Sus pies, que de niña no le gustaban, la llevaron a ser la figura mayor del ballet uruguayo. Hoy es una celebridad popular en un país que suele reservar su olimpo a futbolistas y cantantes. El camino duró una eternidad de sudor, renuncias y satisfacciones en la que gastó más de mil pares de zapatillas de punta. A esa larga marcha todavía le queda un día. Mañana, sábado 28, María Noel Riccetto –esa sílfide carnívora y amable– tendrá su última ovación como bailarina profesional.
Son las cuatro y veinte de la tarde. El elevador se está cerrando en el cuarto piso del Auditorio Nacional del SODRE. Una bailarina da un salto y entra con tanta agilidad que el ojo del sensor de las puertas no hace más que un parpadeo.
–Dormí un montón –dice, apenas la física se acuerda de que alguna vez existió Isaac Newton y la deposita en tierra–. Es que antes me había comido un plato así de ravioles –agrega.
María Noel Riccetto se puede permitir una siesta. Tiene 39 años y está bailando el último papel de su carrera. Quizá eso le agregue levedad, o quizá el peso de ese momento la obligue, como una forma de exorcismo, a refugiarse en las aristas más burbujeantes de su carácter. O tal vez simplemente ella es así. En el fondo nadie conoce cómo es nadie en el fondo.
Las dobles consonantes de su apellido revelan que su familia paterna vino de Italia. No sabe exactamente de dónde. Las raíces maternas son más precisas: provienen de Calice Ligure, en el noroeste italiano. El abuelo Barusso era capitán de navío a fines de los años 70 y fue diplomático. El abuelo Riccetto tenía campo en Durazno.
Se ha extendido la idea de que ella nació en ese departamento del centro del país, pero en verdad nació en Montevideo el 27 de marzo de 1980. Ocurre que el establecimiento familiar la llevó a vivir en campaña y cursar “algo parecido al jardín de infantes” en una escuela rural de Puntas de Herrera. Cuando llegó el tiempo de entrar a primaria se mudaron a Montevideo, aunque las vacaciones casi siempre las pasaba “afuera”, en el kilómetro 319, muy cerca del límite con Tacuarembó.
–Tengo muchos recuerdos de crecer al aire libre, de estar en familia todos muy unidos, de jugar en la naturaleza, con esa libertad de salir a corretear sin horarios... Y después me vine a meter en esto –bromea.
De niña también iba a la playa. Ahí escondía los pies debajo de la arena, porque no le gustaban. En la adolescencia evitaba las sandalias abiertas para no mostrar el arco pronunciado del empeine. Ahora reconoce que no son tan feos. Los cuida tanto que no permite que nadie le corte las uñas.
–Son los que me han dado de comer –dice, para explicar esa reconciliación.
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A las cuatro y veintiséis ya está en el camerino del segundo piso. Lo primero que hace es desplegar en uno de los brazos del sofá cuatro pares de zapatillas. En Manon gasta dos pares y medio por función (sólo el del tercer acto, en el que no hay tanto trabajo de puntas, admite un segundo uso).
Viste una calza UnderArmour, marca de cuya línea de ballet es el rostro de mercadeo. Hoy María Riccetto es una grifa que vende. Hay un perfume con su nombre, hace publicidad de autos de alta gama, y Antel lanzó una serie de cortos publicitarios con divertidos desafíos virtuales entre Riccetto y Luis Suárez, la estrella del Barcelona Fútbol Club y de la selección uruguaya de fútbol. Su imagen ha estado en mensajes de bien público que van desde la polémica cadena de hamburguesas McDonald’s hasta la Fundación Pérez Scremini, que atiende a niños con cáncer. UNICEF, en tanto, la nombró su embajadora. Su nivel de popularidad es tal que un sector en teoría tan alejado del ballet como es el de los directores de carnaval le entregó un premio por el que fue ovacionada por un Teatro de Verano de pie. La estatuilla era un puño en alto; muy diferente de las dos delgadas bailarinas de bronce del Benoit, el “Oscar de la danza” que recibió en 2017 en el Bolshoi de Moscú.
El “érase una vez” lo comenzó como una niña de carácter tranquilo a la que le gustaba estudiar y mirar dibujos animados en televisión. A los seis años empezó a ir a la academia de ballet de Graciela Martínez, en la calle Canelones casi Joaquín Requena. La llevaba su abuela materna, dos veces por semana.
–Tengo el recuerdo de ir de saquito rosado y con los calentadores de lana también rosados por encima del pantalón.
No fue una vocación irresistible, sino una manera de ocupar el tiempo entre que salía del colegio y la madre volvía a la casa.
–Me parecía todo muy mágico. Las compañeras más grandes a las que veía como hadas. O el primer vestido de la primera muestra, dorado, con unas capas de gasa blanca. Me sentiría, no sé, una princesa... ¡Frozen!
Uno de sus primeros maestros en esa academia fue un jovencísimo Alejandro González, que hoy todavía es integrante del Ballet Nacional del SODRE (BNS).
–Siempre me dice que no sabía mi nombre pero me decía “Cucharita” por los pies. Siempre me dice en broma, “eras Cucharita, después Cuchara y ahora sos como un cucharón”. Las vueltas de la vida: él, que fue la primera persona que me vio, hace también un personaje en Manon. Es muy emotivo.
A los siete, su maestra Graciela Martínez quiso que entrara a la Escuela Nacional de Danza, pero el paso recién se concretó a los ocho. Ahí es que empezó su compromiso real. En especial en los años del liceo, que cursó en el colegio Jesús María, de Carrasco, cuando se dio cuenta de que estaba empezando a dejar cosas de lado para ir a los ensayos. La danza se imponía a su deporte favorito, el handball, y a las salidas de fin de semana.
–Hasta los 12 o 13 años era algo que me gustaba, algo en lo que yo era buena, porque no era boba y me daba cuenta, pero después ya fue otra cosa. No era que me sintiera diferente de los demás, yo siempre me daba con todos.
Hoy esa llaneza de carácter sigue presente. En su cuenta de Twitter responde con un “muchas gracias” a cada mensaje en que la felicitan después de una función (y suelen ser muchos). En su perfil de Instagram una admiradora le agradece “por la foto en la farmacia” y le cuenta lo que le dijo su hijo de ocho años: “Mamá, ella también estaba contenta de sacarse una foto contigo”.
Obviamente, en muchos momentos tanta demanda resulta agotadora, y tiene que hacer el mismo esfuerzo que le exige un giro triple en puntas de pie. Pero en ambos casos lo hace con esa amabilidad que parece ser su sello.
–Tengo mi forma para que las cosas se hagan a mi manera, capaz que porque pongo una sonrisa –dice, al hablar de las dificultades que ha encontrado en su carrera.
Con 16 años entró a su primera etapa en el BNS y pasó del Jesús María al Inmaculada Concepción, “Los Vascos”, en la calle Mercedes. Cursaba algunas materias de mañana y desde esa base céntrica iba al SODRE y a la Escuela Nacional de Danza.
–Del colegio [Jesús María] conservo un grupo de amigas enorme, con las que nos seguimos viendo. Ahora que todas estamos cumpliendo 40 y se hacen videos con imágenes de la adolescencia, me doy cuenta de que en las fotos de grupo yo no estoy. Nunca. De 100 fotos creo que estoy en una... y yéndome. Pero a la vez ellas fueron siempre muy partícipes de todo lo que yo iba haciendo. Son un mundo fuera del mundo del ballet, que es un cable a tierra que me saca de esto... de este cautiverio [se ríe].
¿Clásica o moderna?
¿Cómo te llevás con la danza contemporánea?
Me gusta. No sé si es lo mío. Hay cosas que me gustan más y cosas que me gustan menos. A la danza siempre trato de darle un sentido, y en lo contemporáneo a veces es mucho más abstracto, y cuando es muy abstracto me cuesta meterme; o el sentido que yo le encuentro no es el que el coreógrafo quiso darle, y cuando me entero de eso digo “entonces lo que vi estaba todo equivocado”, y lo tengo que ver de nuevo. Mucha gente me pregunta si ahora que dejo de bailar voy a hacer algo de contemporáneo. No sé. Creo que ya dejo. Dejo de bailar.
¿Por qué te parece que sigue teniendo vigencia el ballet en un mundo que es tan distinto a lo que era en tiempos de [Piotr] Tchaikovski?
Yo creo que los ballets de repertorio, como El lago de los cisnes o La bella durmiente, son cuentos de hadas. Son universos paralelos. La gente necesita de eso para bajar un poco la pelota y transportarse a otro lugar.
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A las cuatro y media llega la peluquera. Empieza a trabajar con espuma, fijador y ondulines mientras Riccetto le cuenta que acaba de comprarse un horno nuevo. A su pareja, el fotógrafo Ignacio Guani, le gusta tanto cocinar que hace hasta el pan. Muchas veces, cuando Riccetto abre la heladera se encuentra con formas mutantes de masa madre que luego se transformarán en crujientes delicias de la panificación.
Nunca tuvo que cuidarse con las comidas. Los canelones de la madre, la comida de olla de su casa de campo, y sobre todo el asado –“soy esencialmente carnívora”– son sabores que la acompañan desde siempre.
Luego de su retiro, como despedida, hará una fiesta para bailarines y técnicos.
–Sólo para bailar, tomar y comer chorizos al pan. Siempre quise hacer una gran chorizada.
Sabe exactamente cuántos son los invitados. 70 técnicos y 93 bailarines.
–Sí, son muchos chorizos –acota cuando hace la cuenta mentalmente.
La buena sintonía parece ser mutua.
–Esto me regalaron mis compañeros –dice mientras muestra dos caravanas de rubíes.
El peinado sigue. La larga cabellera se llena de etéreos tirabuzones y empieza a tomar la forma de un casco labrado al que casi se puede golpear con los nudillos para sacarle sonidos de mármol.
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A las cinco menos cuarto, mientras continúan peinándola, Riccetto prepara sus zapatillas. Son número siete y medio, marca Gaynor Minden, en un modelo que hicieron especialmente para sus pies cuando bailaba en el American Ballet (más duras de talón que las habituales, más anchas en la parte donde Riccetto tiene sus juanetes y con medidas adaptadas exactamente a su anatomía).
Las Gaynor Minden son las elegidas por figuras del ballet de más de 80 países. Tienen 38% más de superficie para pisar en puntas y, según el Departamento de Ciencias del Ejercicio de la Universidad de Massachusetts, alivian en 12 kilos las fuerzas laterales que se ejercen sobre cada pie cada vez que la bailarina se balancea. No es un detalle menor, ya que el mismo estudio calculó que las fuerzas que deben soportan los tobillos en estos movimientos equivalen a diez veces el peso corporal.
Pese a tanta tecnología, y a que cuestan entre 80 y 140 dólares el par, no pueden usarse tal como vienen de fábrica. Ni esas ni casi ninguna zapatilla de ballet, ya que no traen las cintas ni los elásticos con los que cada bailarina las ajusta a sus medidas. Por eso hay que descoser una sección del raso y coserle esos agarres. Riccetto siempre lo hizo ella misma.
–Hago eso para que si pasa algo sea mi culpa. Si no, creo que me enojaría mucho con la persona que las hubiera cosido.
No es fácil. Se nota que tiene que hacer fuerza para hundir la aguja en esas 18 puntadas que le da a cada cinta. El hilo es notoriamente más grueso que el de coser. Parecen dos cuerdas trenzadas y enceradas. No es un producto especial para bailarinas, sino que Riccetto lo encontró en un viaje al Chuy y se trajo dos carretes. Uno le duró siete años. El otro acaba de empezarlo. Durante un tiempo usó para esa tarea hilo dental y en otras ocasiones un hilo especial, prácticamente irrompible, que trajo del American Ballet. Pero hace años que el trenzado brasileño ganó la partida.
Ahora las zapatillas se las provee el SODRE, igual que a las demás integrantes del elenco oficial. Lejos quedó la etapa en que cada bailarina tenía que comprárselas por sí misma, entre las muchas dificultades que se vivían en los 90.
Fue precisamente en esos tiempos oscuros que Riccetto dio el salto a Estados Unidos que le cambiaría la vida. En 1998, con 18 años, recibió una beca para ir a Carolina del Norte. Estudió un año y su maestro le consiguió una audición en el American Ballet, donde fue aceptada y bailó hasta 2013, cuando retornó a Uruguay para su segundo ciclo en el BNS.
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A las seis y cinco –ya peinada y maquillada, pero aún de malla– se traslada al salón donde hará la sesión de entrenamiento del día. Hay algo en el lenguaje del ballet que recuerda siempre el permanente carácter de aprendiz de cada bailarín. Al entrenamiento, por ejemplo, se le denomina clase.
La enorme sala rodeada de espejos está en silencio. Sólo ha llegado Gustavo Carvallo, su pareja en las primeras funciones de Manon, que hace un estiramiento imposible en el piso, aislado del mundo con un par de auriculares.
Cuando entra Riccetto trae sus cosas en su célebre bolsa de supermercado. Tiene un pino verde en fondo blanco y la palabra Spar. La trajo de Budapest cuando fue a interpretar Cascanueces. Era 1999 y se le nota el paso del tiempo, pero no hay manera de que se desprenda de ella. Luego del retiro de mañana piensa tenerla en el baúl del auto para hacer las compras.
Parece ser un poco fetichista y algo supersticiosa. Cuando habla de las lesiones que no tuvo –salvo una vez, antes de La sílfide– se golpea la cabeza en el gesto de “tocar madera”. Cuando entra al camerino pone la diadema del segundo acto de Manón encima de la peluca del tercer acto. El 7 de agosto de este año llevó una de sus zapatillas a Florida y la colgó en el altar de San Cono, el santo de los juegos de azar.
De nada de esto habla mientras trae, con esfuerzo, una barra desde el costado hasta el centro del salón, usando la parte interior de los codos para levantarla en peso.
Sólo rompe el silencio para preguntar si alguien tiene un cargador de celular. Lo consigue y se sienta al lado de un enchufe a revisar sus mensajes y estirar los músculos de la columna encima de un cilindro de entrenamiento.
Antes de que llegue el grueso del cuerpo de baile se acerca a Carvallo y le pide a una colega que los filme mientras hacen un video para Instagram. La primera persona en escribir se ganará dos entradas para la función de esta noche. La respuesta es inmediata.
Para comenzar la clase se saca los zapatones que mantienen sus pies calientes, los mismos que usan los esquiadores antes de ponerse los esquíes. Ya están todos los bailarines en el piso. Suena el piano. La maestra marca los movimientos.
–El ballet es arte, pero el bailarín, además, es un atleta de alto rendimiento. Mucha gente me pregunta cuántas horas entreno al día, y estoy segura de que piensan que les voy a decir “dos horas”. Nadie se imagina que son ocho. Se necesita comer bien, descansar, cuidarse. Acá en la compañía hay un equipo de fisioterapia, yo hago acupuntura, gimnasio con una personal trainer, en la época de la lesión un osteópata me veía todas las semanas; tengo como una red alrededor de mí, y con los años, cada vez más. En eso es una carrera muy ingrata. Cuando estás en la cresta de la ola físicamente, todavía no estás preparada en lo artístico; y cuando estás artísticamente en un lugar maravilloso, el cuerpo no acompaña. No van ambas cosas a la par. Y si van a la par es por muy poco tiempo.
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A las siete de la tarde todo empieza a tomar más velocidad. Siete y cuarto ya está de nuevo en el camerino y cambia la malla de entrenamiento por el vestuario.
–Estoy teniendo una energía que no había tenido nunca. Julio Bocca dice que es porque ya sé que se acaba. Me sorprendo. Estoy haciendo cosas que no hacía antes. De no parar.
Siete y veinticinco entra la peluquera y ajusta con pegamento los tres rizos principales del peinado.
–Estoy saliendo a las ocho de la mañana de mi casa y cuando hay función llego después de las once de la noche y, en vez de acostarme, me pongo a hacer algo en la computadora para la escuela del año que viene, y al otro día me levanto con la misma energía.
Siete y media entra la vestuarista y le hace entrar a la fuerza el vestido verde agua.
A las siete y cuarenta y cinco, ya lista, sale del camerino y sube al escenario.
El telón aún está cerrado, pero ya se palpa el murmullo de la expectativa.
–No sé. Es muy extraño. En esos momentos me digo: “¿Y si no te vas? ¿Y si aguantás un poquito más?”.
Va a comenzar una nueva función que terminará con Manón muerta en los brazos de su fiel Des Gieux. Para Riccetto será una nueva y agotadora función de despedida.
–Es difícil, porque el cuerpo te va abandonando y vos le seguís dando. No podés aflojar. Que es lo que quiero hacer: aflojar.
Del zen a la política
–Soy muy cabeza dura. Intento hacer las cosas primero yo, antes que pedir ayuda. Hasta para clavar un clavo. Aunque haya una viga, yo voy a clavar ese clavo. Se me doblan 50 veces, pero al final del día yo clavé el clavo.
¿Cuál fue el clavo más difícil de tu carrera?
Ahora, como son los últimos días, todo lo veo maravilloso, pero debe de haber habido muchos. El querer bailar Romeo y Julieta en el American Ballet y no haber podido fue un gran clavo. Recién lo logré clavar estando acá. Es gracioso, porque cuando querés que te pase algo en cierto momento, no ves las cosas con claridad. Después te das cuenta de que había una razón. Romeo y Julieta en eso es el ejemplo claro.
¿Por qué no lo bailaste?
Porque había otras bailarinas antes que yo. Pero yo sentía que estaba preparada, que podía, me habían usado para ensayar no sé cuántos meses y bueno... yo qué sé. Pero después llegué acá y lo pude bailar en la misma producción, lo aprendí de gente que lo había vivido y me explicó hasta cómo ponerme el chal en el tercer acto, con mi público y con mi familia. Fue algo sumamente mágico que no hubiera sido igual allá. Otro clavo, de repente, fue cuando se manejó mi nombre para la dirección del BNS [N de R: en octubre de 2017, al renunciar Julio Bocca, se filtró la posibilidad de que lo sucediera Riccetto]. Odio que usen mi nombre para cosas que no están confirmadas. No me gustó. Lo entendí pero quedé herida. Y mirándolo desde ahora, no era el momento.
¿Lo será después de que te retires?
Yo qué sé. Hoy hay una buena dirección, se están haciendo las cosas bien. Este lugar es mi casa y me encantaría devolver lo mucho o lo poco que sé. Estoy en una etapa en la que digo que las cosas van a llegar cuando tengan que suceder. Me pasa con esto, me pasa con la maternidad, me pasa con un montón de aspectos. Y en eso me doy cuenta también de que he crecido. Soltar y dejar que las cosas ocurran.
Tu lado espiritual.
Capaz que sí.
Cómo es esa faceta?
Soy católica. Crecí en una familia muy católica. Fui a colegios católicos. Así que esa base está. Creo en Dios, aunque después de que murió mi madre tuve un impasse en el que dije “no creo en nada, esto no existe”, y después yo solita volví. Para ir a misa necesito encontrar un cura con el que haya una conexión, al que escuche y le crea desde el primer momento hasta el último, algo que me ha pasado con pocos. Quizás es que no he buscado, también por falta de tiempo. Pero rezo, agradezco. También pasa que mi hermana está metida en el yoga y tiene toda esa espiritualidad que yo considero muy despegada y muy sabia. Quizá desde ese lado he aprendido el soltar y que las cosas pasen.
Ya que estamos en temas de espiritualidad, ¿cómo te definís políticamente?
[Se ríe y piensa un momento] No es tan espiritual esa parte. A mí me encanta la política, pero quiero que se reconozca mi trabajo por mi trabajo, no por estar asociada a un partido. Me hubiera encantado militar de chica, ya que viví en una casa en la que se hablaba y se discutía de política. Me gusta mucho, pero a veces, por el lugar en el que estoy, me tengo que callar. Yo voy por un lado más social, sin una bandera, sin un color. Me gusta ayudar y me gustaría estar involucrada en muchas más cosas. Por eso mi vínculo con UNICEF.
¿Tus padres en qué sector militaban?
Eran conservadores, colorados. También había mucha gente de mi familia que era blanca. Tengo el recuerdo de la infancia de ir a pegar carteles con mis padres en unas rocas enormes en la carretera y después que vinieran mis tíos y pegaran otros arriba. Pero también creo mucho en las personas más allá del partido político. Cuando volví se me dio un lugar acá bajo el gobierno del Frente Amplio. Ahora el gobierno del Frente Amplio se va y antes de terminar me dio esta oportunidad del coordinar la escuela de la división ballet; y cambia el gobierno y hasta ahora a mí nadie me ha llamado para decirme “esto cambia”. Entonces estoy agradecida de poder trabajar para gente diferente que piensa diferente. Hoy por hoy, creo que todo es sinergia, el ideal del país es el mismo sin importar la bandera.
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