El diálogo del ruso Aleksandr Sokurov con el barroco de Rembrandt y la denuncia anticolonial de la chilena Voluspa Jarpa se destacaron entre 89 envíos nacionales a la Bienal de Venecia 2019; Uruguay volvió a mostrar una presencia levemente ondulada
Criptas anegadas, lanchas y vaporetti encallados, librerías y comercios con la mercadería empapada, algunos museos cerrados, 80% del tejido urbano bajo agua, alarmas de advertencia que sonaban como los viejos aullidos que décadas atrás anunciaban un bombardeo. “Que vivas tiempos interesantes” es el lema de la edición 58 de la Bienal Internacional de Arte, que culmina en Venecia este domingo. La apócrifa maldición china pareció hacerse realidad a dos semanas de su finalización, cuando la ciudad vivió la segunda peor inundación de su historia moderna. El acqua alta habitual de cada otoño alcanzaba las cotas que la volvían acqua grande. No es sólo la Serenísima República, es el planeta el que se hunde.
Una semana no es suficiente para recorrer 89 pabellones de países y 21 exhibiciones satelitales, además de los dos grandes hangares con las decenas de artistas invitados. Mucho menos si el arte está inmerso en una ciudad única en el mundo que reclama atención con cada uno de sus elementos urbanos, desde los palacios que brillan y se descascaran en el Gran Canal hasta las verdulerías montadas en barcazas al pie de alguno de los 500 puentes. A veces, la única solución es dejarse llevar como enajenado de exposición en exposición para descubrir, con mirada de neófito, el holograma del esqueleto de un astronauta negro flotando en el vacío, o a una joven artista japonesa que decide cortar sus pies por una enfermedad degenerativa y se vuelve el material de su creación. Dos propuestas de la bienal de este año cuyo curador, Ralph Rugoff, evitó algunas excentricidades de responsables anteriores y simplificó los recorridos, ganando en claridad sin por eso perder en espesor. Ayuda, en ese sentido, la decisión de que los mismos artistas de Jardines se repitan en Arsenal, insuflando una pizca de familiaridad en medio de la vorágine.
La muestra más importante de arte contemporáneo del mundo está dividida en tres segmentos. El más tradicional es Jardines, donde se encuentran el hangar central para los artistas invitados y los pabellones nacionales de los países que fueron los primeros en tener techo propio, entre ellos Uruguay. El segundo sitio es Arsenal, antiguo astillero de la república marítima, donde hay más pabellones nacionales y donde el curador dispone de un área más amplia incluso que en Jardines, pero en la que el edificio desafía a las obras en interés y belleza. El tercer segmento de la bienal no es un único lugar, sino el mapa completo de Venecia para recorrer, ahora sin pagar entrada y sin la restricción de ingreso de 48 horas que implica el billete para Jardines y Arsenal, aquellos pabellones nacionales y muestras colaterales que están distribuidos a lo largo y ancho de la ciudad con forma de pez.
Intensidades
Tavares Strachan nació en Bahamas y trabaja en Nueva York. Este año, en Venecia presenta una serie de collages en Jardines, además de una instalación en Arsenal sobre Robert Henry Lawrence Jr, el primer astronauta negro de la NASA, que murió en un vuelo de instrucción cuando tenía 32 años. Junto a la belleza del holograma central que parece mostrar el cuerpo ingrávido de Lawrence, la obra se ancla con un texto en el que se recuerdan los mensajes de odio racista que recibió la viuda del piloto después del accidente. Lo que se ve en Venecia es un reflejo de la obra completa, que fue lanzada al espacio el 3 de diciembre de 2018 para que siga orbitando alrededor de la tierra hasta 2025. Lo que está ahí afuera es una urna de oro de 24 quilates, con el rostro esculpido de Lawrence, al estilo de los sarcófagos del antiguo Egipto, en una ecléctica combinación con otras tradiciones que también preparan a los muertos para su viaje hacia el más allá. En el arte contemporáneo no sólo importa el resultado, sino –en igual o mayor forma– el proceso, así que el autor se preparó entrenando él mismo en el centro para cosmonautas Yuri Gagarin de Rusia. Este camino fue financiado por el Museo de Arte de Los Ángeles (LACMA, por su sigla en inglés) y es coherente con apariciones anteriores de Tavares Strachan en Venecia, como cuando en 2013 estuvo a cargo del pabellón de Bahamas y generó una instalación sobre uno de los exploradores polares menos conocidos, el afroestadounidense Matthew Henson.
Belleza e intensidad también están presentes bajo la firma de Mari Katayama, una de las artistas más impactantes de la bienal. Lo que se ve del trabajo de esta Frida asiática y radical son fotografías en las que aparece rodeada de sus prótesis de pie y de una iconografía mitad naïf y mitad aterradora. La perfección de su rostro, la sensualidad general que emana de esos autorretratos, combinados con la mutilación, colocan el dardo en el centro de la diana del estremecimiento. Si se lee el texto curatorial se descubre que desde niña la artista sufrió una enfermedad que le provocaba grandes dolores. Pronto se enfrentó al dilema de pasar la vida en una silla de ruedas o cortar sus dos pies, decisión que tomó –dice la leyenda biográfica– con sólo nueve años. Su mano izquierda, con dos únicos enormes dedos, también es parte de una estética en la que suele yuxtaponer imágenes de sí misma con cangrejos o quimeras.
En Jardines y Arsenal también está presente Artur Jaffa, ganador del León de Oro a mejor obra individual. Como ya se informó en la diaria, el León de Oro a la mejor participación nacional fue para Lituania con Sun & Sea (Marina), una ópera sobre el cambio climático cantada en una playa falsa encerrada en un corral de madera.
Dream team ruso
En el equipo de una muestra no es habitual tener a uno de los principales cineastas de la actualidad, al director de uno de los grandes museos del mundo, a un artista que se las arregla para desacralizar sin dinamitar la esencia de aquello con lo que está dialogando y, en cierta medida, al propio Rembrandt. El pabellón ruso los tiene y no es necesario saberlo de antemano para sentir el golpe en el mentón de Lc 15:11-32, título críptico en referencia a un pasaje del Nuevo Testamento de la Biblia.
La parte superior del edificio está en manos de Aleksandr Sokurov, quien ya tomó por asalto el Hermitage con su película de una sola toma El arca rusa (2002), aquel ejercicio majestuoso que, sin embargo, es una obra menor si se la compara con la poética morosa, tarkovskiana, de Madre e hijo (1996). Ahora, en Venecia, Sokurov trabaja a partir de la pintura El regreso del hijo pródigo (1662), de Rembrandt. Esa que narra el episodio bíblico del joven que pide a su padre que le adelante su porción de la herencia, parte al extranjero, la malgasta, y regresa en harapos; el padre lo recibe con una fiesta y despierta las protestas del otro hijo, que se ha quedado a trabajar la hacienda familiar. Para releer esa obra de Rembrandt, Sokurov la tridimensionaliza. Acostumbrado al plano de la pantalla, que podría ser un equivalente al lienzo y que, de hecho, tantas veces Sokurov ha tratado como tal, en Venecia el cineasta ruso da cuerpo a los personajes en grupos escultóricos y en una siembra de objetos que parecen recrear el estudio del artista neerlandés. La gestación de la obra está ocurriendo. El hijo está regresando, el padre lo está abrazando, Rembrandt está procesando todo eso para llevarlo a su cuadro, y en ese instante, quebrando el límite del tiempo, Sokurov se introduce con el visitante.
La interrogación del presente se planta a través de dos pantallas: una con dos soldados vencidos o cansados, otra con los escombros de una ciudad en llamas. ¿Cómo no pensar en Chechenia? La redención, el perdón, el arrepentimiento, la mirada adusta del “otro hijo”. Todo eso deja de ser una certeza y pasa a ser sólo una posibilidad. Si Sokurov nos coloca en el momento en que está ocurriendo, aún es posible que suceda de otra manera. No debería ser así, ya que de confiar en los evangelios, por fe o por deber, nada tendría que salirse de lo escrito. Y podría pensarse que para recordar este carácter es que está el Cristo que Sokurov introduce entre las imágenes. Sucede que no es cualquier Cristo. Es el Cristo en el desierto (1872), de Iván Kramskói. Un Cristo reflexivo, atribulado, abierto a la duda, que le valió el rechazo de las autoridades eclesiales de su tiempo pero también la admiración de Lev Tolstói. Un Cristo abierto a que la parábola del hijo pródigo ocurra, entonces y hoy, de un modo diferente. Que nos recuerda que son muchos los instantes contenidos en lo que parece ser un único instante. Estamos en un presente en que estamos viendo qué cosa. ¿El regreso del hijo pródigo, el momento en que Jesús lo narra, en que Rembrandt lo pinta o en que Sokurov lo relee? A todo eso nos asomamos asomándonos al pabellón de Rusia para asomarnos, en definitiva, a una única pregunta: ¿hay redención después de Grozny? Sokurov no la nombra, pero la muestra con todas las letras. Para otro espectador será otro lugar, otro tiempo, otra imposibilidad, otra Chechenia.
Escaleras abajo, el pabellón contrasta la seriedad de Sokurov con la provocación festiva y oscura –como de taberna centroeuropea– que propone Alexander Shishkin-Hokusai. Plástico vinculado con el teatro, casi 20 años menor que Sokurov, que porta, en la segunda parte su apellido, un homenaje al “artista del mundo flotante” que vivió en Japón, a caballo entre el siglo XVIII y el siglo XIX. Las figuras de Shishkin-Hokusai no flotan, sino que saltan o giran, como atracciones de feria, saliéndose de los cuadros que parecen más bien retablillos de titiriteros.
Chile anticolonial
Una familia de indígenas aplastada bajo el peso de su carga. Los restos del atentado fascista contra la estación de trenes de Bolonia. Un tren bananero. Retratos de pacientes estigmatizadas por el diagnóstico de histeria. El rostro de Aldo Moro a través de la lente de sus secuestradores. Una mujer maltratada. Circos humanos disfrazados de “interés antropológico”. Son algunas de las imágenes que forman parte del pabellón chileno, en Arsenal. La primera sensación es que hay “demasiada información” para el espacio con el que se cuenta. Pronto se comprende que no puede ser de otra manera. Que si algo es “demasiado” es lo que ha venido ocurriendo en la construcción de las Visiones alteradas (título global de la obra) que surgen de una larga historia de imposiciones desde los centros hegemónicos sobre las regiones, clases, etnias y géneros de la periferia.
Voluspa Jarpa ordena ese material en tres recorridos. Primero el “Museo hegemónico”, que narra visualmente seis casos en que esa hegemonía se materializa de la manera más cruel: desde un linchamiento político y canibalismo en plena Europa del siglo XVIII hasta el golpe contra Jacobo Arbenz en la Guatemala del siglo XX.
Jarpa es una de las figuras más interesantes y politizadas de las artes visuales actuales de su país. Conocida por su trabajo con los archivos desclasificados del Plan Cóndor (siniestra coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur en los años 70), que Jarpa diseccionó en una muestra anterior en la que la belleza no estaba divorciada del horror, como se pudo comprobar en sus exposiciones en el MALBA de Buenos Aires y en Matucana 100 de Santiago. También tuvo una participación menor en la BienalSur de este año, con una instalación sonora en el Museo Nacional de Artes Visuales del Parque Rodó.
Precisamente una versión ampliada y enriquecida de esta instalación, Ópera emancipatoria, cierra el recorrido veneciano. En Venecia, en lugar de los cartelones declarativos que pudieron verse en Montevideo, Jarpa coloca un video donde el coro de los dominadores hace contrapunto con el coro de los subalternos. Entre ambos, no como síntesis sino como agudización de ese imposible entendimiento, dos voces protagónicas, un arriero y una mujer trans, se plantan, uno en la cordillera, la otra en la Biblioteca Nacional de Chile, y se declaran soberanos. “Nos disculpan, somos bárbaros”, dice el arriero. “¿Qué es ser una mujer, y qué es ser un hombre?”, pregunta la otra voz, mientras deshace un ejemplar decimonónico del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas y se come las páginas. El eco de Ai Wei Wei quebrando hace 20 años un jarrón de la dinastía Han –uno de los momentos inolvidables del arte contemporáneo– pero con una conceptualidad mucho más carnal.
Glasstress
El artista chino del jarrón roto, que suele ser una de las vedettes de toda bienal en la que participa, en la de 2019 tiene un papel secundario. Casi clandestino. Para verlo hay que cruzar a la isla de Murano. Ahí está, reproducido varias veces en cristal de colores, su gesto provocador del dedo medio levantado. Desde hace diez años, coincidiendo con las bienales, la tradición de este frágil oficio en la más frágil de las ciudades se deja intervenir en Glasstress por artistas contemporáneos. Algunos, siguiendo la línea de Thomas Stearns, el estadounidense que se internó en Venecia para aprender y subvertir, trabajan el vidrio como uno de sus caminos de exploración. Otros se sumergen en el nuevo lenguaje casi por primera vez. En esta ocasión el resultado se vuelve una de las mejores propuestas de la bienal. El secreto parece haber estado en la elección de los curadores, dos de las mentes y manos más brillantes que ya han expuesto en anteriores bienales: los también artistas Vik Muniz, brasileño residente en Nueva York, y Koen Vanmechelen, belga, autor del evento colateral de 2011 Nacido en Venecia, un capítulo más de su largo manifiesto en favor de la impureza elaborado a partir de cruzar razas de pollos.
No parece casual que la medusa de cristal de Vanmechelen en este Glasstress 2019 sea un busto de mujer negra de cuyo pelo salen serpientes y gallos. Muniz, que expuso dos veces en Montevideo en la galería Xippas, en esta ocasión utiliza murrinas venecianas para crear retratos en forma de mosaico. El brasileño vuelve a mostrar, pero ahora con cristal, una técnica que ya usara para retratar a Pelé y a Barack Obama en dos de sus obras más conocidas, pero que luego abandonó para dedicarse a proyectos de otro vuelo, como el que hizo a inicios de esta década con los hurgadores del mayor vertedero de basura de Río de Janeiro, y cuyo proceso creativo se puede ver en Youtube en el documental Waste Land (2009), Premio del Público en el Festival de Sundance y nominado al Oscar de la Academia.
La isla
Parece hecho a propósito. Para llegar al envío de Cuba hay que ir a la isla que se usaba de manicomio y donde sólo hay otro pabellón, el de Siria. Situados en edificios diferentes de San Sérvolo, comparten, sin embargo, cuidadora. Si en los días finales de la bienal se visita uno, hay que esperar que ella lo cierre y se traslade con el ocasional curioso y abra el otro. Lo que se encuentra vale el esfuerzo. Margarita Sánchez Prieto cura una propuesta que lleva el título genérico de Entorno aleccionador. Apela, con inteligencia, a lugares ajenos a Cuba, pero significativamente cercanos, para hablar de la realidad propia. Ahí conviven alfombras rotas de la Rumania de Nicolae Ceaucescu con una serie de imágenes de las casamatas abandonadas de la Albania de Enver Hoxa. Encierros y desgarramientos de dos experiencias socialistas cuyo fin estuvo lejos del sedoso terciopelo de Praga. Hay un trasfondo ecológico, pero incluso eso, como el experimento de las colmenas que guían a las abejas a formar patrones asociados con momentos y dinámicas de los sistemas económicos, tiene un eje claramente político. Unas esculturas caladas en papel moneda venezolano y una baraja para un campeonato clandestino de póquer con la figura de Fidel Castro a modo de arlequín marcan el aspecto más evidentemente crítico –y menos interesante– del conjunto.
Checoslovaquia y alrededores
Es un país que sólo existe en la Bienal de Venecia. La República Checa y Eslovaquia, dulcemente divorciadas hace ahora 30 años, aún comparten el pabellón en Jardines bajo el nombre de Checoslovaquia. No es sólo una convivencia fría, sino que cada vez acuerdan el envío “nacional” que represente a las dos naciones. Casi siempre la elección es acertada, y esta vez no fue la excepción. Permite descubrir –desde la ignorancia general del otro lado del océano y particular del neófito– a un artista que con la sencillez de medios modestos y el vuelo de una mente brillante lleva a otra dimensión lo que los occidentales intentaron hacer, contemporáneamente, en movimientos de vanguardia sesentista. Se trata de Stanislav Kolíbal, hoy de 95 años, una de las figuras del UB12, expresión de la Primavera de Praga en las artes visuales.
Otros envíos nacionales y otros artistas individuales también dejan su impresión en la sobrecargada retina del visitante. El pabellón de Perú, con la muestra Indios antropófagos, de Christian Bendayán, que cuestiona la forma en que se ve a los habitantes originarios de la selva y la hipersexualización de sus mujeres a partir de la mirada de los ojos urbanos. El de Austria, que este bienio deja su edificio encalado en manos de la artista feminista Renate Bertlmann para que construya la instalación Discordo ergo sum como un manifiesto contra el amor romántico. El de Ghana, con una poderosa entrada en escena en su primera bienal que, sumada a los pabellones de Sudáfrica y Costa de Marfil, da cuenta de la potencia de las artes africanas. O el envío de Hungría, que refleja el vínculo entre técnica y arte mediante la experimentación de Tamás Waliczky en Cámaras imaginarias (una veintena de modelos, que mayoritariamente son utopía y en menor medida prototipo, que macluhianamente recuerdan que el artilugio que se invente para mirar modificará de manera inevitable aquello que se mira y registra). Diferentes modos de ingresar al sentido dual del tema de esta bienal. Tiempos interesantes en una ciudad que puede ser una metáfora del mundo en cataclismo. Se hunde ante nuestros ojos y sólo respondemos sacándonos una selfie sonriendo con el agua a las rodillas y el fondo de la anegada basílica de San Marco. ¿No es la barrera surgida de los desvelos de los ingenieros y detenida por la ineficacia o la corrupción de los burócratas lo que puede salvar a la ciudad, sino su belleza? No hay respuesta feliz para esa pregunta estúpida, parece responder la Bertlmann desde el pabellón austríaco con un campo de rosas en forma de navajas. Discordo, ergo sum.
Uruguay: la calma que el alma preanuncia
Ese juego de bochas en el centro del piso del pabellón oriental, figurando la constelación de Orión y espejando lo que se ve en el cielorraso, actúa como eje de la instalación de Yamandú Canosa. En las paredes se despliegan otros elementos que buscan sostener la propuesta La casa empática. Una suerte de estar en el mundo y de que el mundo esté en el país que genera una expresión de deseo conceptual. Parece demasiado librado a su suerte en una feria de variedades en la que el visitante está sometido, durante varias horas, a estímulos generados por todos los otros pabellones que ponen ante sus sentidos un desafiante –y a veces estresante– despliegue de medios e imaginación. El resultado de lo que buscó Canosa estará mejor o peor logrado según quién lo experimente, pero no parece destinado a ser de las experiencias más inolvidables que se pueden vivir en Jardines. En la otra acepción del término, experimentar con radicalidad quizás sea lo que les sigue faltando a las presencias de Uruguay en las últimas ediciones de la Bienal de Venecia. Con impunidad de neófito, y mirando el ejemplo del pabellón ruso que el Hermitage le entregó a un cineasta, es posible preguntarse si no será tiempo de compartir la llave con disciplinas que vayan más allá de las artes visuales más tradicionales (pero de modo radical, no con la timidez con la que se intentó en 2011). En un momento de tanta madurez del teatro uruguayo, ¿cómo sería un pabellón Uruguay en manos de Sergio Blanco?