasos dejan huellas impresas con sangre. Al final del pasillo hay dos opciones, girar a la izquierda o a la derecha. El Joker elige la derecha. La cámara se queda con el pasillo vacío. Segundos después, vemos al Joker volver por donde se había ido, perseguido por dos guardias, como en una escena de dibujos animados, y huir hacia la izquierda. La cámara sigue quieta. Y entonces el Joker vuelve a aparecer y ahora se pierde hacia la derecha. No vuelve.