Hace algunos años, antes de que nos habituáramos a caer en la pantalla del celular en cada tiempo muerto que tiene la jornada, las peluquerías de mujeres se esmeraban en mantener actualizado el surtido de revistas que hacían más llevadero el asunto de esperar a que actuara la tinta o se nos secara el pelo. Fue en una peluquería, justamente, que cayó en mis manos una entrevista a Beatriz Sarlo de la que no recuerdo prácticamente nada excepto la expresión “quality books”. En la nota en cuestión, Sarlo se manifestaba tajantemente en contra de esos libros de baja estofa que simulaban ser lo que no eran: literatura. “Detesto los quality books”, decía, si la memoria no me hace trampas. Por supuesto, no los definía. Al fin y al cabo, era una nota en una revista de actualidad, de esas destinadas a terminar amontonadas en una peluquería, pero a mí, al menos, me quedó clarísimo que hablaba de esos libros engañosos que fingen una profundidad que no tienen y que ofrecen una erudición de supermercado, una forma Disney del conocimiento de la historia o de la filosofía o de lo que sea. Al contrario de la honestidad de eso que se conoce como pulp –historias en serie impresas en papel barato y para consumo masivo–, los quality books se presentan en ediciones cuidadas que pueden cobrarse caras, y, sobre todo, y esto es lo que los distingue, abordan asuntos importantes.

Sobre ese odio de Sarlo (odio que, no sé si es necesario confesarlo, comparto devotamente) me obligó a volver una miniserie alemana que acaba de estrenar Netflix y que en estas latitudes se llama Temporada de secretos (Zeit der Geheimnisse, 2019, Samira Radsi y András Szucks). Compuesta por apenas tres episodios (“El regreso a casa”; “El secreto de Sonja”; “El secreto de Eva”), cuenta una historia de Navidad (así de oportuna es la cosa) protagonizada por seis mujeres de la misma familia. O mejor: cinco mujeres que comparten linaje y una sexta que llegó un día para incorporarse a la casa como empleada doméstica pero que es, sin dudas, parte del grupo familiar.

“Es una serie para un público predominantemente femenino, contada con una ligereza y una profundidad emocional que no se encuentran a menudo y en las que cada hija y madre encontrarán algo de sí mismas”, dijo sobre el producto Eva van Leeuwen, productora y creative executive de Netflix, y vaya si dijo la verdad.

En pocas palabras, la historia comienza con el regreso a casa para Navidad de Vivi, Lara y su madre, Sonja. La casa es una bellísima y solitaria propiedad en la playa, al borde del mar, en algún lugar del norte de Alemania, y en ella viven, en el presente del relato, Eva (madre de Sonja y abuela de Vivi y Lara) y Ljubica (la extranjera procedente de Europa del este que llegó a trabajar en algún momento de los años 80 y no se fue nunca más). Por supuesto, todo el asunto es el del título: del reencuentro surgirán reproches y varios secretos serán revelados. El esquema es simple y se complejiza de la forma más económica para minimizar el esfuerzo del espectador: mediante flashbacks que muestran, literalmente, lo que está siendo aludido o recordado. La mayor dificultad, entonces, radica en seguir el hilo de las diversas encarnaciones de los personajes en las tres temporalidades presentadas, pero para cualquiera que haya podido lidiar con Dark las dos o tres edades de estas mujeres serán pan comido. Y para hacerlo todavía más fácil, Eva, la dueña de casa, es interpretada siempre por la misma actriz, la magnífica Corinna Harfouch, así que no hay cómo perderse. Eva, por cierto, es un personaje que no parece atrapado por la misma velocidad que los demás. Ella es totémica, es la casa y la playa, es las olas y la Navidad que llega cada año; su tiempo es el de las criaturas mitológicas, y su ardiente paciencia es la de las rocas que soportan el embate continuo del mar. Es, también, la que empieza y termina muerta, aunque la primera muerte haya sido sólo un susto. Eva (no anduvieron muy sutiles con el nombre) es el ciclo eterno de la vida y de la muerte, y tanto su madre como su hija y sus nietas están ahí para que su sólida consistencia pueda manifestarse.

Si hasta acá alguien viene pensando que la miniserie es mala, le pido disculpas por haberlo inducido a error. Todo en ella es convencionalmente bueno: los escenarios, las actrices (y los actores, encargados de los personajes masculinos, que, por aquello de que al destino le gustan las repeticiones y la simetría, también son seis), la fotografía, los encuadres, los diálogos. No logran afearla ni el abandono, ni las adicciones, ni el terrorismo, ni la violencia, ni el crimen. Todo lo malo es perdonado, todo lo horrible del mundo es anecdótico y termina suavizado por la encantadora presencia de estas seis mujeres distintas e idénticas, estas discretas sacerdotisas de la-vida-misma, lo de todos los días, las pequeñas grandes cosas.

Beatriz Sarlo decía odiar los quality books (me permito interpretarla) porque calzaban perfectamente en la comodidad de un lector demasiado pretencioso para Corín Tellado pero demasiado haragán para Marcel Proust (los nombres pueden cambiarse por otros, es obvio). Yo, haragana y pretenciosa como cualquiera, me zambullí en esta serie y cuando quise ver me había tragado los tres episodios y estaba extrañando a las protagonistas. Pero algo, en algún lado, me gritaba que no puede ser así. Que no hay derecho, señor, señora, a poner tantos recursos en hacernos creer que se puede pasar por la vida como por un tubo aceitado, sin fricciones, sin conflicto, sin tragedia y sin resistencia.

Se puede contar una historia sencilla. Lo que es una estafa es contarla como si fuera una fábula moralizante de Navidad. Eso, ese descaro para conformar a un público femenino ávido de “ligereza y profundidad emocional”, es, lisa y llanamente, tratarnos como idiotas.