En diciembre de 2011, la revista Time elegía como personaje del año a un manifestante anónimo, al que llamaba simplemente “The Protester”. La tapa de la edición lo mostraba con la cara cubierta por un pañuelo y la cabeza envuelta en algo que tanto podía ser un turbante como una gorra o una capucha. No se distinguían los rasgos (esa es la idea de taparse la cara) y tampoco se podía identificar el género. Era alguien joven, pertrechado como para resistir en una manifestación en la que, eventualmente, podría estar expuesto a gases, agua a alta presión o cualquier otra sustancia de las que se usan para dispersar el amontonamiento de gente. Era, por así decirlo, un manifestante platónico: El Manifestante.
Aquel había sido un año intenso. Las noticias sobre lo que se conoció como primavera árabe (ese polvorín que terminó con gobiernos tan distintos como los de Hosni Mubarak y Muamar Gadafi) se intercalaban en los informativos con imágenes de personas acampando en Wall Street o en Puerta del Sol, con manifestaciones en Atenas y con marchas estudiantiles en Santiago de Chile. La indignación estaba en su mejor momento, y a nadie le importaba mucho saber contra qué, exactamente, se manifestaban en cada caso tantas personas.
A la revista Time, por cierto, tampoco le importó aclarar el punto. El manifestante, ese concepto puro, esa figura que tomaba todo el planeta en un contagio enfervorizado, estaba más allá de cualquier pregunta sobre la justicia, la pertinencia o la necesidad de su irrupción. Las causas del descontento, los objetivos perseguidos por los manifestantes eran cuidadosamente uniformizados y descafeinados detrás del signo neto, límpido, de un rostro joven con la cara tapada.
Mucha agua corrió desde entonces bajo los puentes del mundo, y ahora las protestas en cadena parecen haber tomado América Latina de norte a sur. Se protesta en Chile contra la mercantilización de la vida y se derroca a un presidente indígena en Bolivia con la promesa de correr a la Pachamama y devolver a Dios lo que es de Dios. Hay muertos, hay heridos graves, hay abusos de todo tipo y una violencia que parece pedir a gritos que alguien venga a poner orden. Hay un clima exasperado que ni los medios masivos explican con claridad ni los impacientes ciudadanos tenemos ganas ni tiempo de investigar. Se recurre, entonces, a las metáforas simplificadoras, se apela al buen trato y al respeto y se habla de tender puentes, remar juntos y no caer en la grieta. Y sí, lo de caer es metafórico (caer está ahí en lugar de verbos como, por ejemplo, incurrir), pero de un modo distinto a “la grieta”. La grieta metaforiza una ruptura social que nos divide fatalmente, que nos vuelve enemigos y nos impide tirar juntos para el mismo lado, que es como se debe hacer para avanzar.
Todo este palabrerío de movimiento lleno de imágenes territoriales sirve para ocultar piadosamente la verdad de la milanesa, que no es otra que la de los intereses en conflicto, las tensiones de clase, las posiciones de poder y los lugares subalternos. Sirve para que hablemos de eso, de cómo estamos divididos y de cuánto deberíamos estar cuidando el “día después”, ese momento que nos encontrará otra vez poniendo el hombro para sacar el país adelante, porque si no, señor, señora, nos espera lo peor. El caos. La debacle. El triste escenario de las protestas y la represión, el forcejeo y la demostración de autoridad, el insulto fácil, la victimización y el reproche. Y así, como quien no quiere la cosa, dejamos pasar la ocasión de hablar claramente de lo que nos diferencia, de poner la palabra, el pensamiento y el cuerpo en la construcción de algo distinto a lo que no queremos, de asumir que, efectivamente, hay quienes entienden que está bien una cosa y quienes entienden que está bien la contraria, y eso no es una grieta, no es un accidente geográfico, sino el resultado de ver el mundo de formas muy distintas.
La agencia de noticias que solemos consultar en la redacción tiene organizadas sus áreas temáticas bajo etiquetas más o menos convencionales (deportes; arte y espectáculos; política), salvo por una que se llama “disturbios y conflictos”. La conflictividad, la protesta, los disturbios constituyen, para la agencia, una categoría específica, así como para la revista Time el manifestante era un personaje puro, más allá de sus motivaciones o de sus objetivos. La grieta, el estallido y tantas otras metáforas banales cumplen la misma función: diluir la razón del acontecimiento en la superficie de su ocurrencia. Nos infantilizan en nuestro lugar de ciudadanos y nos arrinconan en una posición en la que sólo parece posible pedir orden o lanzarse a la batahola. O ambas, porque cuando no se sabe para qué se hacen las cosas, no tiene nada de raro pasar de un extremo al otro.